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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCuando estoy en el exterior veo la realidad del país en el que estoy de un modo diferente.
Por cierto, no es lo mismo enterarse de las noticias a través de la prensa, verlas por televisión u otros medios, que hacerlo con nuestros propios ojos.
Antes de seguir, diré que vengo a Viena desde el año 1991(ya antes había estado, pero como turista).
En 1991 vine con el fin de estudiar Derecho Nuclear y en los sucesivos, para asistir a distintos eventos sobre la misma materia. Más adelante, en mi carácter de experta, conferencista y consultora del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) o IAEA, por sus siglas en inglés.
La pasada semana, regresé, una vez más.
Hasta entonces, lo que me había llamado la atención en los distintos viajes era cómo iba creciendo la ciudad. Una demostración de ello eran los alrededores del propio edificio sede del Organismo Internacional de Energía Atómica, que, al comienzo, junto al Vienna International Centre, eran, prácticamente, los únicos que había en la zona, rodeados de campos.
Las estaciones del U Banh (metro) iban aumentando aceleradamente, especialmente las de la línea 1, que era y es la que lleva a la sede del OIEA. Ahora ya son muchas las estaciones de esa línea que continúan luego de la de Vienna International Centre, respondiendo a la gran extensión de la ciudad.
En mayo de 2006, traída por Varig en uno de sus últimos vuelos, donde ni siquiera funcionaba el apoyapié de mi asiento de clase ejecutiva, me encontré con un aeropuerto de Viena en total remodelación, que me costaba reconocer. Y no había pasado mucho tiempo desde mi anterior viaje.
Hasta entonces, los episodios que me marcaron habían sido los 17 grados bajo cero de mi primera llegada en enero de 1991 así como, en esa misma ocasión, un señor de unos 50 años, sentado afuera de la estación Schwedenplatz del U Bahn, con saco marrón y con lágrimas que caían de sus ojos celestes, pidiendo ayuda en silencio.
Esa imagen me acompaña hasta hoy, cada vez que paso por ese lugar. Seguramente, era un inmigrante proveniente de la ex-URSS cuyo muro había caído dos años atrás.
Recuerdo que en el OIEA también se comentaban robos a viviendas que ocurrían en aquellos años.
Fuera de eso, no había grandes cambios a destacar.
Desde esa primera vez, tomé por costumbre ir a misa o a rezar a la hermosísima catedral de San Esteban.
La nave principal estaba separada del resto. A ella tenían permitido entrar los fieles, ya sea para acudir a misa o para estar un rato meditando o rezando. Por los laterales podían transitar libremente los turistas.
Esta distribución me parecía muy correcta por cuanto de esa manera ambos grupos tenían cabida y no se molestaban mutuamente.
La semana pasada regresé, una vez más.
Al ir llegando, comprobé que, como en tantos otros lados, se estaban haciendo trabajos de restauración.
Por cierto que había mucha gente, fuera y dentro.
Me dirigí a la nave central, queriendo pasar la conocida valla, pero fui detenida por una señora que me dijo que “necesitaba un ticket para entrar”. Segura de que me estaba confundiendo con una turista, le dije que no lo era. “No puede entrar sin un ticket”, fue su lacónica respuesta.
Me retiré un par de metros, pero no quería, no podía entender lo que me había dicho.
Aproveché el recurso del idioma y volví, expresándole que seguramente había habido una confusión porque yo solo quería rezar. Fue más grosera aún en su misma respuesta.
No encontraba consuelo ni explicación.
Sentí que tenía que hacer algo. No podía ser que eso estuviera sucediendo en la casa del Señor. ¿Qué hacer? Tenía que ubicar a un sacerdote. Pero, ¿dónde? Yo solo había ido a rezar o a misa, nunca había hablado con ninguno, ni siquiera sabia por qué lado de la iglesia ubicarlos.
Retrocedí y ¡otra sorpresa!: a la izquierda de la entrada principal, lo que antes era un lugar donde se vendían algunos objetos religiosos, como sucede en tantas iglesias del mundo y no lo veo mal, había un local, que bien podría estar en un mercado de artesanos (lo digo por su dimensión, no por lo que hubiera adentro porque no quise acercarme ni detener la mirada en qué se vendía).
Mi mente estaba concentrada en esa tarea casi imposible de poder ubicar a un sacerdote, más teniendo en cuenta que no hablo ni entiendo alemán.
Pero, de pronto, giré mi cabeza hacia la izquierda y vi un hombre todo vestido de negro. ¿Sería un sacerdote? Difícil saberlo. No quería preguntárselo directamente porque el color negro de su vestimenta no era garantía de ello. Por eso preferí la pregunta más genérica: “¿Es usted de aquí?”: “Sí, soy sacerdote”, me respondió en perfecto inglés.
