Fernanda Trías MVD
Mauricio Rodríguez
¿Qué te genera volver a Montevideo después de tanto tiempo?
Yo estaba muy emocionada con volver, ansiosa por llegar y empezar a reconectarme con la ciudad, recordar y redescubrir… porque son cinco años sin volver.
He recorrido el barrio donde siempre estoy cuando vengo acá, que es Ciudad Vieja. Y claro, encontré todo muy Mugre rosa. Le iba diciendo a mi pareja: este es el templo inglés que aparece en Mugre rosa, esta es la peatonal que aparece en Mugre rosa. Recorrí todas las calles y el entorno del puerto —que es donde transcurre la novela—, y de lo que me di cuenta es cuánto tenía presente ese paisaje en la escritura de esa novela. Fue muy sentimental reencontrarme con todos esos espacios que yo había visitado en la imaginación. De alguna manera se me había olvidado hasta qué punto había usado tanto ese escenario para escribir la novela.
¿Por qué decidiste instalarte en Colombia?
Me instalé en Colombia por trabajo. Después hice el máster en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York y cuando me gradué, volví y tenía que ver qué iba a hacer, de qué iba a trabajar. Me interesaba meterme en la docencia de la escritura creativa, pero el tema es que en América Latina hay tan pocos programas y son tan disputados por tantos escritores que es muy difícil conseguir uno de esos puestos.
Pero en Colombia hay tradición de programas de escritura creativa y había mucha posibilidad laboral en lo que yo quería. Solo en Bogotá hay tres universidades con maestría en Escritura Creativa y una de ellas tiene el programa más antiguo de América Latina. En 2016, una de las universidades abrió una convocatoria y quedé, me fui a Bogotá. Y te podrás imaginar cuántas generaciones han pasado por mi curso desde entonces y cuánta gente joven conozco que escribe y que son escritores publicados. Eso es muy satisfactorio.
Tu primera novela se publicó en 2001. ¿Cómo has visto cambiar, durante todo este tiempo, el entorno literario?
Vi muchos cambios. Vi cambios radicales, de hecho. Uno solo tiene que vivir mucho tiempo para darse cuenta de que todo está cambiando todo el tiempo. Creo que este es un momento muy emocionante para estar viva y activa como escritora, por la gran transformación que ha habido en América Latina con respecto a la literatura escrita por autoras. Yo empecé a publicar en 2001 y te puedo decir que me alegro de que mis compañeras escritoras jóvenes no vayan a tener que pasar por lo que pasamos nosotras. Me alegro mucho. También me alegro por mí y por las de mi generación, porque las cosas se transformaron para nosotras y por fin tenemos cierta visibilidad. Aunque más allá de lo que pueda parecer desde afuera, si estás adentro, te das cuenta de que sigue habiendo inequidades. Sobre todo se ve a nivel de premios, ferias o eventos.
A veces me da lástima que haya tenido que pasar tanto tiempo para mí y digo “qué diferente sería”. Pero a su vez siento que eso me formó de una manera muy sólida. A veces creo que ahora es más difícil para las escritoras de 25 años porque se arriesgan, tienen la posibilidad de que les vaya bien muy rápido. A veces me da lástima que haya tenido que pasar tanto tiempo para mí y digo “qué diferente sería”. Pero a su vez siento que eso me formó de una manera muy sólida. A veces creo que ahora es más difícil para las escritoras de 25 años porque se arriesgan, tienen la posibilidad de que les vaya bien muy rápido.
Muchas veces pienso que si yo publicara La azotea a los 25 años hoy, sería una cosa completamente distinta a lo que ocurrió en 2001, a mis 25 años. Cuando empecé a publicar los lectores hombres no tenían en sus bibliotecas libros de escritoras mujeres, no tenían ni idea de qué mujer escribía porque no interesaba, porque en las librerías y en la prensa no estaba resaltado. Entonces era un mundo muy masculino. Yo misma empecé leyendo solo hombres. En mi biblioteca prácticamente no había mujeres, más que Virginia Woolf y dos más, que eran las únicas que leían los hombres. Ese panorama ha cambiado radicalmente. Yo lo vi cambiar con mis propios ojos. Ahora los lectores hombres saben quiénes son las escritoras latinoamericanas más interesantes o más conocidas, leen muchísimas mujeres. Y las lectoras mujeres leen muchísimas mujeres. El público ha cambiado su manera de leer.
