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    Dios le salvó la vida para que salve a América

    O al menos eso dice él

    Columnista de Búsqueda

    Hace cuatro años y en este espacio de Búsqueda escribí que Donald Trump es un maestro jugando en los límites. No hay más que ver sus actos y sus gestos, las declaraciones, que en otros serían inaceptables y que él logró normalizar instalando una tolerancia cada vez mayor a discursos escandalosos o simplemente embusteros. Como llamar “agujeros de mierda” a países con los que Estados Unidos mantiene relaciones o decir que los inmigrantes se comen a las mascotas de los buenos ciudadanos.

    Lo cierto es que el 5 de noviembre el mapa de Estados Unidos se tiñó de rojo. Ganó su pelo naranja y su dedo índice cortando el aire, triunfó el discurso agresivo y violento, racista, xenófobo, machista. La falta de pruritos en utilizar la mentira y la desinformación, el insulto como respuesta a los argumentos. ¿Fue un triunfo inesperado? No tanto: las casas de apuestas, que en su país pueden ser más fiables que las encuestas, lo daban como favorito, aunque por un margen estrecho.

    ¿Cómo pudo ganar un condenado por 34 delitos, con dos impeachment a sus espaldas? No lo sé y creo que es temprano para hacer diagnósticos sobre este tsunami electoral, sin embargo, es inevitable, es un lugar común pensar siempre en aquella frase célebre: “La economía, estúpido”. Pero ¿será tan así? Trump creó un mix exitoso de medias verdades e inexactitudes respecto a la inflación, las drogas y la violencia, la migración y la pérdida de la forma de vida, de los valores fundacionales norteamericanos. Puso en el centro del debate electoral su versión sobre estos temas. Vendió un mensaje de miedo y descontento que compraron 71 millones de personas.

    Los argumentos esgrimidos por Trump de la suba del costo de vida y de los combustibles, del estancamiento del salario mínimo y de la creciente desigualdad económica seguramente pesaron lo suyo. Pero, más allá de sus gritos destemplados desde los estrados, la realidad es tozuda y nos dice que hoy el desempleo es bajo, que los salarios reales han crecido un 4%, que la inflación es de un 2,4% y que la pobreza en los Estados Unidos ha disminuido. Steve Bannon, exasesor de Donald Trump, habló en su momento de “inundar la zona de mierda”, o sea, abrumar a la prensa y al público con tanta información falsa que distinguir la verdad de las mentiras resulte demasiado difícil, si no imposible. Pero digámoslo todo, del lado demócrata tampoco fueron los adláteres de la verdad y la transparencia en esta campaña, basta recordar las negativas de los problemas mentales de Joe Biden o el dedazo a favor de la candidatura de Kamala Harris.

    Trump también ha sabido presentar una imagen conservadora muy popular, la del salvador de la familia, defensor de los valores occidentales de la sociedad norteamericana. Seguramente esa fue una de las razones que llevó a las personas a identificarse con su retórica, a que lo votaran esos que él nombra “la mayoría silenciosa”, una multitud molesta con la agenda de derechos, a la que ven como una amenaza a su estilo de vida tradicional. Ha mantenido su postura antiaborto, antigénero y antifeminista, en oposición a la que llama “contaminación interna salvaje del radicalismo progresista”. Anuncia que en su primer día recortará la financiación federal a los centros educativos en los que haya debates sobre raza, género u orientación sexual. Según Diario de las Américas, medio del sur de Florida: “Nadie como Trump ha tenido que vencer tantas barreras y hostigamiento para lograr su objetivo en defensa de los valores conservadores que consolidaron a esta nación”.

    “Dios me salvó la vida para que yo salve a América”. En fin.

    El patrón demográfico de su voto es previsible: Trump gana entre los hombres, entre los votantes rurales, personas blancas en general y mayores de 30 años en particular. Mientras sean heterosexuales, claro. Como decía Roosevelt refiriéndose a algún dictador latinoamericano: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

    Todos sospechamos de que se vienen cambios a todo nivel, crisis múltiples, conflictos en todo el mundo. Hay señales de cómo será la política exterior, al menos indicios de las preferencias que desplegó en su anterior gobierno: un vínculo tibio con la Unión Europea, tensiones arancelarias o hasta una guerra comercial con China, frialdad con la OTAN, la ONU, el G20 y cualquier organismo multilateral, proximidad con Vladímir Putin, refuerzo de la alianza con el gobierno israelí de Benjamín Netanyahu. Y, por qué no, tal vez un revival de la doctrina Monroe, una militarización de la política interamericana, mayor hostilidad contra Cuba y Venezuela, acercamiento con Javier Milei y Nayib Bukele.

    Y, por supuesto, su esperada batalla cultural contra el feminismo, las organizaciones de derechos humanos, contra las minorías LGBTQ+, los académicos y los estudiantes universitarios, que es lo que sus votantes esperan del nuevo presidente.

    Habrá más privatización de la salud y la educación, menos derechos laborales y sociales, y quedarán por el camino las iniciativas para combatir el cambio climático, que el futuro presidente niega mientras estimula a las empresas de combustibles fósiles. Es bastante seguro que empujará una agenda de reducción de impuestos para los más ricos, negocios para los grandes contratistas del Estado, como los del mismísimo Elon Musk, que casualmente apoyó moral y financieramente la campaña de Trump.

    Y digámoslo todo: el dólar se ha revalorizado con su triunfo.

    Hace pocos días hice una broma en un grupo de amigos. Dije que, para un habitante de los Estados Unidos profundo, una nativa californiana, multirracial y con educación superior es una comunista. En ese momento todos reímos. Hoy leo en la prensa republicana que le ganaron a la “izquierda radical” de Kamala Harris.

    No pretendo un análisis de las causas o de los métodos que llevaron a Trump a la victoria, tampoco de los efectos que tendrá su triunfo, aunque inevitablemente gravitarán sobre nuestras cabezas. Me paro frente al hecho consumado de la vuelta al pináculo de la escena mundial del incombustible Donald y me pregunto, con tanta curiosidad como alarma, qué es este estilo de hacer política, a dónde nos llevará el triunfo de la desinformación y de la demagogia, del estrépito mediático y la calumnia, a dónde el desdén por las instituciones, cuál será el destino de nuestra pobre democracia.