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    El narco y las tortas fritas

    Lo que se parece estar diciendo desde esas posturas, evidentemente bien intencionadas, es que, si sos pobre, te alcanza con no salirte del liceo y terminar el ciclo, aunque no obtengas los conocimientos que te permitan construir una vida autónoma

    Columnista de Búsqueda

    Voy caminando rápido por la rambla. En mis auriculares suena un disco de los franceses Alcest y hace bastante calor. Por suerte, la brisa que sopla desde el río alivia un poco el asunto. Adelante, a mi derecha, veo con el rabillo del ojo que alguien hace una suerte de malabares con lo que parecen ser unas maderas largas. No sé bien por qué, pero corto la música en los auriculares mientras me acerco y bajo el ritmo de la marcha. Cuando llego a su altura veo que es un pibe joven, no más de 19 o 20 años, alto, morocho, la frente transpirada, vestido con jean, camiseta y la gorrita de béisbol bien alta en la cabeza, como es de rigor.

    El muchacho intenta acomodar un par de caballetes en uno de sus hombros mientras en el otro lleva colgada una caja de plástico grande, semitransparente, que está llena de lo que parecen ser tortas fritas que no logró vender. El gesto que tiene en su rostro es un apretado rejunte de emociones: enojo, tristeza, hartazgo y el resumen de todo eso, que es la desesperación. Cuando me cruzo con él, escucho una especie de gemido profundo que escapa de su pecho. Finalmente logra colgarse los caballetes y se pone a buscar con la mirada, el gesto ahora furioso y agotado, hacia qué dirección de la rambla va a arrancar.

    Parece claro que el chico, tras no se sabe cuántas horas al sol, no ha logrado vender su producto y se dispone a buscar un nuevo lugar a ver si la suerte mejora. Y yo pienso en cuál habrá sido su trayectoria para terminar donde está. Y en cuánto tiempo más le tomará llegar a la conclusión de que intentar hacer un laburo honesto, como vender tortas fritas, es menos rentable que seguir los pasos de un par de conocidos del barrio que comenzaron a chorear hace un tiempo. O de los que empezaron a vender pasta base y ahora tienen muchísima más plata de la que jamás podría él juntar con todas las tortas fritas que no logra vender.

    Por supuesto que las cosas nunca son lineales. Por supuesto que la trayectoria familiar de cada uno cuenta. Por supuesto que hay hogares que aguantan la tacada y en los que dejarse el alma buscándole la vuelta honesta a las cosas al final logra que se llegue a buen puerto. Pero a veces pareciera que es mucho pedir toda esa rectitud, toda esa resiliencia, a una persona que solo ha conocido la pobreza y la ausencia de oportunidades. No tengo idea de cuáles son las perspectivas de ese pibe que carga su “negocio” a cuestas por la rambla mientras se desespera por no poder llevar un peso a la casa. Pero sí tengo claro que mientras todo dependa de unos recursos internos (y familiares) que pueden tenerse o no, la posibilidad de que todas esas trayectorias tortuosas y muchas veces truncas terminen en el delito son altas. Y que una cosa es predicar la honestidad con la vida medianamente resuelta y otra vivir en esa incertidumbre absoluta que muy fácilmente puede convertirse en la más total ausencia de perspectiva y de opciones.

    Hablando con un amigo sobre las recientes propuestas de eliminar los exámenes y la repetición en el liceo, pensaba en que no se me ocurre casi nada que pueda ir más en el sentido opuesto de lo que se necesita para poder afirmarse en el mar de incertidumbre que es la adolescencia, estés o no en el liceo. Una incertidumbre que muchas veces ni siquiera es percibida como tal, sino como parte del estado natural de las cosas. Y en cómo las medidas que tienden a “facilitar” y a “mantener” dentro del sistema a los estudiantes más pobres no les hacen el menor favor a sus posibilidades de luchar contra lo que aparece señalado como su destino. Porque lo que se parece estar diciendo desde esas posturas, evidentemente bien intencionadas, es que, si sos pobre, te alcanza con no salirte del liceo y terminar el ciclo, aunque no obtengas los conocimientos que te permitan construir una vida autónoma. Y es verdad que mientras no abandones el liceo, de alguna forma estás dentro de una de las más o menos magras versiones del estado de bienestar uruguayo. Pero es un mínimo que tiende a perpetuar las diferencias: sin herramientas adecuadas, terminar el ciclo tampoco te garantiza un trabajo, aunque sea por el sueldo mínimo.

    Así, la idea de considerar “trabas” lo que hasta ahora se entendía como termómetros de lo aprendido, si bien se presenta como una forma de retener estudiantes dentro de la matriz de protección, presenta algunos problemas. Por un lado, nada garantiza que eliminar la repetición o los exámenes retenga más gente en el aula. De hecho, no son pocos los expertos que dicen que el fracaso en el examen no explica las razones del abandono, sino que es apenas una constatación de todo lo que venía fallando en la formación y que no fue solucionado antes del examen. Por otro, en la medida en que aquello que se enseña no tenga vínculo con las necesidades y la experiencia de vida de quien lo recibe, eliminar la repetición o los exámenes no arregla la distancia entre ambas cosas, que seguirá siendo insalvable por poco atractiva. Y ojo, cuando se dice poco atractiva no se refiere a que el liceo tenga que ser una fiesta. Atractiva en cuanto a ofrecer oportunidades que resulten visibles y tangibles para quien viene estudiando en las peores condiciones.

    En una entrevista reciente, el pedagogo y filósofo español Gregorio Luri señalaba que “hoy en día la palabra repetición evoca daños emocionales en el repetidor, ignorando los perjuicios a los cuales se lo condena para toda la vida cuando finaliza su enseñanza obligatoria, con dificultades severas a la hora de comprender un texto mínimamente complejo”. Y agregaba que “mientras se baja la exigencia y el rendimiento, se hinchan los resultados y las notas de nuestros alumnos. Está pasando que la docencia es cada vez una profesión menos atractiva, que los estudiantes se han convertido en consumidores y los profesores en proveedores de servicios, y que pretendemos conseguir el bienestar de los estudiantes a expensas del éxito académico ‘regalado’, cuando tendría que ser al revés”.

    Quizá eliminar las “trabas” (entre comillas, porque no hay una evidencia clara que confirme que lo sean) pueda contribuir a que los estudiantes permanezcan en el sistema. Pero eso no debería hacernos olvidar que el leitmotiv del sistema educativo es, precisamente, ser capaz de educar y que quienes reciban esa formación sean capaces de mejorar sus vidas gracias a esa educación. Y que, sin esa centralidad, el tinglado educativo se va perdiendo por caminos laterales. Unos caminos laterales que quizá no sean muy distintos de los que recorrió aquel muchacho de la rambla, con sus caballetes y su caja de plástico. ¿Cuánto tardará en pudrirse de intentar vender tortas fritas, único laburo honesto que encontró dados sus recursos, y se pasará al otro lado?

    Que la frustración estructural de ese pibe no termine en el delito es algo que debería interpelarnos a todos, no solo a docentes y políticos. Y sin embargo, la charla sobre educación siempre discurre sobre el reparto de poder entre esos dos grupos, mientras que los demás ciudadanos no se encuentran jamás entre las prioridades. Quizá eso explique, al menos en parte, nuestros inadmisibles niveles de fracaso liceal. En cortar ese circuito negativo nos va el futuro.