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Dimensiones es un cuento de Alice Munro, la Nobel canadiense que narra una situación de violencia intrafamiliar con derivaciones dramáticas. La trama propone una serie de flashbacks a través de los cuales el lector asiste a la génesis y al desarrollo del proceso que desemboca en un final de pesadilla.
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Recuerdo haber corrido a la computadora apenas terminado el cuento, sin reponerme del estado de amargura en que me había sumido, para escribirle a Teresa Herrera —una mujer que mucho hace por la causa— y decirle que me parecía imprescindible que el texto fuera leído y comentado en aquellos ámbitos donde se trata el asunto. Ese mensaje fue una forma de catarsis que alivió mi angustia, pero no del todo. Aún hoy me estremece recordar algunas escenas. Y qué bueno que así sea. La literatura, cuando es noble en su forma y en su contenido, nos cambia y moviliza. No por ser hijo de la imaginación de la autora el cuento deja de reflejar con dolorosa crudeza una realidad que a todos debería involucrarnos.
Munro relata el horror de una familia ganada por la violencia y expone el mecanismo que supone la progresiva demolición de la dignidad de la víctima hasta casi convencerla de que merece lo que recibe. Poco a poco, pieza a pieza, se construye la brutal ingeniería que obedece a una lógica vil: el golpe tiene una causa que lo justifica. No es un acto aislado, sino una cadena de agresiones que van en aumento hasta instalarse en una normalización perversa que hace lucir la violencia como el estado natural de las cosas.
El primer golpe no viene sin aviso, sino tras un tanteo del victimario que prueba hasta dónde llega y va doblando la apuesta. Se trata, por tanto, de un proceso. La lectura del cuento da un tiempo de asimilación y, una vez superado el impacto, el lector vuelve sobre las páginas para constatar lo que había intuido desde el comienzo, cuando se narran los pormenores del inicio de la pareja: todo estaba allí.
Bajo el título “Noviazgos libres de violencia – 50 días de reflexión” acaba de ser lanzada en nuestro país una campaña que intenta hacernos pensar acerca de la importancia de las primeras etapas de la relación amorosa en la construcción sana o patológica de los vínculos. El noviazgo, entendido como una instancia de conocimiento, durante la cual se forja un proyecto, es el laboratorio de prueba que permite vislumbrar la calidad del futuro que espera a esa pareja. En algunos casos, ciertos comportamientos son indicio claro de que se transita hacia una violencia que estallará en cualquier momento.
Almibarado por una concepción romántica que lo coloca en una burbuja de ensoñación despegada del suelo y hace que se perciba como un estado ideal, el noviazgo resulta para muchos la antesala del infierno. Actitudes que pueden parecer inofensivas, incluso disfrazadas tras la máscara de la protección —el control, la crítica, los celos, solo por citar algunos ejemplos—, deberían levantar sospechas y generar un estado de alerta.
La Organización Mundial de la Salud —cuya página recomiendo no para sorprender, sino para verificar que estamos ante una situación de emergencia— propone que “Son necesarios más recursos para reforzar la prevención de la violencia de pareja y violencia sexual, sobre todo la prevención primaria, es decir, para impedir que se produzca el primer episodio. Respecto a esto, hay algunos datos correspondientes a países de ingresos altos que sugieren que los programas escolares de prevención de la violencia en las relaciones de noviazgo son eficaces. No obstante, todavía no se ha evaluado su posible eficacia en entornos con recursos escasos”.
Bienvenida la iniciativa que nos invita a pensar, a conocernos, a actuar en consecuencia. Solo dos pequeñas observaciones no para enmendar planas, sino para ampliar la reflexión que nos proponen.
En primer lugar, el término noviazgo puede centrar nuestra mirada en los más jóvenes. Y no es justo ni suficiente. Estas etapas de una relación se dan también en adultos y también en ellos puede generarse violencia. Aunque uno crea que se las sabe todas, no está de más permanecer alertas a los cuarenta o a los setenta.
En segundo lugar, claro que la educación es la mejor arma para defenderse. Sin embargo, no alcanza cuando la voluntad de la víctima se quiebra. Esa voluntad está sostenida por elementos socioculturales y por finísimos hilos que incluyen lo afectivo. Se trata de un territorio lábil de sensibilidad extrema que puede ir horadándose con mínimos ataques. Ramitas frágiles que se rompen, sin demasiado dolor ni ruido, sin que nadie se dé cuenta. Hasta que el insulto o el golpe llega. También las personas educadas son víctimas de violencia doméstica. Es posible que reconozcan antes los síntomas, incluso que a nivel racional sepan qué deben hacer para salir del círculo enfermo, pero no siempre tienen la fortaleza.
Sobre todo esto debemos pensar. No poniendo la cuestión lejos ni afuera, sino yendo hacia adentro, aunque dé vergüenza o duela.