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    La herramienta más poderosa

    Mientras la ciudadanía no fiscalice a quien vota y se conforme con creer que la otra mitad del país vota peor y que con eso basta, la opacidad y los ajustes de cuentas partidarios seguirán siendo la norma y no la excepción

    Columnista de Búsqueda

    El caso de las patrulleras ocupó casi por completo la charla pública en Uruguay estos últimos días. Es verdad, la inseguridad no aflojó ni un poquito y por los resquicios siguieron apareciendo asesinatos, robos y violaciones. Pero a la inmensa mayoría de nuestros representantes los tuvimos ocupadísimos con asuntos navieros. Y a sus correspondientes hinchadas las tuvimos haciendo la ola en una u otra dirección, como corresponde a toda sociedad civil adecuadamente domesticada, incapaz de hacerse las preguntas que corresponden, abocada a su papel de hooligan experto en contratos internacionales y barcos patrulleros.

    Convengamos que el punto de partida de esta situación no fue uno especialmente diplomático: el presidente y sus dos colaboradores más cercanos se presentan en conferencia de prensa para dar a conocer ciertas irregularidades en la garantía de un contrato y de alguna manera la palabra estafa es mencionada en la charla. Dinamita, para empezar. Por otro lado, si se prefiere tener como punto de partida del entuerto la firma del contrato original, se puede decir que esta también fue poco clara, con un llamado previo que tras idas y venidas políticas fue anulado, y terminó con la adjudicación directa a la oferta más económica de todas las que estaban en la vuelta. Se elija cualquiera de los dos comienzos, siempre se está hablando de algo que puede y debe ser solucionado de manera legal. Pero, en medio del ruido político que se genera, las preguntas que cualquier ciudadano medianamente informado debería hacerse siguen sin aparecer.

    ¿Cuáles serían esas preguntas que no se hacen? A bote pronto y dada la situación, ¿qué estrategia es la que más le conviene al país?, ¿el resultado logrará mejorar la calidad de vida de los ciudadanos?, ¿cómo hacemos para no perder la plata ya pagada?, ¿cómo hacemos para que las dos patrulleras efectivamente se construyan y puedan cumplir con su función?, ¿son indispensables esas patrulleras?, ¿por qué casi cada paso que un gobierno da en esta clase de contratos termina teñido por la duda y la opacidad? Y una más: ¿por qué absolutamente todo termina siendo carne de la política, incluso cuando hacer esa movida política puede resultar catastrófica para el país?

    Algunas de ellas podrían considerarse técnicas (la necesidad de las patrulleras, por ejemplo), pero otras sirven para poner la lupa sobre nuestras formas de hacer política. Mala política, conviene aclarar. Si de manera constante un gobierno puede acusar al gobierno previo de ser chanta o corrupto en los contratos que firma, ¿no será hora de revisar los procedimientos y conseguir que estos den más garantías de transparencia? Una pregunta más: ¿cuál es la razón de que se firmen esos contratos? La respuesta obvia es: “Porque el país necesita de lo que esos contratos proveen”. Y en la teoría pura eso es todo.

    En la política real, en cambio, en la firma de un contrato o en la denuncia del no cumplimiento de una garantía, se cruzan un sinfín de intereses económicos, políticos, ideológicos y hasta geopolíticos. No porque sea inherente a la lógica democrática (que también lo es), sino porque es inherente a una cierta forma particular de hacer política que, a esta altura es evidente, es transversal a todos los partidos uruguayos. Y esto es: que en muchas ocasiones ese cúmulo de intereses, a veces partidarios, a veces personales, terminan siendo más importantes en la toma de decisiones que abstracciones como el “bien común” o el “bienestar general”. Que, además, de tan abstractas pueden ser tironeadas en cualquier dirección para que signifiquen lo que la política partidaria necesite en un momento determinado.

    Dado el altísimo grado de alineamiento partidario habitual de nuestra ciudadanía, desde estas columnas se ha insistido (pesada y vanamente) en la necesidad de tener una sociedad civil que sea capaz de construir una agenda propia, una que no esté a merced de las necesidades y los vaivenes partidarios. ¿Por qué? Porque, como el caso que nos tiene a todos enloquecidos estos días deja claro, el interés de la sociedad civil (o de la ciudadanía, si se prefiere) viene muy por detrás de las necesidades de golpes de efecto que a veces tienen los partidos. Y que hace que su agenda partidaria no necesariamente priorice el “bien común” o el “bien público”, sino sus escaramuzas y vendettas partidarias. A veces, a riesgo de provocar pérdidas económicas y materiales al país. Y otras, dilatando la solución de los problemas concretos, urgentes y reales de manera inaceptable.

    ¿Cómo se sale de esa especie de círculo vicioso que hace que no tengamos ni represa de Casupá ni proyecto en Arazatí y no los vayamos a tener por un tiempo largo (se abren apuestas)? En la medida en que desde la sociedad no se cuestionen los plazos y los métodos, la respuesta es sencilla: no se sale. Los políticos actúan con el incentivo de lograr permanecer en la poltrona y no ser enviados a su casa. Mientras el votante les asegure la poltrona, todo seguirá más o menos igual: lento, ineficaz, sospechoso de corrupción o de ser un mero operativo político, y dependiente exclusivamente de la capacidad personal de tal o cual ministro o dirigente que trabaje de manera seria y responsable. Pero siempre con la espada de Damocles de que, cuando la agenda partidaria así lo necesite, las cosas serán retorcidas en tal o cual dirección sin que importen mucho los costos que eso tiene para el país.

    Desde la perspectiva ciudadana, es mucho más relevante que, si efectivamente se necesitan esas patrulleras, estas se construyan y cumplan con su cometido. Y, pensando en la estabilidad y el largo plazo, que existan protocolos serios que impidan la discrecionalidad en la firma de los contratos públicos y que garanticen profesionalidad en la gestión de estos. Eso no solo ahorrará a los políticos atravesar papelones varios, sino que además servirá para dar mejor garantía a la ciudadanía de que sus dineros son usados de manera responsable y transparente. Pero, mientras esa ciudadanía no fiscalice a quien vota y se conforme con creer que la otra mitad del país vota peor y que con eso basta, la opacidad y los ajustes de cuentas partidarios seguirán siendo la norma y no la excepción. Y así seguiremos jugando a tener dos políticas de infraestructura y tres o cuatro políticas de compras del Estado, dependiendo de la agenda partidaria.

    Como decía la canción de Rage Against The Machine: “Ellos dicen salta y vos preguntás qué tan alto”. La democracia necesita ciudadanos capaces de fiscalizar a sus gobernantes, no hooligans que se limiten a bailar al ritmo que propone su partido, incluso cuando va contra sus propios intereses. La única forma de salir de ese muy transversal círculo de ineficiencia, falta de fiscalización de lo acordado y vendettas políticas en pro de asegurarse la poltrona a futuro es aplicando el control ciudadano. En una democracia, el ciudadano no tiene herramienta más poderosa que esa. Conviene aprender a usarla.