Y qué periodista. El título de este artículo quizás debería haber sido: “Gracias, Negro, muchas gracias”.
La muerte de César Di Candia me produce una pena muy profunda, pero al mismo tiempo una gran alegría, porque vivió mucho, porque durante ocho décadas honró a la profesión —¡y cómo!—, porque trabajamos juntos en dos importantes etapas de nuestras vidas como periodistas, porque me enseñó mucho, porque fuimos amigos
Y qué periodista. El título de este artículo quizás debería haber sido: “Gracias, Negro, muchas gracias”.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa muerte de César Di Candia me produce una pena muy profunda, pero al mismo tiempo una gran alegría, porque vivió mucho, porque durante ocho décadas honró a la profesión —¡y cómo!—, porque trabajamos juntos en dos importantes etapas de nuestras vidas como periodistas, porque me enseñó mucho, porque fuimos amigos.
Los medios en estos días le han dedicado mucho espacio, como debía ser. Los colegas han dado abundante información sobre su trayectoria, sus premios, sus logros, sus libros, los distintos lugares en donde trabajó, su humor, su ironía —y también acidez— y, por supuesto, sus memorables entrevistas. Clases magistrales de periodismo que por más de 10 años publicó en este semanario para regocijo de sus lectores, a los que, además, les sumaba algo que no sabían, y para aprendizaje de colegas.
Lo calificaron con justicia de “maestro”. Puedo dar fe: César fue quien me tomó el examen de admisión para ejercitar el periodismo profesional. Fue una dura prueba: el Negro, cariñoso y tierno en tren de amistad, sabía ser poco simpático en ocasiones. A mí me pasó.
Les cuento. Quería ser periodista, publiqué mis primeros artículos en AEBU, el periódico sindical de los bancarios, y, a principios de los años 60, con un grupo de amigos publicamos en Casupá, nuestro pueblo, un quincenario: Impulso. Le fue bien como por un año o algo más. Pero yo aspiraba a jugar en las grandes ligas: en un diario de Montevideo.
No me fue del todo difícil. Tenía una ventaja, la sucursal Montevideo del Banco Unido de Casupá, en el que trabajaba, no solo le pagaba los sueldos a los empleados de El Día, sino que, ademas, tenía como clientes a destacados “popes” del periodismo nacional.
Así, me abrieron puertas Dorbal Paolillo, el padre de Claudio; Edgardo Sajón, notable periodista argentino, que estuvo dispuesto a darme una oportunidad en BP Color y finalmente me llevó al diario Hechos, recién fundado; y don Raúl Galiana, con larga trayectoria como administrador de El Bien Público. Todos a los que abordé me ayudaron y me indicaron caminos. No fue el caso, empero, de Jorge Pacheco Areco, entonces director de El Día. Cuando iba al banco me apresuraba a atenderlo y, como a todos, le comentaba que “me gustaría ser periodista”. Su respuesta, todas la veces que lo hice, fue “es una gran profesión” y ni una palabra o comentario más.
Opté por Hechos por simpatía política: militaba en la 99. Hasta allí, a la calle Ciudadela, me fui una mañana por mediados de los 60, y me atendió don Raúl, que ejercía como consultor. “Vamos, que lo va a recibir Di Candia, el director”, me dijo. Pasamos a la redacción: el lugar más barullento y maravilloso —y también más intimidante para mí en esos momentos— que he visto en mi vida. Y eso que, a lo largo de más de 60 años en esto, he trabajado, visto y visitado quizá más de un centenar de redacciones.
Di Candia no me dio la mano ni me dijo mucho gusto. Se dirigió a don Raúl y le preguntó: “¿Este es el muchacho que quiere ser periodista?”.
Me hizo pasar a su escritorio y, ya acomodados, me inquirió: “¿Qué credenciales tiene para ser periodista?”. Así nomás; yo llevaba ocho de los mejores ejemplares de Impulso, y se los entregué. Entonces comenzó el examen: él los hojeó uno por uno y cada tanto lanzaba una risita sobradora. Terminaba de revisar el ejemplar y lo tiraba a la papelera, olímpicamente. Yo no sabía si ponerme a llorar, agredirlo, mandarlo a la mierda o levantarme e irme. No hice nada de eso. Me aguanté. Bien por mí. Ahí aprendí a ser periodista.
