“Cuando una ley afecta gravemente un derecho individual de esa magnitud y jerarquía, cualquier integrante de nuestra sociedad tiene legitimación para defender su interés directo, personal y legítimo por vía de acción y solicitar la desaplicación de las normas legales violatorias”, abunda.
La ley, dice Ramírez, “constituye una herramienta hábil y eficaz para vulnerar uno de los derechos fundamentales más arraigados en la tradición jurídica y cultural de nuestra sociedad” por cuanto su “utilización por parte del grupo o partido político que en cualquier momento histórico acceda al ejercicio del Poder Ejecutivo, significa el mayor riesgo que debemos enfrentar de aquí en más para proteger y conservar una verdadera democracia”.
“La sola sanción de la ley, provoca, de por sí, una limitación grave al ejercicio de la libertad de expresión y comunicación del pensamiento, generando la autocensura espontánea del comunicador” porque “la amenaza de corrección a los medios” contempla “una desmesurada discrecionalidad del regulador para sancionar severamente aquellas conductas que (…) considere inapropiadas y, por ende, ilícitas”, expresa.
Según el ex gobernante, “la ley refleja el pensamiento de quien dogmáticamente se considera árbitro de la moral pública e infalible hacedor material del discurso práctico racional, lo que lo lleva, inevitablemente, hacia la inhibición del pensamiento contrario”.
Ramírez va más allá. Dice que “ese afán usurpador nace en la creencia antiliberal de que la mayoría se encuentra legitimada para señalar cuál es el modelo humano perfeccionista y luego custodiar su realización”.
Agrega que “todas las posturas ‘perfeccionistas’ rechazan el principio de neutralidad moral del liberalismo, que sostiene que las reglas morales deben ser autónomas con relación a las posturas sobre ‘lo bueno’ que puedan tener individualmente los seres humanos”.
Los constituyentes, precisa Ramírez, tuvieron desde 1830 “la clarísima percepción” de que había que custodiar especialmente la libertad de expresión y por eso existe hasta hoy el artículo 29 de la Carta. “No hay norma más libertaria en todo nuestro sistema jurídico que esa”, sostiene.
El artículo 29 dice que “es enteramente libre en toda materia la comunicación de pensamientos por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgación, sin necesidad de previa censura; quedando responsable el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”.
Ramírez opina que la ley impugnada “viola groseramente los principios y el texto del artículo 29 (…), creando un sistema coercitivo asfixiante que entrega la plenitud de las facultades y poderes al más riesgoso de todos los protagonistas: el partido político gobernante, a través del Poder Ejecutivo”.
“Si se lee con detenimiento toda la ley, desde el artículo 1º en adelante, se advierte que el legislador va estableciendo diferentes reglas coordinadas que convergen todas hacia un mismo fin: limitar la libertad de expresión y comunicación del pensamiento —en todas sus áreas— para restringirlo exclusivamente dentro del ‘modelo’ oficial de comunicación que determine el Estado regulador, al que la ley llama ‘política nacional de servicios de comunicación audiovisual’”, advierte.
Para probar su conclusión, Ramírez señala que la ley prevé que la autorización o licencia para emitir esté “sujeta a un ‘proyecto comunicacional’ aprobado” por el gobierno. “La Administración —discrecionalmente— determina cuáles son los temas, los horarios y las frecuencias diarias, semanales o quincenales de emisión que a cada empresa se le aprueban” y puede establecer “cuántas horas totales y en qué días y horarios, el público en general, globalmente considerado, podrá acceder a noticieros nacionales o extranjeros, a programas religiosos, o programas de información cultural, o programas de entretenimiento, musicales, comedias o dramas, deportivos, infantiles, de reproducción fílmica, de discusión política, de análisis económico y, dentro de cada uno de estos temas, cómo deberán encararse y si debe ser con materiales nacionales o extranjeros”.
De acuerdo con la ley, añade Ramírez, “el Estado puede y debe como poder-deber estructurar el modelo perfeccionista de comunicación pública para lograr el modelo perfeccionista de ser humano que se pretende”.
La “llave de la censura” prevista en la ley es, según el ex ministro, el “proyecto comunicacional” que el Estado debe aprobar para cada medio de comunicación. “Solo el Estado regulador puede autorizar una modificación del ‘plan’ aprobado”.
“El requisito de la presentación necesaria de un ‘proyecto comunicacional’, que se transforma en obligatorio —bajo amenaza de cese de la autorización para emitir o de otras sanciones muy graves— es ni más ni menos que una forma elaborada pero inequívoca de ‘censura previa’, donde el censor no solamente establece lo que está prohibido, sino que, además, de modo mucho más eficiente, invierte la regla: únicamente se puede y se debe emitir lo autorizado previamente por él”, explica.
La ley establece en muchos de sus artículos “un conjunto de obligaciones tanto positivas como negativas —esto es, estableciendo o bien contenidos necesarios, o bien contenidos prohibidos— cuyo incumplimiento por acción u omisión puede acarrear graves sanciones, llegando a la prohibición de emitir”.
