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    Un test para políticos ambiciosos

    El dirigente verdaderamente inteligente y con posibilidades serias de futuro es aquel que ubica a su alrededor a otros igual o más inteligentes que él, que no le tienen miedo y que están dispuestos a decirle lo que no quiere escuchar

    Director Periodístico de Búsqueda

    Una buena forma de aventurar si un dirigente político puede llegar a ser un líder de primera línea o quedará por el camino es medirlo a través de tres aspectos fundamentales. El primero es ver de quiénes se rodea, en especial detenerse en su círculo más cercano. El segundo es establecer cuánto habla y cuánto hace, más si se encuentra en un lugar de importancia y con capacidad de acción. El tercero es discernir a quién dirige su discurso público y si lo hace desde la construcción y la búsqueda de empatía o desde la destrucción y el odio.

    Es una fórmula que funciona. Está probada. Basta con tomar como ejemplo dos o tres casos de la historia reciente uruguaya para darse cuenta de que los que llegan más lejos comparten ciertas características referidas a esos tres puntos. El problema es que cada vez son menos los dirigentes que cumplen con todos esos requisitos.

    Vayamos por partes. Pero antes, dos agregados. El primero es que la división planteada al inicio no deja afuera a la otra, la fundamental, con respecto a los que logran llegar y los que no a la meta final en cuanto a sus aspiraciones políticas. Me refiero a la esbozada ya hace más de dos décadas por el expresidente Luis Alberto Lacalle Herrera, cuando dividió a los políticos entre carnívoros y herbívoros y dijo que solo los primeros logran obtener los principales laureles. Lo hizo para definir una interna complicada de los blancos con su entonces adversario Juan Andrés Ramírez, al que definió como herbívoro, pero aplica a todas las competencias electorales.

    El segundo agregado se refiere a la importancia de la inteligencia antes que todo lo demás. Por supuesto que para un dirigente político que tenga pretensiones de ser líder, el carisma y la empatía son fundamentales, al igual que su exposición pública y nivel de conocimiento por parte de la ciudadanía. Pero nada de eso es suficiente sin inteligencia. Solo los verdaderamente inteligentes pueden sortear todos los obstáculos y llegar victoriosos. Aunque algunos piensen lo contrario, es un hecho que nadie sin la capacidad suficiente logra los máximos galardones.

    Hechas esas salvedades, ahora sí, analicemos punto por punto la fórmula del éxito o fracaso para políticos ambiciosos en Uruguay. El primer requisito se refiere al entorno de un dirigente político, a las personas en las que confía y de quienes se nutre, y también está relacionado con la inteligencia. Muchas veces sus más allegados son casi desconocidos para la opinión pública y otras no. Pero el dirigente verdaderamente inteligente y con posibilidades serias de futuro es aquel que ubica a su alrededor a otros igual o más inteligentes que él, que no le tienen miedo y que están dispuestos a decirle lo que no quiere escuchar.

    Otro dato no menor al respecto. También hay que tener en cuenta cuántos de ese entorno cercano están allí por sus méritos de militancia y compromiso partidario y cuántos por sus conocimientos técnicos. Siempre hay que desconfiar de las posibilidades políticas para competir en las grandes ligas de los que solo tienen a su alrededor militantes políticos y no especialistas apartidarios o, mejor todavía, hasta de distinta orientación ideológica.

    El segundo aspecto a medir, igual o más importante que el anterior, es cuánto habla y cuánto hace el dirigente político en cuestión. Lo ideal es que haya un justo equilibrio entre ambas actividades, pero, si no se logra, siempre es mejor hablar con hechos antes que con palabras vacías de contenido real. Los votantes no son tontos y subestimarlos es un grave error. Las buenas gestiones hablan por sí solas, no es necesario tapizarlas con farolitos de colores. Los que nada hacen, por más que estén todo el tiempo diciendo lo buenos que son, en algún momento terminan ahogados en sus propios discursos vacíos.

    Esta diferenciación se cumple especialmente entre los políticos que ocupan cargos jerárquicos en el gobierno de turno, en entes autónomos, servicios descentralizados e intendencias de todo el país. Pero también puede aplicarse a los legisladores, por ejemplo. Porque hay algunos que lo único que hacen es pronunciar discursos, pero nunca presentaron un proyecto de ley o no van a las comisiones a trabajar con sus colegas ni buscan caminos de entendimientos. Lo que practican, únicamente, es el tiro a distancia y eso suele ser pan para hoy y hambre para mañana.

    El tercer ítem de la fórmula es registrar a quiénes dirigen sus discursos y desde qué lugar lo hacen. Están los que buscan generar empatía y recorren habitualmente el camino de la concordia y la mesura y, del otro lado, los odiadores seriales, los que cada vez que hablan públicamente lo hacen para criticar o destrozar a algún adversario, y que piensan cada una de sus palabras con el objetivo de complacer a los fanáticos, a los que no quieren dar ni un vaso de agua a los que piensan distinto.

    Los segundos han tenido mucho éxito en otros países de la región y del mundo pero no en Uruguay. Aquí, los que han llegado a los principales lugares de la política, en especial a la Presidencia de la República, lo han hecho más desde el centro, con un discurso moderado y conciliador, hablándoles a los uruguayos pacíficos mucho más que a los guerreros. Es lógico que así ocurra porque Uruguay sigue siendo un país de centro. Así lo muestran todas las últimas encuestas.

    Pero algo está cambiando. Cada vez son más los que optan por otro camino, los que fomentan el discurso del odio y se corren bien a las puntas del espectro ideológico. A su vez, ellos son los que ocupan más espacios en el debate público porque son los que gritan más fuerte. Es un hecho que están avanzando. También lo es que así empezaron otros países y terminaron con presidentes electos con base en el fastidio que expresaron durante toda su campaña hacia el sistema político tradicional, los inmigrantes, las minorías o los adversarios, entre otras cosas. Está ocurriendo en todo el continente.

    Otra vez: acá todavía no, aunque es importante remarcar el “todavía”. Aquí quedan algunos de los otros, de los que cumplen con las condiciones necesarias como para pasar el test de tres pasos esbozado al inicio. En retrospectiva, los últimos presidentes desde la restauración democrática hasta ahora llegaron a ese lugar de máximo privilegio luego de cumplir cada uno de esos puntos. Algunos lo hicieron al principio de su carrera y otros al final, pero todos lo hicieron.

    El problema es que podemos estar un poco más cerca de que el próximo no cumpla con algunas de esas condiciones. Y ese puede llegar a ser el principio del fin.