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En algún momento lo empezaron a llamar Pastilla, por la marca de pastillas Milton. Después transformó el apodo y firmó como Pastiya sus artículos en Guambia. “Agradezco a Dios que Milton no fuese una marca de preservativos”, comenta ahora con humor. Y justamente el humor ha sido un componente importante en su trayectoria. Milton Fornaro fue periodista, publicista, guionista para radio y televisión y uno de los narradores más prestigiosos de la literatura uruguaya. Pero su última novela, La madriguera (Alfaguara, 2016), se aleja del humor para contar una historia trágica que transita por varias épocas. Se inicia en el Montevideo actual, con un detective venido a menos y un descubrimiento en el Palacio Durazno del Barrio Sur. Luego se desplaza a la Polonia invadida por el nazismo y a una historia sórdida protagonizada por Aarón, un judío colaboracionista. La trama también lleva a la Buenos Aires de los 60 para contar el secuestro del criminal nazi Adolf Eichmann. En esta novela, Fornaro interroga a la historia y muestra protagonistas imperfectos, que son víctimas a la vez que verdugos. La madriguera ganó el Premio José María Arguedas que otorga Casa de las Américas en Cuba. Otro tono tiene su último libro, Accidentes domésticos (Banda Oriental, 2017), sobre conflictivas relaciones familiares y de pareja. En su casa de Pocitos, donde se dedica de lleno a la escritura, Fornaro mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.
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—Desde que la tuve en la cabeza hasta que se publicó pasaron diez años, cinco fueron de investigación, y hasta el día de hoy sigo encontrando información. Leí mucho sobre Danzig para saber cómo era la ciudad en la década de los 30. Además soy muy lento para escribir.
—¿Por qué te interesaron los judíos jasídicos?
—Soy un gran admirador de Isaac Bashevis Singer y conocedor de su obra. Por él elegí que la familia fuera judía jasídica. El padre de Bashevis Singer era rabino y se crio dentro de esa rama de la religión. Son muy ortodoxos, pero con un sentido de la vida muy diferente al hebreo común. Leen los libros religiosos en yiddish y no en hebreo, y tienen un gran sentido del humor. Le temen a Dios pero también se burlan de él y lo tratan de “tú a tú”. Por otro lado, eran pobres, y a mí me interesaba hacer la distinción entre la comunidad judía pobre y la del gran rabino y su entorno.
—¿Por qué?
—Porque en la persecución de los judíos cumplió un papel muy importante la diferencia económica. Los judenrats eran los consejos de hombres importantes que decidían sobre la vida y la muerte de los otros judíos. Quienes tenían 10.000 dólares se salvaban de ir a los campos de concentración. No es leyenda, lo denunció Hanna Arendt en Eichmann en Jerusalén. Los judenrats no solo hacían listas de judíos sino que les facilitaban a los nazis las transacciones comerciales de propiedades. Era un colaboracionismo para salvarse o para salvar a algunos.
—¿Por eso decidiste que Aarón fuera un kapo?
—Sí, pero los kapos no fueron los únicos. En la comunidad judía hubo varios traidores, como los hubo en la colectividad política que hizo la vista gorda a la persecución judía, por ejemplo, la clase alta inglesa. Varios países rechazaron barcos de refugiados, incluso con niños judíos. Hitler fue lo que fue, pero otros contribuyeron a su poder.
—No es común que se aborde de esta forma el Holocausto. ¿Qué te motivó a elegir este enfoque?
—No me interesaba hacer un relato como se ha hecho hasta ahora, donde está claramente delimitado el papel de la víctima y del victimario. Creo que la vida no es así. Primo Levi, lo pongo en el epígrafe, decía que a las víctimas de los campos de concentración se las debe compadecer, pero difícilmente se las pueda poner como ejemplo. Él lo vivió porque estuvo dentro. Para él, quienes murieron fueron los héroes y quienes sobrevivieron fueron los que transaron. Ese fue su gran dolor, que lo llevó al suicidio. Me pregunté cómo hubiera actuado yo en esas circunstancias. Tengo mis dudas, también quizás me hubiera transformado en un traidor. Hay una frase de Homero que dice que los dioses enviaron las desgracias para que los hombres tuvieran qué narrar. Creo que es así. No me interesan los comportamientos normales. No juzgo a Aarón, creo que incluso le tengo un poco de piedad.