Más profundamente, Ramírez alerta que la ley “constituye no solamente una violación a las disposiciones constitucionales citadas, sino también a los principios filosóficos-políticos que son el cimiento de nuestra nación como sociedad jurídicamente organizada”.
El abogado advierte contra el “modelo comunicacional oficial” que la ley crea, el cual afecta, simultáneamente, “el interés de los destinatarios de las emisiones de los medios de comunicación”, “el interés de las empresas de comunicación” y “el interés de los particulares —personas físicas o jurídicas— que pretenden hacer uso de alguna forma de comunicación a través de los medios instalados”.
Una de las previsiones de la ley determina que “los servicios de comunicación audiovisual son industrias culturales, portadores de informaciones, opiniones, ideas, identidades, valores y significados”. Pero Ramírez afirma que “las ‘informaciones’, ‘opiniones’, ‘ideas’, ‘identidades’, ‘valores’ y ‘significados’ emitidos no pueden responder a una partitura sinfónica (‘la política nacional’ y ‘los proyectos comunicacionales’) ni pueden tener un director de orquesta (el Poder Ejecutivo) y esta ley se los impone de la peor forma”.
El ex ministro recuerda que los gobiernos que tienden al totalitarismo no apelan a la fuerza bruta y al terror sino que “consiguen instalar una corriente de pensamiento que los justifique y les adscriba adeptos, que comulguen de los mismos criterios de ‘corrección moral’ pero, sobre todo, de los mismos criterios sobre ‘lo bueno’, admitiendo que ese objetivo puede perseguirse aun cancelando la libertad de los ‘equivocados’”.
Ramírez dice que “sin llegar al extremo de gobiernos francamente totalitarios, es meridianamente claro que cuando es posible fijar una ‘política nacional de comunicación audiovisual’, que luego se instrumenta en la práctica a través de los ‘proyectos comunicacionales’ de cada medio, desde el gobierno se hace posible entonces influir en los consensos de la sociedad civil, por ejemplo, alentando una mayor laicidad, o desacreditando el ‘consumismo’ en general o de algunos consumos o necesidades que se consideran superfluos o socialmente no deseables (o que el gobierno no desea que se mencionen porque revelarían insatisfacción de sectores de la población)”.
“La cultura —que a la postre genera el criterio moral de la sociedad y de cada uno— se compone de una infinita gama de elementos, por lo que cualquier ‘interferencia’ dirigista, en cualquiera de sus ámbitos, deviene en una desviación patológica. (…) ¿Por qué establecer un ‘plan nacional’ y múltiples ‘programas comunicacionales’, coincidentes y armónicos con el primero, si lo verdaderamente deseable es que las expresiones del pensamiento que se entrecruzan en el ‘discurso’ sean ‘enteramente libres’, esto es lo más espontáneas y lo menos ‘programadas’ posible?”, pregunta.
Ramírez sostiene que “una censura previa no solo se produce cuando el controlador prohíbe algún tipo especifico de información o de opinión, lo que sería una censura descarada, que no es lo usual, pues en general la práctica de los gobiernos no liberales busca disimular la censura con un ropaje más sutil, amigable y, si fuere posible, hasta altruista”.
“La simple posibilidad que la ley otorga de controlar los contenidos audiovisuales a emitir, ya sea individualmente por cada medio radial o televisivo, ya sea colectivamente por la sumatoria de todos los medios —cumpliendo la ‘política nacional’ fijada por el Poder Ejecutivo— implica una indudable forma de timonear la opinión pública y sus consensos morales y políticos”.
De esta manera, “el poder del controlador se hace extremadamente eficiente sobre el comunicador, ya que por el endiablado mecanismo del ‘programa comunicacional’, tiene en sus manos los ‘cordones de la bolsa’ de cada medio”.
“Dios y la Constitución nos guarden de las tentaciones de los guardianes y de las eventuales inclinaciones ‘bolivarianas’ de los gobernantes de turno, pues el modelo instaurado es el paradigma del procedimiento para disimular la censura oficial, bajo el ropaje aparentemente inocuo de una ‘política comunicacional audiovisual’ aprobada por el gobierno y ejecutada solo por empresas autorizadas o licenciadas por este”, ruega Ramírez.
Volviendo al artículo 29 de la Constitución, Ramírez lo desmenuza. Recuerda que la libertad de expresión se aplica “en toda materia” y eso supone “cualquier contenido, no solo de las opiniones políticas en sentido estricto”. Luego, la disposición alude a “cualquier forma de divulgación” y eso “es abarcativo de todo medio hábil para divulgar el pensamiento”. La norma habla de que la libertad de expresión es “enteramente libre”, lo cual prohíbe al legislador limitarla, “aun invocando razones de interés general”. También dice que la comunicación se hará “sin necesidad de previa censura”, lo que Ramírez interpreta como un complemento de “la amplitud de la libertad y la prohibición a limitarla, ni siquiera por ley”. Finalmente, la norma constitucional solo prevé responsabilidades ulteriores, “con arreglo a la ley, por los abusos que se cometieren” y “esto significa que únicamente se puede responder ex post y por “abusos”, no por los contenidos que sean normales a un pensamiento enteramente libre y determinados únicamente por ley”.