Cumplido el examen “gráfico”, me miró y me dijo: “Y aparte de esto, ¿de periodismo qué sabe? ¿Hay algún tema que domine?”. Atiné a responder que era dirigente sindical. Segundo acierto: “Puede ser que Héctor necesite un ayudante”, concedió. Héctor no era otro que Héctor Rodríguez, el dirigente sindical textil, exdiputado comunista —lo echaron del partido soviético—, columnista de Marcha, marxista, cercano al comunismo chino, y jefe de la página sindical del diario de Zelmar Michelini. Aprendí mucho con Héctor, fue otro de mis grandes maestros, a los que se sumaría el argentino Francisco Luis Llano, el hombre que hizo Clarín de Buenos Aires. He tenido suerte.
Cuando Seusa, editora de La Mañana y El Diario y que había comprado Hechos, resolvió cerrarlo, nos redistribuyó.
Nunca dejamos de vernos, ya fuera para tomar un café o para encontrarnos con otros amigos de Hechos. Nunca dejé de llamarlo para saber de él y, muchas veces, para consultarlo.
Nos reencontramos unos 15 o 16 años después, cuando me propuso hacer entrevistas para Búsqueda. Otra vez tuve suerte y, además, la emboqué: le dije que sí.
Cada entrevista era una clase magistral, como ya señalé, y tuve el privilegio por casi 12 de años de ser el primero en leerlas y, además, que él me las comentara y me contara cómo había sido el proceso. Era estricto, no aceptaba ningún tipo de corte, ni yo nunca se lo propuse. Lo mismo con los entrevistados, todos sabían que la única chance de leer la entrevista era comprando Búsqueda y leyéndola ahí. Era el trato.
Tenía la virtud de que sus entrevistados le dijeran cosas que no se las dirían a nadie: como si él fuera un confesor, o un psicólogo o alguien que les estuviera leyendo las manos o tirando las cartas. Y eso sin la obligación de mantener el secreto, sino con el acuerdo de que todo el mundo se iba a enterar. Nunca nadie llamó para “aclarar” o “desmentir”, ni para pedir si se “podía” redondear una respuesta. Alguna vez alguno me comentó: “¡En qué lío me metió Di Candia!”. ¿Dijo algo que usted no le había dicho?, era mi pregunta. “No, no, nada de eso, pero me sacó cosas que yo nunca hubiera revelado. No más que eso”.
Como todos recuerdan, hizo entrevistas únicas. La que le hizo al teniente general Hugo Medina fue una de las más conocidas; pero hubo otras tan o más importantes, como aquella de unos años antes de Búsqueda, titulada “99 preguntas a Zelmar Michelini”. Dos o tres veces entrevistó a José Mujica cuando este no era ni cerca tan famoso como ahora. Mujica debería agradecérselo. Las hubo muy íntimas y personales que no cito aquí por ser solo propiedad del entrevistado y el entrevistador; si se las perdieron es porque no leyeron Búsqueda en su momento. Recuerdo sí un caso en que no soportó ni aceptó las exigencias del entrevistado y resolvió no hacerla. Con todo acierto y derecho. No quiso ni contar el diálogo y las impertinencias del personaje, cuya identidad me reservo por secreto profesional. Una lástima, porque todo el mundo estaría de acuerdo con él. Siempre fue un ejemplo.
Yo a él le conocía un secreto y lo atormentaba con ello: recién venido de Florida era hincha de Nacional y su primer artículo se lo publicó la revista del Club Nacional de Football y era sobre Ciocca y José García. “Pecados de la adolescencia”, me decía. Lo amenazaba con que algún día lo iba a deschavar. Es lo que estoy haciendo, pero amparado en que, en definitiva, todo el mundo sabe que era un insoportable y fanático hincha de Defensor. Más que el maestro Couture.
Un día me regaló un pequeño óleo de su esposa Matilde cuando niña, creo, pintado por la tía de ella, la gran pintora Petrona Viera. Una joyita.
Otro día vino a casa a traerme su libro Oficio de periodista. Me lo dedicó: “Para Danilo, de quien aprendí tantas cosas. Un abrazo, Di Candia”. Tan generoso. Gracias, maestro. Gracias, Negro, muchas gracias. Adiós, un fuerte abrazo.