—Están en el camino hace mucho más tiempo que nosotros...
—Sin dudas. Siempre me fascinaron mucho las historias de Marco Polo, la pólvora, los tallarines, los gusanos de seda de contrabando adentro de cualquier cosa. Me hacía mucho la cabeza pensar en cómo es que te surge una idea. La inspiración a veces viene sola en esos momentos mágicos increíbles. Si me agarra justo con la viola en las manos, es divino. Pero la mayoría de las veces hay que ir a buscarla, hay que cruzar desiertos y atravesar tormentas para encontrarla.
—¿Acá en este cuarto te largás a la ruta a buscarla?
—Sí, por lo general es acá. Muchas veces implica primero domar las fieras del pensamiento, es un laburo interno muy profundo poder alinearse con uno mismo, poder introspectar sin interferencias y lograr tener esos momentos preciados. En estos tiempos de hiperconexión es muy difícil. Las pantallas lo invaden todo. Apenas te despertás agarrás el celular, antes de levantarte, y ya se te abrieron 30 ventanitas en la cabecita. Es tremendo. Y ahí comienza esa mentira de que hay que aprovechar el tiempo. Hiciste 300 cosas y quedaste medio devastado. Cada tanto me hago el tiempo de salir a caminar y dejar el teléfono en casa. Pero realmente hay que hacer un esfuerzo. Y las nuevas generaciones están hasta las manos con esto.
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Nicolás Ibarburu presenta La ruta de la seda el sábado 14 en Sala Zitarrosa
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—¿Cómo fue el proceso en el que el concepto ruta de la seda pasó de esa canción a todo el disco?
—Primero fue la canción, que también es una canción de amor nacida en medio de la pandemia, un amor que no llegó a buen puerto, pero por lo menos dejó la canción. Esa canción es la sensación y las ganas de ir a buscar algo muy querido, que es muy lejano, casi inalcanzable. En esa conferencia de Borges, que es increíble, me enteré de que la idea del sol naciente, eso de que el primer sitio por donde sale el sol (según los husos horarios) es el que está más al oriente, porque la palabra oriente viene de el oro del sol. Si vos partís de España hasta el final de Siberia y llegás a Japón, en todo ese largo camino siempre vas a ver el sol que nace desde Japón, al que le dicen “el país del sol naciente”, y tiene el sol rojo en su bandera. La canción habla de todo eso. La letra dice: “La bendición de tus ojos / Tus ojos nacientes / Su melodía en acordes / Oro y seda en el Oriente”. Es una canción de amor a una persona y de amor a la inspiración. Por eso me gustó para bautizar el disco.
—En el disco hay varios cantantes invitados, entre ellos tu hijo Valentín, pero la mayoría son mujeres. ¿Sentiste que estas canciones se completaban con la voz femenina?
—Hay canciones que me gusta cantarlas yo, son mi huella digital. Pero muchas veces me imagino otras voces cuando las estoy componiendo. En La ruta de la seda canta Eileen Sánchez, una cantautora cubana que vive en Montevideo, que tiene algo medio asiático en su cara. Fue mi compañera en estos últimos cuatro años y lo de “los ojos nacientes” tiene que ver con ella. En Aparecido canta Nadia Larcher, que es una cantante catamarqueña maravillosa. Es la primera vez que me aventuré a hacer un huayno (estilo folclórico del norte argentino en el que está compuesta, por ejemplo, Si me voy antes que vos, de Jaime Roos), y cuando la estaba haciendo ya veía que era para Nadia, ya la escuchaba en mi interior. Es una especie de encarnación de Mercedes Sosa, esa voz de la montaña, una voz poderosa, con gran profundidad. Disfruto mucho de las texturas de las voces de otros lugares. Me parece que enriquecen el concepto del disco, esa interconexión de mundos.
—¿Cómo se llamaba tu papá?
—Orlando Ibarburu. Le decían el Ruqui.
