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    Mediocridad o la nueva pandemia

    Si los matices han ido desapareciendo es porque nosotros, como sociedad y como individuos, aceptamos, votamos y promovimos estos sistemas que expulsan el talento y, con él, la disidencia, la discusión, la crítica, el pensamiento; ¿no habrá que mirarse en el espejo antes de echarles toda la culpa a los políticos?

    Columnista de Búsqueda

    ¿Quién no ha tenido la sospecha de que los mediocres nos gobiernan, que gobiernan el mundo? No sé si la añoranza de un pasado de grandes líderes políticos está basada en la realidad o es parte de la nostalgia, a menudo engañosa, de que todo tiempo pasado fue mejor. La degradación política puede ser subjetiva o puede no serlo, pero las encuestas dicen que es una percepción de los ciudadanos a lo largo y ancho del planeta. Por ejemplo, el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de España publicó que “los políticos y los partidos se consolidan como el segundo problema de los españoles, solo por detrás del paro”, y alcanza niveles hasta ahora desconocidos.

    El filósofo canadiense Alain Deneault no cree que se trate solo de una “sensación térmica” y analiza el tema en Mediocracia. Cuando los mediocres llegan al poder (Editorial Turner, 2019). Define mediocracia como “la palabra que designa un orden mediocre que se establece como modelo”, un sistema en el que existe un grupo de personas que desempeña el poder, que no impugna ni “la incapacidad ni la incompetencia”, que no favorece a los mejores ni a los más brillantes sino a aquellos que no molestan al statu quo. Son los que callan y otorgan con tal de mantenerse en su lugar, en su escalafón, en su silla. Para Deneault no existe un solo ámbito que esté libre de mediocridad: académico, político, jurídico, económico, mediático o cultural, todo estaría permeado por el azote mundial de la medianía. El autor cree además que son tiempos de políticos ideológicamente ambivalentes, de universitarios que no investigan y solo rellenan formularios, de periodistas que no analizan y promueven una prensa amarillista, de artistas subvencionados y solo comprometidos con los gobernantes de turno. Los mediocres esconden, tras una rigurosidad técnica, su profunda pereza intelectual. Un ejemplo que todos conocemos: se banaliza, se simplifica el discurso político para que quepa en un tuit.

    La mediocracia apunta a crear sujetos promedio, nunca del todo ineptos pero nunca comprometidos, críticos, decididos. Solo promedio. Así, en la modernidad, las profesiones se convirtieron en funciones, se formatean las prácticas y el pensamiento y se busca que los sujetos sean los propios actores de esta restricción. La mediocracia y su símil teórico, la “gobernanza” (inspirada por la empresa privada), buscan sustituir el mando y el orden por prácticas voluntarias dirigidas a lo que los poderosos quieren de los subordinados.

    Deneault no se refiere a una coyuntura ni a una región en particular, denuncia una situación generalizada donde los mediocres acceden a puestos de responsabilidad pública y privada. Ya no se trata de las mentes más preparadas las que nos gobiernan o dirigen los destinos de las empresas o nos hablan desde la prensa y la academia, ahora serían personas con mucha ambición y poca preparación.

    Su libro postula que las ideas han ido desapareciendo de la política en favor de lo que él llama resolución de problemas: se busca una solución inmediata a un problema inmediato, y eso excluye cualquier pensamiento de proyecto a largo plazo. Y agrega que el mecanismo de expresión de la mediocracia son textos académicos opacos, o lo que él llama “la escritura académica podrida”. ¿Quién no ha leído ensayos o estudios llenos de palabras raras, desconocidas, muchas veces neologismos tan incomprensibles como huecos? Así, las diferencias ideológicas entre izquierda y derecha van desapareciendo, ahogadas en discursos timoratos carentes de densidad ideológica.

    La conclusión de Deneault es preocupante: los que ejercen alguna forma de poder acatan las normas imperantes sin cuestionar si son buenas o malas con el único propósito de mantener la posición que ocupan. Abrochados, decimos en el sur, apesebrados, dicen en el norte. ¿Y el rigor, la exigencia, el talento? Desaparecidos entre los recovecos de una burocracia signada por la medianía.

    El autor identifica un riesgo en el hecho de tener una clase política sin un perfil profesional anterior, sin ocupación más allá de la tarea desempeñada en el partido o en el Estado. Eso haría que los ciudadanos perciban a los partidos no como plataformas de intereses ideológicos, sino como agencias de colocaciones. Los partidos serían una cúpula que protege por criterios que nada tienen que ver con el mérito sino con la afinidad. Las consecuencias, dice el filósofo, están a la vista: si antes la gente se afiliaba porque se identificaba con la ideología partidaria, ahora cambia su candidato de una elección a otra. Electorado volátil, lo llaman, y nadie sabe muy bien qué hacer con él.

    Hay algo de círculo vicioso: el deterioro de la imagen de la política aleja el talento, y sin talento se alimenta la mediocridad, que a su vez desprestigia la política. Entre tanto, los talentosos no encuentran atractivo en las instituciones. Y así, en un bucle infinito.

    No creo que ser mediocre signifique necesariamente ser incompetente, mucho menos un mal gobernante ni un mal administrador, aunque sí implica no destacar, no brillar, tal vez carecer de la visión necesaria para proyectarse al futuro. Con la mediocridad desaparecen o escasean el pensamiento innovador, las mentes audaces, las visiones de futuro, la discusión centrada en ideas, el pensamiento crítico y se persiguen soluciones burocráticas inmediatas para problemas inmediatos que suelen excluir la visión a largo plazo. Por otra parte, la mediocridad en sí misma no debería asustarnos, siempre estuvo en la política y, como decía José Ingenieros, lo que varía es su prestigio y su influencia.

    Vuelvo a citar al canadiense: “Ante la mediocridad, lo que estamos viendo es el surgimiento de populismos como reacción a un entorno en el que las diferencias entre unos y otros discursos son mínimas”. Si los matices han ido desapareciendo es porque nosotros, como sociedad y como individuos, aceptamos, votamos y promovimos estos sistemas que expulsan el talento y, con él, la disidencia, la discusión, la crítica, el pensamiento. ¿No habrá que mirarse en el espejo antes de echarles toda la culpa a los políticos? ¿No habremos sido indolentes? Al suprimirse el debate político entre la izquierda y la derecha, al afianzarse ese supuesto centrismo, tan hueco e indulgente con los poderosos, hemos permitido el surgimiento de políticos monstruosos, virulentos e ideológicamente elementales. ¿Es necesario que los nombre? Ellos son el retrato de la dimensión intelectual de la política de nuestros tiempos.

    Y nos asustábamos de la pandemia.