No fui mal educada pero sí muy firme en mis dichos. Le dije lo que ya expuse más arriba, de mis frecuentes idas a esa iglesia, así como de mi gran asombro por esa inaudita y anticristiana medida. Le pregunté si podía entrar (a esta altura aclaro que ni siquiera pregunté el costo porque no se trataba de dinero, aunque fuera un centavo de euro, no iba a pagar para rezar). Me respondió que no podía entrar, que rezara afuera de la reja que separaba el comienzo de la nave central. ¡Agregó que había mucha gente dentro de la nave! Indignada, le dije si no veía que habría 4 personas.
Dije que no lo haría, porque eso no era cristiano y que a Cristo se le estarían cayendo las lágrimas al ver esto. Replicó que eran “directrices” y que “los tiempos cambian”.
Fue contundente, si bien más diplomático que la señora.
Salí indignada. Era lo que menos imaginaba a pocas horas de haber llegado a Viena. Pero al salir, otra sorpresa: sobre las paredes exteriores y laterales de la catedral vi varios carteles de grandes dimensiones de propaganda de empresas, como la de una línea aérea que se distinguía por la enorme foto de un avión.
Cuando llegué al hotel, mi prioridad era hacer algo. No mucho estaba a mi alcance. Entonces envié un tuit al arzobispo de Montevideo, otro al Vaticano, otro al Papa y otro al cardenal de Viena. Todos en español, quizá en señal de rebeldía.
Y encontré el Facebook de dicho cardenal de Viena, por lo que también le envié un mensaje por ese medio, que he corroborado que fue leído. Obtuve cero respuesta.
En Karntner Strasse y también en otras calles presencié la escena ya vista previamente el año pasado en Madrid, y sobre todo en Milán: un joven en la vereda pidiendo limosna junto a un perrito muy bien cuidado.
En Milán, con mi esposo, habíamos ayudado a uno que estaba a la puerta de nuestro hotel, dijo llamarse Andrés... incluso le habíamos pagado su regreso a Eslovenia, donde decía que tenía a su esposa e hijos esperando. ¿Sería así…? No lo sé. Al otro día había otro, en su lugar, con otro perrito similar.
Luego, nos dijeron que era una organización que les proporciona cama, baño y comida, a cambio de que por día lleven determinada cantidad de euros.
En Viena se ven dos clases de árabes: aquellos que van en el metro, generalmente jóvenes y que se nota son inmigrantes, y los otros, de alto poder adquisitivo, fundamentalmente por la calle Graben, donde los relojes Rolex acaparan casi todas las vidrieras de sus lujosas joyerías, con precios de varios miles de euros.
Respecto a los musulmanes, la sociedad está dividida. Por un lado hay una gran discriminación, uno de cuyos ejemplos más notorios ha sido la niña Asel (cuyo nombre quiere decir Dulzura de Miel), quien fue la primera bebé nacida en Viena en el año 2018 y que fuera objeto de innumerables comentarios xenófobos en las redes sociales y otros medios, solo por ser musulmana. A tal punto llegó, que la organización católica Caritas tuvo que iniciar una campaña de apoyo a la misma y repudio ante los ataques de que estaba siendo objeto cuando acababa de llegar al mundo.
Evidentemente, la polarización que hay en Austria sobre este tema, y otros, es terrible.
Medidas que ha tomado el canciller federal austríaco, Sebastián Kurs, no ayudan en nada. Por ejemplo, ha cerrado siete mezquitas y expulsado a decenas de imanes.
Hay que tener en cuenta que Austria tiene una población de alrededor de 8 millones ochocientos mil habitantes, de los cuales unos 700.000 son musulmanes. Y en Viena alcanza al 12,5% de la población.
El gobierno quiere limitar la financiación extranjera y la influencia foránea. Además hay una ley llamada “de integración” para todo inmigrante de fuera de la Unión Europea.
Hay leyes que establecen que las prédicas de los imanes sean en alemán y que estos se formen en Austria.
A todo esto, en Salzsburgo se celebraba una reunión informal de jefes de Estado o gobierno, cuyo anfitrión era el canciller austríaco. Los puntos principales a tratar eran seguridad interior, migración y Brexit.
A estar por la información que circuló, el número de llegadas ilegales habría disminuido.
Se acordó reforzar la guardia europea en fronteras y costas.
Por otro lado, Austria, Alemania e Italia acordaron reforzar la cooperación mediante un “eje voluntario” , lo cual llevó a agravar las diferencias con la Unión Europea y ese nombre recordó el de la II Guerra Mundial.
Pero el malestar no es solo de los musulmanes, por cuanto una ley llamada “de flexibilización de horarios de trabajo” que entrará a regir en el año 2019, legaliza la jornada laboral en 12 horas diarias, a las cuales los empleados solo podrán negarse por razones personales “indeclinables”.
Eso movilizó a 100.000 personas en Viena.
Su vecina, la República Checa, también atraviesa innumerables problemas.
Praga, al igual que Viena, se encuentra en remodelación en gran parte de la ciudad.
Pero la República Checa es uno de los países con considerable nivel de corrupción, fundamentalmente en los llamados “encargos públicos”.
Muchos tramos de la carretera que la une a Viena está en reparación y se dice que la causa es que se paga poco por dichas obras, de modo que por ello al poco tiempo hay que rehacerlas.
Diva E. Puig