—¿Tuviste críticas de la comunidad judía por esta novela?
—No, la comunidad judía estuvo dispuesta a darme una mano. De todas formas, algunas personas individualmente querían saber sobre mi enfoque cuando se enteraron de mi investigación. Y me pasó algo curioso en una charla sobre la novela. Antes de empezar, una señora se me acercó y me dijo que quería decirme que estaba muy enojada conmigo. Cuando terminé, me dijo que en realidad estaba enojada con Aarón, el personaje. Ella pensaba: “Qué horrible eso que estás diciendo”. Pero ocurrió y fue así. Y no fue solo con los judíos, dentro de los diferentes sectores de los campos estaban los homosexuales, los políticos, los delincuentes comunes, todos tenían kapos, eran los que organizaban la vida interna. Los nazis en eso fueron muy hábiles, ellos cuidaban el perímetro, y quien transmitía las órdenes y se esforzaba por no perder la categoría era el kapo, y a veces era mucho más sanguinario que los propios nazis. Era un puesto muy codiciado. Un amigo judío me dijo: “Yo jamás hubiera podido escribir esta novela por mi educación”. Quien ha tenido víctimas en los campos, aunque sepa que hubo judíos traidores, jamás lo va a mencionar. Yo lo pude hacer por la distancia. De todas formas, decidí incluir una trama policial porque necesitaba la cercanía y complicidad que logran esas historias. Si hubiera empezado con Danzig dejaba al lector fuera.
—Con Accidentes domésticos regresaste al cuento. ¿Te resulta atractivo el género?
—Cortázar hacía un símil con el boxeo: la novela se gana por puntos; un cuento, por knock out. Me interesa como herramienta, como posibilidad de estar mucho más cerca del lector. El cuento está más cercano al entretenimiento y a la comunicación que otros géneros. Tiene un ritmo interno que hay que respetar y los buenos cuentos permiten una lectura superficial y otra profunda. Es la teoría del iceberg de Hemingway: lo que importa es lo que está por debajo. Eso al escritor le implica un gran trabajo.
—Desde hace varios años el género policial está en auge. ¿Te interesa algún autor en especial?
—Justo ahora estoy leyendo al griego Petro Markaris, pero me parecieron mejor sus anteriores novelas. Me gustan también Camilleri y Mankell. Lo que siento es que con este auge hay un descuido en la creación. Ahora son producto de marketing. En Francia por año se editan 800 novelas policiales y se venden cerca de 1.000, que no es nada para ese mercado. Un amigo chileno, José Leal, escribe novelas policiales étnicas. Como vivió en Kenia, creó un detective negro y tiene otra que transcurre en Bolivia, con los indios. Otro escritor neozelandés tiene un detective aborigen. Da para todo. Lo que están haciendo es agotar un género. Dentro de cinco años la gente no va a querer más novelas policiales. En España ya hay un movimiento anti novela negra.
—¿La ficción uruguaya está atravesando un buen momento?
—Sí, por supuesto. Veo mucha gente joven que lo está haciendo muy bien. Para nombrar una generación de escritores de pronto con dos o tres alcanza. Ahora te puedo nombrar a seis o siete destacados: Martín Lasalt, Fabián Severo, Valentín Trujillo, Horacio Cavallo, entre ellos. La novela de Severo, Viralata, es excelente, un gran trabajo de escritura del portuñol, que es oral. Y en la última novela de Mercedes Rosende, El miserere de los cocodrilos, que se inicia en una visita a la cárcel, está la mejor imagen que he leído en el último tiempo.
—¿Estás escribiendo algo?
—Una novela sobre mi niñez, ambientada en los 50 y 60 en Minas. Cuando empecé a escribir, mi ambición era poder retratar el pueblo, pero un hombre mayor me dijo que no lo iba a poder hacer, que iba a tener muchos problemas. Ahora estoy en eso, pero me pregunto, ¿les interesará a otros?