N° 2050 - 12 al 18 de Diciembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl final de la dictadura chilena fue largo. Un proceso de transición donde el régimen buscó rescatar todo lo posible, atando su influencia a una Constitución que reconfiguró el país en clave conservadora, con un objetivo político notorio: evitar el ascenso de la izquierda otra vez. Desde mediados de la década de 1970 la élite y su dictadura se preocuparon por instalar la imagen de un modelo exitoso, basado en el mercado y la economía libre y privada. Y así, el acuerdo opositor que ganó las primeras elecciones más o menos libres, integró la estabilidad y el mercado como paradigma, reproduciendo la idea del éxito del modelo.
Luego de cuatro gobiernos consecutivos de la Concertación, el triunfo de las derechas de gestión, con Sebastián Piñera a la cabeza, instaló una propuesta conservadora, presentada como aséptica y distante del pasado oscuro y de cualquier radicalismo. Y parecía que Chile iba a entrar en un péndulo amigable, de sucesiones de un lado al otro del espectro sin mayores traumas. Un toquecito rojo durante cuatro años, darían lugar a una pizca conservadora después. Sin embargo, el modelo guardaba en su trastienda tensiones y dificultades que ninguna propaganda podía ocultar.
Parecía que imagen y datos coexistían con una coherencia irrefutable. Chile compartía con Uruguay los mejores indicadores en pobreza extrema, y con un 16,4% de su PBI en gasto social, compartía la cumbre de ese dato junto con Uruguay y Brasil. El 5% del PBI Chile lo vuelca a educación. En síntesis, la pobreza en general había bajado, y el índice Gini marcaba que del 0,507 de 2002 había mejorado el año pasado a 0,454. Pero hay varios puntos problemáticos y opacos que ni el gobierno de Piñera ni aquellos que en el mundo lo ponían como ejemplo tuvieron en cuenta a la hora de armar sus discursos y sus análisis.
Desde la OCDE a la CEPAL, todos coinciden en que Chile es uno de los países con mayor desigualdad en Latinoamérica. El 1% más rico acapara el 26,5% de la riqueza, en tanto que la mitad de los hogares con menores ingresos acceden solo al 2,1%. Si bien el índice Gini ofrece un panorama positivo, cuando se pone la lupa en su construcción y se lo compara con otras variables, CEPAL llega a otras conclusiones. Entre 2014 y 2018 Chile está entre los países que aumentaron las brechas de ingresos absolutas entre el primer y el décimo decil. Los índices de igualdad disminuyeron, el ingreso del primer decil de la escala creció 0,03 veces la línea de pobreza, mientras que el ingreso del decil más rico creció a 0,36 y 0,59. Cuando se cruzan los datos entre el índice Gini de los más ricos y las encuestas de hogares, Chile debe ser corregido en 10 puntos porcentuales, la mayor de todas las correcciones en América del Sur. El país de Piñera tiene la menor baja de la desigualdad y la brecha y las tensiones son la consecuencia de una política que aumentó el ingreso pero no distribuyó; el orden social heredado desde el pasado no lo hubiera tolerado. La admisión de la primera dama, Cecilia Morel, de que “vamos a tener que distribuir nuestros privilegios y compartir con los demás”, es un análisis sensato de una coyuntura larga que tiene los días contados.
La chispa fue el aumento del precio de transporte, pero fue una circunstancia que pudo haber sido cualquier otra, como tantas veces sucedió en la historia. El estallido masivo, en realidad, esconde presiones de años y contradicciones no resueltas.
Piñera reaccionó con represión, y la respuesta masiva provocó reacciones que llegan desde lo profundo. Políticos conservadores justificando esta y todas las represiones, negando las torturas de la dictadura de Pinochet y realizando lecturas acordes con su visión jerárquica del mundo y de la sociedad, atizaron los peores recuerdos. Las fuerzas de represión, especialmente Carabineros, volcaron su violencia contenida durante años, y los golpes, los arrestos y las torturas reaparecieron; los fantasmas del pasado volvían de la mano del “estado de emergencia” y del “toque de queda”. La lucha social ganó los tiempos y las calles y la protesta por la vida se transformó, rápido, en una lucha política, cosa que en Chile no cuesta nada ni debe llamar la atención. La larga geografía chilena no tuvo región sin protestas, incendios o saqueos.
El 19 de octubre, Sebastián Piñera “escuchó” los reclamos, y aceptó la reducción de los precios del transporte, y la instalación de una mesa de diálogo, algo tarde para resolver tensiones acumuladas por tantos años. El 21 el gobierno admitió la necesidad de reformar la Constitución, tan cargada de la herencia pinochetista, para democratizar definitivamente el país, pero con el desafío de crear una sociedad integrada realmente. El modelo de los últimos treinta años parece agotado y sin posibilidades de recargarse. La izquierda se negó a aprobar las normas que habilitan la reforma en tanto no cese la violencia y no se aclaren las responsabilidades por las muertes y las torturas. De ahí a pedir la renuncia de Piñera hubo un paso, que dieron rápidamente.
El gobierno propone un nuevo contrato y una nueva “agenda social”, con aumentos de salarios y pensiones, mejoras en los servicios de salud y en creación de trabajo, así como cambios en las administraciones, desafíos para el nuevo ministro de Economía.
La crisis social chilena, producto de un largo y complejo proceso, se tradujo rápidamente en un conflicto político y en un cuestionamiento a su democracia. El sistema, que para el presidente es “ejemplar”, fue interpelado en sus pilares y el conflicto en las calles aceleró su transformación. Las élites no desean su colapso, ni la izquierda su caída, por tanto la salida es un nuevo contrato que termine el proceso iniciado en 1984. La transición a la democracia en Chile fue –es– larga, quizá demasiado extensa. Las dirigencias, en general, deslumbradas en un espejismo construido por discursos autocomplacientes y por aplausos de un entorno regional fascinado por las irrealidades, chocaron violentamente con lo profundo de una sociedad que exige justicia, mejoras y una democracia sin tutelas ni ficciones. El año entrante deberá realizar ese desafío y parar a Chile en la realidad, donde deberá hacerse cargo de sus límites, sus errores y sus graves problemas. Las duras lecciones de su historia reciente les han enseñado que los problemas de la democracia solo se resuelven con más democracia.