—¿Cuál es su parentesco con los Magnone?
—Son primos hermanos. Estela, Alberto y Daniel son Magnone Ibarburu, son tíos segundos míos.
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—¿Su influencia fue algo así como la primera estación de esa ruta de la seda?
—Él no se dedicó a la música profesionalmente, laburaba de otra cosa, pero amaba la música muchísimo. Tocaba muy bien la guitarra, tocaba cosas clásicas, su maestro de viola fue Oribe Dorrego y le enseñó a tocar Villa-Lobos. También le gustaba mucho el tango. Sabía mil tangos. Para cualquier situación tenía un tango o una frase de un tango que calzaba justo. Eso me marcó fuerte. A través de él conecté con el tango y por eso armamos el trío Los Cigarros, con Ney Peraza y Tití Fontes (trío que sigue en actividad). Después empecé a estudiar con Julio Cobelli, que es un tremendo maestro de viola, y empezamos a tocar mucho con Guzmán Mendaro y Poly Rodríguez, que son nacidos en 1975 como yo. Hay algo muy simbólico: Julio nos lleva a nosotros la misma cantidad de años que le llevaba Mario Núñez a él. Siempre nos lo recuerda. Hay una canción que habla de todo esto en mi disco Casa rodante, que se llama Navegantes. Una vez, cuando era niño, mi viejo me llevó a la casa de su maestro de guitarra, que estaba entre unos sauces, en San José de Carrasco. Dorrego estaba muy mayor y mi viejo tocó una canción. Y por eso la letra dice: “El alumno tocó, el maestro escuchó”. Esa imagen me quedó grabada a fuego.
—¿Tu viejo fue el primero que te enseñó guitarra?
—Sí, fue el primero. Después aprendí con mis primos Ernesto y Germán Mazzei, el Momia, guitarrista de Chicos Eléctricos. Todo muy dentro en la familia. En La ruta de la seda hay una milonga que tiene mucho que ver con mi viejo, llamada La lontananza naranja. Mi viejo era muy candombero y amigo de Jorginho Gularte, que nos enseñó a tocar el tambor piano.
—¿Por qué tus amigos más cercanos te dicen el Feria, un apodo que no trasciende a nivel artístico?
—Ese fue Nico Arnicho (ríe), que era amigo de Malvín, donde nos criamos, y es muy bautizador, un apodo de barrio. Me lo puso porque yo era muy efusivo, llegaba y me ponía a hablar a los gritos, parecía que estaba vendiendo cosas en la feria (ríe). En esa época yo era el que conseguía los toques, congregaba mucho, armaba fiestas en todos lados, y por eso me puso el Feria. Después me fui quedando más tranqui, con los años.
—¿Cómo se repartieron los instrumentos con tus hermanos Andrés y Martín cuando estaban aprendiendo?
—Eso fue bastante pintoresco. De chicos, los tres fuimos a estudiar guitarra con nuestro primo Ernesto. Aprendíamos cosas del estilo de Zamba de mi esperanza, canciones francesas de Jacques Brel, cosas populares en ese momento. Cuando teníamos nueve años, mi primo Germán compró una batería y Martín quedó enloquecido. A la cuarta clase de guitarra se pasó para la batería, pidió una bata para Reyes, la fue armando por partes. Seguimos con la viola un tiempo más con Andrés, competíamos mucho a ver quién sacaba primero una canción y nos ocultábamos la data (ríe). A los 12 mi viejo me compró mi primera guitarra eléctrica y un amplificador. A los 13 nos salió el pique de tocar en un cumpleaños de 15. Vino otro violero, entonces éramos tres guitarras, Gustavo Montemurro, que también estaba en la barra, en el teclado, y alguien trajo un bajo viejo y pesadísimo. El único que tenía la fuerza para agarrarlo era Andrés, que es dos años mayor que nosotros. Ese día Andrés se colgó el bajo y se copó. Poco después se mandó hacer uno con un luthier de apellido Martínez. Ahí fue que nos bifurcamos. Y todo con el apoyo enorme de mi vieja, ídola, que nos bancó que empezáramos a ensayar en el sótano de la calle Gallinal, donde vivíamos.