El ex ministro cita a Carlos María Ramírez, quien en sus Conferencias de Derecho Constitucional de 1871 ya sostenía que “la libertad del pensamiento es sin duda una sublime garantía política, pero es también y antes que todo, un derecho esencial del alma humana, un atributo personal independiente del mecanismo político, y superior a las formas constitutivas de gobierno”.
Carlos María Ramírez hizo entonces un razonamiento “aplicable a la ley” actual, dictada 145 años después de sus “Conferencias”: “Fuera de la previa censura, hay otras medidas preventivas del carácter de las que paralizan el ejercicio de la facultad a que se aplican, y estas subsisten todavía en algunos pueblos de la vieja Europa. Tales pueden considerarse la autorización oficial para abrir un establecimiento tipográfico o para fundar un diario. Esta es la previa censura disfrazada, y malamente disfrazada, porque se establece no en atención a la naturaleza de un escrito determinado, sino por las presunciones que arroja el personal de la empresa o el diario que se va a fundar. Aunque esas medidas no estén prohibidas, como la censura, por la Constitución, lo están racionalmente por el sentido de las palabras que dicen: ‘Es enteramente libre la comunicación de los pensamientos, etc.’”.
En su escrito ante la Corte, Juan Andrés Ramírez pregunta: “¿No se encuentra una semejanza notable entre la autorización para fundar un diario, asimilada por C. M. Ramírez a la censura previa, y la autorización para emitir —agravada por el ‘proyecto comunicacional’— que impone” la “ley de medios” actual?
“La primera inconstitucionalidad surge ya de la sola circunstancia de que solo pueden ‘comunicar el pensamiento’ por los medios audiovisuales, los sujetos autorizados por el Poder Ejecutivo. ¿Es entonces ‘enteramente libre’? ¿No es lo mismo que calificaba como censura previa Carlos María Ramírez respecto de la autorización previa para editar un diario?”, vuelve a interrogar.
El ex ministro dice que la Convención Americana de Derechos Humanos, en sus disposiciones a favor de la libertad de expresión, “jamás supuso (…) que el Estado podría siquiera intentar arrogarse la potestad de conceder permisos para comunicar el pensamiento cuando no se utiliza la banda radioeléctrica (que es un bien limitado), como, increíblemente, sí lo establece” la nueva “ley de medios”.
Ramírez cree también que la ley viola el principio constitucional de igualdad y discrimina al excluir expresamente de las regulaciones las comunicaciones emitidas por Internet o publicadas en la prensa. E ironiza: “¿Por qué razón excluir de su contribución al bien común a los comunicadores que utilizan plataformas de Internet o papel impreso? ¿Por qué razón liberarlos de todas esas cargas y deberes jurídicos que —de acuerdo al pensamiento que sustenta la ley— se justificarían en razón del interés público? ¿Por qué excluirlos del sistema creado y del plan nacional (que la ley llama ‘política nacional de servicios de comunicación audiovisual’) que supuestamente producirá tantos efectos benéficos como garantistas? ¿Por qué no imponer a la prensa escrita las mismas reglas que hemos resumido?”.
Ramírez advierte que “en su afán por regular desde el poder los contenidos de la comunicación del pensamiento”, la ley instaura “un mecanismo jurídico formal complementario: coloca en cabeza de personas públicas —con exclusividad— algunos modos de comunicación que considera ‘estratégicos’ para su objetivo de dirigir el concierto sinfónico y la partitura de la comunicación global del pensamiento en nuestra sociedad”.
Así, sin los dos tercios de legisladores requeridos por la Constitución, crea “un monopolio a favor de Antel y del Sistema Público de Radio y Televisión Nacional, que ‘serán los únicos habilitados a brindar acceso a infraestructura de transmisión de radiodifusión a titulares de servicios de radiodifusión abierta de radio y de televisión que no dispongan de ello’”.
Y, citando al catedrático Martín Risso, sostiene que “si Antel sigue o incluso aumenta su actividad en televisión o radio (ya lo está haciendo con transmisiones deportivas, Vera TV, etc.), se encontrará en una posición de privilegio frente a sus competidores que no se ajusta a la Constitución. No se puede superar el principio de proporcionalidad. No hay razones de interés general para perjudicar a los particulares en beneficio de Antel”.
Por todo esto, Ramírez enfatiza que la ley “es inconstitucional en la totalidad de sus disposiciones, en tanto como un todo orgánico, y crea un estatuto jurídico aplicable a un grupo de medios de comunicación del pensamiento que cercena una libertad fundamental, protegida por el artículo 29 de la Carta, con especial cuidado y rigor. Ello sin perjuicio de que también viola disposiciones más abstractas, como los artículos 7, 72, 82 inc. 1º y 85 Nº 3, que armonizan con el artículo 29 citado y lo comprenden en sus hipótesis normativas”.
Y solicita a la Corte que declare “la inconstitucionalidad de todas las disposiciones de la ley”.
Periodismo
2015-10-22T00:00:00
2015-10-22T00:00:00