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    El buey solo

    N° 1956 - 08 al 14 de Febrero de 2018

    Si volviera a nacer sería viajera. ¿Qué significa ser viajera? No puedo definir el término con exactitud y, si alguien me forzara a precisarlo, se me plantearía una serie de preguntas. ¿Buscaría un trabajo que implicara viajar? ¿Viajar sería mi trabajo? ¿Trabajaría? ¿Qué lugar ocuparía la escritura en esos viajes? 

    La verdad es que no lo sé y tampoco me preocupa. La partida está avanzada y es tarde para esas conjeturas. Alcanza con saber lo que sería en caso de una segunda oportunidad en la vida porque esa certeza refuerza mis convicciones acerca de mis gustos y me alienta a ir tras ellos. Con esto quiero decir que nada me hace más feliz que un viaje y agradezco a mi profesión la posibilidad que me ha dado de conocer algo del mundo. Claro que para una viajera insaciable nunca será suficiente, pero confío en que aún quede bastante tiempo. 

    Por distintos motivos hice algunos de esos viajes sola. La particular circunstancia jamás me detuvo; ni siquiera me planteó dudas al momento de decidirme. Surgida la posibilidad del viaje, no vacilé en hacerlo y debo decir que no recuerdo haber tenido malas experiencias. Siempre supe que era un privilegio estar en lugares que había visto en películas o láminas, lugares que muchísimas personas nunca tendrían la oportunidad de visitar. Agradecí cada vez que estuve ante obras de arte admiradas durante tanto tiempo. Sentirme a centímetros de la tela que habían tocado Rembrandt, Klimt o Monet me ha estremecido hasta las lágrimas. 

    Cuando el viaje obedecía a una invitación para asistir a una feria literaria, un encuentro de escritores o la presentación de uno de mis libros, sentía un enorme orgullo y recordaba los antiguos días de frustrantes maratones editorial tras editorial, manuscrito en mano, en busca de quien quisiera publicar mis textos. Saber que los libros me habían llevado hasta allí consolidaba mi vocación y me daba impulso para continuar. 

    He disfrutado los viajes. Algunos más que otros. Todos sin excepción en alguna medida. No me estresan los aeropuertos ni me asustan las turbulencias. Agrandaría, si pudiera, el espacio entre los asientos, pero es una molestia menor comparada con el placer que me produce estar en vuelo. Pruebo comidas típicas aunque luzcan sospechosas, voy a los sitios obligados y también entro a lugarcitos no incluidos en itinerarios turísticos, observo a la gente, huelo, busco historias que más tarde volcaré a las letras. Estudio antes y armo álbumes a la vuelta. Me encantan los preparativos tanto como el regreso. 

    Viajar solo no está mal cuando uno elige hacerlo. Si, a punto de emprender un viaje en solitario, alguien me pidiera consejo, lo alentaría con todas mis fuerzas. Aunque no le ocultaría algunas sombras que quizá fuera a encontrar en su camino. Y es que la soledad es hermosa cuando nos da el aire de la independencia y nos permite la paz del silencio, la instancia imprescindible para la introspección y el autoencuentro. La soledad como compañera de viaje nos dispensa de perder minutos preciosos de espera a los rezagados, irritantes consultas para decidir si mejor las tiendas o un museo, qué comer y dónde, en fin, que el buey solo bien se lame y el viajero solo bien se mueve, nunca mejor dicho. Pero hay momentos en los que la soledad duele y pesa. 

    Un musical en Broadway y esa canción divina que siempre nos ha gustado, ver actuar a Jeremy Irons en un teatro londinense, ser parte de una procesión de Semana Santa en Sevilla o caminar sobre la interminable cicatriz de la Gran Muralla china, navegar por los canales de Venecia, escuchar violines bajo las estalactitas de las cuevas del Drach o el trueno de un glaciar al romperse, trepar hasta los monasterios de Meteora o perderse entre las chimeneas de hadas del desierto de Göreme, dejarse hipnotizar por La rendición de Breda, Vista de Delft o Las bodas de Caná. Nada de eso se vive a pleno cuando se está solo. 

    La extrema belleza abruma, requiere la presencia de otro con quien compartir esa conmoción interna. No tener una compañía resulta en algunos casos un disfrute a medias. Necesitamos decirle a alguien lo que estamos sintiendo, intercambiar ideas. Necesitamos descargar la intensa emoción del goce estético. No es lo mismo contarlo más tarde. El instante de máximo placer pide su alivio y no lo encuentra. Es entonces cuando la soledad más se siente. 

    Viajar solo no está mal, aunque tiene sus puntitos de tristeza. Mejor evitarlo, si se puede. Pero ¡cuidado! Que la compañía valga la pena. Si no la tiene, apriete los dientes y emprenda por las suyas. No sea que, por tapar un agujero, agregue un clavo a su maleta. Cuando la soledad no es elegida, hay una sola cosa peor que ella. Y es que una mala compañía de viaje puede resultar una tortura capaz de arruinar hasta el más sublime de los momentos.

    ?? La huella de Claudio