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—¿Tu vieja es música?
Tenía un acordeón a piano pero nunca se enganchó mucho. Sí nos influenció con sus gustos musicales. Le gusta Roberta Flack, por ejemplo. Chico Buarque, María Bethânia, todo ese mundo, los sigue escuchando hasta hoy. Venimos de una familia llena de música. Los 24 y los 31 siempre se arman cantarolas divinas. Mis tías, las hermanas de mi viejo, cantan hermosamente y, junto con mis tíos, que tocan la viola, hacían un cuarteto espectacular, cantaban Zitarrosa, Los Olima, Sampayo. Todo el mundo cantaba o tocaba algo, un piano, un teclado, la percusión. Temas que se volvían las canciones de la familia y que van pasando de generación en generación, desde nuestros abuelos a nuestros hijos y sobrinos. Este año cumplí 50 años y tengo 50 años de cantarolas.
—Casi al mismo tiempo, en otro sótano de la calle Gallinal se fogueaban los Buenos Muchachos...
—¡En la misma cuadra! El sótano de la casa del Topo Antuña. Eran nuestros referentes, eran un poco mayores que nosotros. Otro palo. Tenían todo el sótano empapelado de pósteres de bandas. Estaba buenísimo. Malvín siempre fue un barrio muy musiquero, muy playero, lleno de músicos. Les pedíamos el parlante a unos amigos que tocaban en otra banda y andábamos con el parlante apoyado en un skate de un lado para el otro por las calles. Tengo la imagen de ir bajando con el parlante en el skate por Verdi hacia la rambla.
—Ustedes se coparon con The Police, una de las bandas que más influyó en el rock uruguayo...
—Sin dudas, escuchás a Galemire o al Jaime de esa época y se nota clarísimo. La rítmica de Víctor Nattero, el violero de Los Traidores. Andy Summers (el guitarrista) marcó el sonido de esa época. A los 14 años nos empezamos a ir en los veranos a Punta del Este. ¡Unos inconscientes! Nos quedábamos en el apartamento de un amigo del barrio. Durante tres veranos seguidos tocábamos a la gorra en Gorlero y la 26, al lado del cine Fragata. Esa fue nuestra primera banda, Si Tres, solo hacíamos covers de The Police. Yo en guitarra, Martín en la batería, Andrés en el bajo y Nicolás Sarser, tremendo cantorazo, con quien después volvimos a compartir en Sankuokai, una de las varias bandas que armamos. Tocamos muchísimo en esos años, recorrimos mucho el interior, nos llamaban de todos lados, de todas las fiestas, desde Dolores a Rocha. Con Si Tres solo grabamos un demo con Daniel Báez. Después vino Larmossa Banda, otra banda que armamos para tocar pop y rock, ya con temas nuestros.
—¡Tuvieron 50 bandas!