Es muy interesante verlo ocurrir bajo tus propios ojos. A veces me da lástima que haya tenido que pasar tanto tiempo para mí y digo “qué diferente sería”, pero a la vez siento que eso me formó de una manera muy sólida. A veces creo que ahora es más difícil para las escritoras de 25 años porque se arriesgan, tienen la posibilidad de que les vaya bien muy rápido. Cosa que a mí no me pasó. Yo pude escribir prácticamente en el anonimato, mínimo 10 años. Y a veces, Levrero me decía: “Un reconocimiento muy rápido te puede arruinar”, pero el hecho es que yo no tuve opción. Yo fui ganando lectores poquito a poquito, empecé publicando en editoriales muy chiquitas, independientes y de alguna manera eso me dio la solidez de decir: “¿Yo por qué escribo? ¿Por el éxito, por la visibilidad, por los viajes? ¿O porque quiero? Porque quiero”.
¿Has visto también un cambio en la manera de narrar a la mujer?
Sí, porque nos estamos narrando. Entonces eso tiene que producir un cambio. Siempre se ha narrado a la mujer, pero hay una diferencia entre ser narrada y narrarte, narrarnos.
Yo no creo, por supuesto, que solo se pueda escribir desde tu experiencia femenina. Creo que todos podemos escribir personajes, y me parece que hay que tener cuidado en no dictaminar que solo se puede escribir desde la experiencia de tu cuerpo. Por supuesto que siempre es más interesante, para mí, ver la escritura de ese cuerpo desde la experiencia, pero estoy abierta a otras lecturas también. Cualquiera puede escribir cualquier personaje, pero lo que cambia es que hay diversidad. Lo que cambia es que vos podés decir “tengo toda esta diversidad de miradas sobre la experiencia del cuerpo femenino, o feminizado, y puedo leerlas todas”. Antes solamente se podía leer una cosa.
¿Vos escribís cuadernos o documentás tu vida de alguna forma?
No, he intentado, pero no tengo constancia. No me llama tanto la escritura autobiográfica, me canso un poco del trabajo autorreferencial. Siento que me interesa más la ficción porque con la imaginación puedo salir a lugares más interesantes que mi propia vida.
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Mauricio Rodríguez
¿Por qué la mujer de El monte de las furias no tiene nombre?
Me interesaba que no tuviera nombre justamente para ver cómo es nombrada por los demás. El celador le dice “mujer” y luego hay muchas otras maneras de nombrarla: “la montañera” —que puede ser leído despectivamente, porque hablan de ella como “la bruja del monte”—, “la loca“, “la rara”… Todas esas son formas de llamar a la mujer, y me parece que esos epítetos quedaban más en relevancia si ella no tenía nombre.
Esta novela se corre del paisaje citadino y uruguayo, que era el que acostumbrabas a escribir, hacia el paisaje de montaña. ¿Cómo fue trasladar tu literatura hacia ahí?
Lo sentí bastante natural. Yo lo asumía como un desafío, pero realmente no fue lo que me costó porque mis paisajes siempre están completamente impregnados de la interioridad del personaje, casi como si el adentro y el afuera fueran lo mismo. Entonces este paisaje que yo estaba construyendo era casi como construir a mi protagonista, a las dos protagonistas: la montaña y la mujer. No me preocupé por construir el paisaje de una manera hiperrealista. Eso te libera. Pensé en un paisaje que fuera prácticamente un reflejo de la intimidad de esta mujer y un paisaje en el que lo hostil podía entenderse como bello. Lo salvaje también puede entenderse como bello. Yo no pensaba en la dicotomía hostil igual feo y jardín igual lindo. Quise romper estas dos miradas que son completamente culturales y que tal cual como son aprendidas las podemos dinamitar, podemos construir otras asociaciones de belleza. Así como podemos cambiar también la mirada de qué es bello con respecto al cuerpo, que es completamente cultural. Sabemos que en otras épocas, lo que ahora es lindo antes era feo. Lo que era feo ahora es lindo. Entonces, esas son todas nociones aprendidas que me interesaba poner patas arriba, cuestionar. Y construir estas protagonistas que pueden ver lo lindo en un charco… Me servía su mirada para cuestionar esas cosas.
