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Si es imprescindible asegurar que la política mejore de calidad, y si ni las universidades, ni los think tanks ni los partidos pueden hacerse responsables de esto, es necesario que el propio Estado se ocupe de revisar sistemáticamente la calidad del desempeño político
Por muchas razones, que no vienen al caso, no soy un fanático de lo que en ciencia política llamamos explicaciones “institucionalistas”. Pero hace tiempo que todos los cientistas políticos, con independencia de nuestras preferencias teóricas, reconocemos que las instituciones son muy importantes. Admitimos que lo son para el desarrollo económico. Sabemos que también lo son para la estabilidad democrática. Sin embargo, las democracias contemporáneas no han construido instituciones orientadas a promover el desarrollo político.
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Esta paradoja luce todavía más sorprendente cuando examinamos las distintas capas del desarrollo organizacional en nuestra región. Tenemos una miríada de agencias que fomentan el desarrollo económico. En distintos momentos, creamos ministerios de fomento, de finanzas, de economía, oficinas de planificación y hasta bancos centrales para cuidar la “salud” de la moneda. Disponemos también de una amplia batería de organizaciones focalizadas en favorecer el bienestar social. No nos faltan oficinas que se ocupen de elaborar e implementar políticas sociales en educación, salud, vivienda, entre otros asuntos. Pero olvidamos un detalle clave: sin buena política no hay crecimiento económico ni bienestar social. La buena política es la base. La buena política es el cimiento. Sin buena política, todo lo que construimos, en verdad, pende de un hilo que se puede cortar en cualquier momento.
Entre desarrollo económico e instituciones políticas hay una relación muy estrecha. La teoría de la modernización, en los años cincuenta, aportó evidencia y argumentos. Mucho más recientemente, desde el campo de la Economía Política se ha seguido llevando agua para ese molino. Sin ir más lejos, el año pasado se otorgó el Premio Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson por poner de manifiesto la relación entre instituciones políticas y desigualdad. Pero no es imprescindible ir a la teoría para entender el enorme peso de la política en el desarrollo. Alcanza con mirar hacia Argentina o Venezuela para calibrar que el fracaso de la política puede arruinar a países dotados de extraordinarios recursos naturales y humanos.
Hace más de 2.000 años que sabemos que algunas instituciones políticas son mejores que otras. Hay una larga tradición de reflexión sobre este tema, que comienza al menos en las ciudades-Estado griegas. Aprendimos, por ejemplo, que la concentración del poder es el peor enemigo de la libertad y de la estabilidad política. Admitimos, como mínimo gracias a Arend Lijphart, que la necesidad de dividir y compartir el poder político se multiplica a medida que aumenta la pluralidad de una sociedad (sus “clivajes” o divisiones). Sabemos, gracias a Robert Dahl, que no hay democracia sin un amplio paquete de garantías institucionales, entre ellas el pluripartidismo y las libertades civiles.
Tenemos instituciones especializadas en favorecer el crecimiento económico y en la gestión del desarrollo social. Pero no tenemos organizaciones diseñadas para promover el desarrollo político. Desde luego, las universidades o, mejor dicho, los universitarios, han jugado un papel importante en la discusión de los desafíos políticos a lo largo de la historia de nuestros países. En Uruguay, diferentes generaciones de “doctores”, como explicara Juan Pivel Devoto, contribuyeron a estos debates. La vieja Cátedra de Derecho Constitucional, especialmente en los tiempos del primer Justino Jiménez de Aréchaga, hizo contribuciones decisivas. Remito, por supuesto, a las lecciones de sus clases de fines del siglo XIX contenidas en La libertad política.1 Otro tanto puede decirse de las cátedras de Ciencia Política de las facultades de Derecho y de Economía, a fines de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. Después de la dictadura, la instalación de la Facultad de Ciencias Sociales le dio un nuevo impulso al estudio de los desafíos de la vida democrática. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, la producción universitaria se acerca (en inglés) a los principales circuitos académicos internacionales al precio de alejarse de los desafíos de su entorno.
El desarrollo de las usinas de ideas (think tanks, en la jerga) no ha logrado compensar la dinámica anterior. A medida que la ciencia económica subraya el impacto de las instituciones políticas en el desarrollo, los think tanks van incorporando problemas políticos a sus agendas de investigación. Este viraje se manifiesta en usinas de ideas existentes que pasan a incursionar incidentalmente en asuntos políticos, pero también en la instalación de organizaciones especializadas en temas políticos. De todos modos, al menos por ahora, estas organizaciones han mostrado más capacidad para generar información política que para promover iniciativas de reforma institucional. Además, al estar habitualmente financiados por el sector privado, sus agendas de investigación tienen un sesgo hacia los asuntos que los empresarios priorizan, que suelen ser más económicos que políticos.
Tampoco es evidente que la agenda de las discusiones sobre cómo mejorar la calidad de la vida política pueda quedar solamente en manos de los partidos. Es cierto que han demostrado, a lo largo de la historia política de Uruguay, disposición y coraje para revisar instituciones y prácticas, y también capacidad de innovación. Pero esto depende demasiado de circunstancias contextuales. En realidad, a menudo la disposición a aceptar defectos y promover cambios ha sido el corolario virtuoso de crisis políticas graves. Que sean capaces de aprender de los errores es muy bueno. Pero el fracaso no debería ser condición necesaria para activar la autocrítica.
Si el razonamiento anterior es correcto, es decir, si es imprescindible asegurar que la política mejore de calidad, y si ni las universidades, ni los think tanks ni los partidos pueden hacerse responsables de esto, es necesario que el propio Estado se ocupe de revisar sistemáticamente la calidad del desempeño político. ¿Por qué no instalar una agencia estatal con la misión de promover investigación de calidad y de generar propuestas de reforma en materia política? No tiene por qué ser ni grande ni cara. Tiene que ser profesional y contar con el respaldo de los partidos. Desde luego, habría que asegurar que no está colonizada por el gobierno de turno y por cálculos de corto plazo.
Si tuviéramos una institución de este naturaleza, nos aseguraríamos poder discutir seriamente algunos temas graves que van y vienen de la agenda pública, desde el financiamiento de la política hasta las denuncias sobre la partidización de la Fiscalía, pasando por el diseño institucional de los gobiernos departamentales.