—Primero fue Larmossa Banda y después Pepe González, que es el grupo que armamos con Fede Righi y con el Monte (Gustavo Montemurro), con el que empezamos a flashear con la música instrumental. Weather Report, Miles Davis y esa onda. Martín estudiaba batería con Osvaldo Fattoruso y cuando teníamos 17 años nos llamó Rada, que nos había visto y entonces antes de ser mayores de edad tocamos con Rada y Osvaldo. Y fue a través de Pepe González que hicimos la conexión con Jaime Roos, a mis 19 años. Natalia Piedra, hija de Estela Magnone, le mostró un casete de Pepe González a Estela Magnone, y ella se lo hizo escuchar a Jaime. Tocábamos seguido en Clave de Fu, el boliche de Fernando Torrado, y un día nos llamaron para un festival de música instrumental en el Solís y antes de subir alguien nos dijo: “Jaime Roos está en el público y vino para escucharlos a ustedes”. Flasheamos. Meses después nos llamó y nos invitó a tocar en su banda. Se nos cayó la pera. Ahí nos cambió el camino. Gracias a Jaime redescubrimos la música uruguaya. Jaime nos hizo conocer el Mateo solo bien se lame. de ahí fuimos a El Kinto, Totem y todo lo que había pasado. Y ahí entendimos de dónde venía la mano. Mateo y Opa nos volaron la cabeza a los 20 años. Nos sedujo esa mística. Estaba todo ahí. Años después se me abrieron oportunidades de laburar en Argentina, pero sentí muy fuerte la falta de esa sensación de pertenencia que me había dado el candombe beat. Por eso nunca me quise establecer allá.
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—¿Cómo se dio tu salto a la escena argentina?
—Fue gracias al Flaco Villavicencio, productor del disco Black, de Rada, que fue grabado en Circo Beat, el estudio de Fito Páez. Yo arreglé tres temas en ese disco. Malvín, un reggae hermoso, es uno de esos. Black es uno de mis discos favoritos de Rada. Así fue que me llamó Fito y estuve casi tres años en su banda. Después tuve la inmensa suerte de colaborar con Spinetta. Me llamó para grabar tres temas en su disco Un mañana y después lo invité a cantar uno en Anfibio, mi primer disco solista. Me prestó su estudio para mezclarlo, le voy a estar agradecido en todas las vidas posibles. Después, a través de Francisco Fattoruso, lo conocí a Dante Spinetta y terminé tocando en Ilya Kuryaki. Esos vínculos se multiplicaron y me llevaron a tocar con muchos músicos argentinos más.
—¿Cómo recordás las grabaciones con el Flaco Spinetta?
—Eso fue una bendición. Fue un anfitrionazo. Cocinaba pizza, hacía mate y conversábamos mucho de música. A él le había gustado mucho una canción mía que me había escuchado. Me invitó a su estudio, me mostró las canciones y me dijo: tocá lo que quieras. Y así lo hice. Después, al productor de mi disco, Nico Cota, se le ocurrió invitarlo. A mí no me daba la cara (ríe). Le mandé un mail y dijo que sí de una. Un día agarró mi guitarra y me pidió que eligiera una canción, que la iba a tocar para mí. Le pedí El cisne y Ganjes. Fue algo muy hermoso. El Flaco está muy presente en mi tema Brújula, que canta Julieta Rada; está en esos acordes, en parte de la letra.
—Otra participación es la de tu hijo Valentín, que está pisando firme con Valuto, su proyecto solista.
—Él canta conmigo desde siempre. Tengo grabaciones en mis temas de cuando era muy chico. En mi disco Casa rodante grabó un tema, Navegantes, con nueve años. Y ahora, con 17 años, volvió a grabar. Su camino ha sido muy natural. Siempre vibró con la música. Siempre cantaba, componía canciones, improvisaba. Nos veía ensayando y le brotaba en forma intuitiva. Agarraba las violas, se sentaba en la bata, siempre quería participar en los ensayos de mis discos y de los de Julieta. Y la verdad que de chico siempre tiraba buenas ideas, siempre tuvo facilidad para la improvisación vocal y por eso se volcó para el freestyle. Más de grande sí lo atomicé bastante pasándole acordes en la viola. Lo lindo es que él nunca sintió una presión de mi parte, creo que logré eso, no condicionarlo, que él no sintiera la música como una carga. Está encontrando su camino como cantante y compositor, y además toca la viola.
—¿Cómo percibís esa mezcla de rap, trap y hip hop, esa música urbana que predomina en su generación?