Si bien la protagonista piensa y trabaja mucho con las palabras, también hay algo muy fuerte con el silencio, ¿no? ¿Por qué el silencio tiene tanto peso en la novela?
El silencio siempre ha tenido mucho peso en todo lo que he escrito. Trabajar activamente con lo que no se dice y con los silencios siempre ha sido parte de mi poética. Siempre he trabajado con una cantidad de sentidos que no están dichos pero que están. Pero acá, además de que trabajo evidentemente con eso, pude abordar el silencio de otra manera, no tanto desde esos sentidos que quedan ocultos, sino que realmente pude pensar en torno al silencio. Pensar en el silencio del paisaje mismo, o el silencio de la soledad absoluta en la que ella está cuando queda aislada o cuando pasa días sin hablar con nadie. Había distintos silencios. Y también pude pensar en lo que rompe el silencio, en el sonido de las palabras y los sonidos de la naturaleza. Cómo son y cómo suenan esos sonidos. En realidad, no existe estrictamente el silencio en sí, porque ya el simple hecho de que estés vivo hace que esté el sonido de tu corazón. Me parece fascinante.
Esta es una novela de muchas cosas, que tiene muchos grandes temas. Pero uno de los grandes temas que sobresale, para mí, es el tema de los cuidados y de la fractura que hay a veces en los distintos vínculos. ¿De dónde nace tu interés por poner arriba de la mesa el tema de los cuidados?
Me viene interpelando desde hace rato. Supongo que todo siempre está relacionado con mis propias vivencias y cosas que me preocupan y que siento en relación con el mundo. Y en general noto una ausencia de cuidado y una exacerbación de un individualismo muy extremo. Y en este sálvese quien pueda, vamos todos a la ruina.
En este momento, me interesa pensar en los cuidados por fuera de los vínculos biológicos, pensar a partir de una ética del cuidado que sea más amplia y que pueda derramarse hacia los demás. La solidaridad ha menguado, pero cuando ves momentos de solidaridad… Esos son los momentos, para mí, de más esperanza y de ver el lado luminoso del ser humano. En la pandemia, que yo la viví en Colombia, así como hubo falta de empatía, también hubo muchas otras personas que sí salieron a ayudar. Me parece que está bueno también ver eso para no caer en el pesimismo total. También para ver un lado de la naturaleza humana que existe, es real y que está ahí, pero con el que se ha perdido el contacto.
A mí me gusta mucho Donna Haraway y todo lo que ella plantea acerca de una ética del cuidado, de pensar los cuidados como una vía para reconstruir el tejido social, pero esos cuidados tienen que ir hacia los otros animales, hacia el medio ambiente, hacia las plantas, hacia los árboles, hacia los ríos… Tal vez mi horizonte utópico es pensar que todo lo vivo, y el medio ambiente incluido, sea sujeto de derecho. Esas son mis propias reflexiones y pensamientos filosóficos, políticos y humanos. Y en los libros no se puede hacer activismo, o sea, la literatura no es el lugar para hacer activismo, pero sí se cuelan un montón de intereses y sí me interesa como escritora decir “¿cómo puedo pensar una representación del medio ambiente y de la naturaleza más acorde a los tiempos en que vivimos?”. Quiero darles protagonismo a las otras vidas no humanas, por lo tanto quiero que la montaña sea protagónica, porque yo sí creo que desde la literatura y desde el arte en general transformamos paradigmas. Parece inútil lo que hacemos, y no va a cambiar el mundo de la manera que lo podría cambiar un gobierno, pero es desde la literatura que empezamos a pensar en mundos posibles; es desde el arte que empezamos a imaginar posibles utopías o distopías, que también sirven como señal de alerta. Y bueno, esta es mi búsqueda… tratar yo misma de pensar un relacionamiento con el entorno más horizontal, en el que mujeres y montañas estén en el mismo lugar.