—Ha cambiado mucho y muy rápido la música en estos últimos años. Evidentemente, al principio me costaba mucho porque vengo de otra sonoridad, otra escuela. A alguien de mi generación le puede parecer que suena todo igual, pero a través de él fui descubriendo los matices y los empecé a valorar y a disfrutar. Ahora apareció esta especie de piedra de Roseta que son Ca7riel y Paco Amoroso, que unieron generaciones. Nos tradujeron a los viejos toda esta nueva música, muy bien tocada.
—Son los nuevos Kuryaki...
—Claro, bueno, en su momento, hace 25 años, Illya Kuryaki significaron eso para los viejos rockeros argentinos, que entendieron lo nuevo a través de ellos. Juntaron mundos musicales con una contundencia y una belleza enormes. Y ahora estos pibes la están rompiendo en todo el mundo. Entonces ahora con Valentín hemos logrado escuchar lo mismo y gozarlo a la par. Tenemos otros puntos de encuentro, como Bruno Mars, por ejemplo.
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¿Cómo se cocinó su participación vocal en La ruta de la seda, en la canción Distancia, que tiene cosas urbanas pero también jazzeras?
Es una canción de desamor, o sobre el final de un amor, cuando se hace necesaria la distancia. Cuando Valen cumplió 11 años nos fuimos de viaje a Londres, estuvimos como un mes en la casa de un amigo, conocimos mucho, y fue ahí que hicimos esa canción. Yo la compuse y él la cantaba, en simultáneo (ríe). Yo la había hecho como una chamarrita y él me insistía con que tenía que hacerla rock. Le hice caso y me gusta mucho más. Fue un lugar de encuentro creativo para los dos. Su canto ahí es alucinante, por momentos le mete el sello urbano y por momentos le mete un fraseo más jazzero.
—Mencionaste a Borges y tenés un libro de Manuel Mujica Lainez en el escritorio. ¿Sos muy lector?
—Sí, siempre ando con más de un libro entre manos. Mujica Lainez es hermoso, una bestia como escribe, era muy amigo de Borges. Me gusta mucho su estilo de ficción histórica, cómo narra en estos cuentos la época colonial. Es una delicia de leer. Hace poco me copé con Seda, de Alessandro Baricco, que me inspiró mucho para el disco. Es impresionante. Me gusta leer libros sobre ciencia, sobre plantas, por ejemplo, y en los últimos años le entré fuerte a los clásicos. Leí Don Quijote por primera vez y me di cuenta de la increíble cantidad de referencias que uno tiene de ese libro sin haberlo leído. Por ejemplo, gran parte de Les Luthiers. Es alucinante entender el español antiguo y ver de dónde vienen las palabras. O darse cuenta de que todo lo que parece nuevo ya estaba hace 500 años. El concepto del antihéroe del Quijote es deslumbrante.
—Cuando estás haciendo un solo de guitarra, ¿podés establecer un vínculo entre la poesía y la música?
—Me encanta encontrarle un desarrollo, un hilo conductor a los solos que hago. Como en un buen cuento, está bueno presentar los personajes y los elementos y después irlos desarrollando. Me gusta mucho crear una narrativa del solo. En ejercicios con mis alumnos les propongo que se limiten a dos notas por acorde, y después vamos sumando notas hasta que abrís la canilla completa. Eso genera una narrativa, primero te presento los personajes y después los dejo volar. En el jazz, por ejemplo, es como en el amor. Si jugás todas juntas las cartas y te querés tirar a la cama desde arriba del ropero, lo más probable es que no funcione. Cuando estoy haciendo un solo, siento que se juntan los sueños con la vida real. Paso para el otro lado. Como decía Miles, hay que estudiar para incorporar elementos y en el momento de la improvisación olvidarse de todo. En esos momentos intento apagar la mente, entrar en un estado de meditación y dejar que aflore la música, soltar, ser un canal de expresión interior antes que una máquina que fabrica notas. Siempre estoy intentándolo, algunas veces me sale mejor que otras.