Nº 2229 - 15 al 21 de Junio de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa poesía de este país está regada por la lluvia y la sensualidad. Un pájaro sacude sus alas en un charco, las gotas se deslizan por una espalda joven o el jardín recibe el agua mansa del jardinero en una noche de Luna… Estas y otras imágenes nos han arropado en la creación de las fantasías íntimas. Desde la escuela aprendemos que una mancha de humedad se convierte en un pasadizo hacia tierras de duendes y gigantes; y como simples ciudadanos dedicamos horas a hablar de tempestades pasadas o por venir.
Abrazamos la lluvia, es parte de nuestra identidad, la festejamos con tortas fritas y hasta la recibimos (de mala gana) en ollas cuando se filtra a través de los techos. Entre goteras y humedad nos sentimos en casa.
El agua aparece una y otra vez en Juana de Ibarbourou, una de nuestras poetas más renombradas, como un dejarse ir hacia los placeres de los sentidos. En 1919 aún no era tan común que las mujeres expresaran su erotismo por escrito, pero Juana ya invitaba a imaginar su cuerpo mojado y el vestido húmedo contra la piel.
¡Cómo resbala el agua por mi espalda! / ¡Cómo moja mi falda / y pone en mis mejillas su frescura de nieve! / Llueve, llueve, llueve, / y voy, senda adelante, / con el alma ligera y la cara radiante, / sin sentir, sin soñar, / llena de la voluptuosidad de no pensar.
En Idea Vilariño, en cambio, la lluvia adquiere la hondura de las ausencias. A veces no hay nadie para compartir el espectáculo del agua y por tanto nadie contempla a la mujer absorta en la ventana. Pero incluso si se recibe de a dos, en un abrazo, la lluvia se saborea con la conciencia de lo efímero, al igual que la vida.
Llueve. / La noche es oscura. / Los pocos faroles no dan luz ninguna. / Vengo por la triste callecita blanca / y él con brazo fuerte rodea mi cintura. / ¡Qué hermosa es la vida así tan unidos, / aunque llueva tanto y haga tanto frío, / y él me murmura mirándome fijo. / ¡Qué noche divina! ¿no es así, amor mío?
Entre los clásicos nacionales, probablemente no hay otro que ame tanto la lluvia como Juan José Morosoli. “No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción”. Por sus ríos pueblerinos navegan barcos de papel a los tumbos y en el agua dulce encuentra el escritor el paraíso de la infancia: “Siempre había una corriente de agua en nuestras horas mejores. Pero las cañadas eran las más queridas. Las cañadas son la niñez”, dice.
La infancia sin agua nos suena a mundo cruel y lejano, a vivencias de otras latitudes. Cuenta Antoine de Saint Exupéry que en Cabo Juby —en el Sahara Occidental— los niños no pedían dinero sino que, con latas de conserva en la mano, pedían agua.
—Dame un poco de agua, dame…
—Si eres bueno…, respondían los europeos.
Nada más lejos de nuestro imaginario.
En la literatura uruguaya, si bien hay relatos de tierra agrietada, la sequedad tiene algo de excepcional y apocalíptico. Horacio Quiroga en el cuento A la deriva describe la sed como un metal en la garganta, aunque en realidad no se trata de sed, sino del veneno de una yararacusú que avanza en el cuerpo del hombre y lo aniquila.
Sed y sequía son hermanas, pero mientras la sed la padece el cuerpo la sequía se corporiza en el sufrimiento de la naturaleza. El tema ha sido recurrente en Saint-Exupéry, cuyo avión se estrelló en 1935 contra una meseta del desierto de Libia. Junto a él iba su amigo, el mecánico André Prévot. Desde el principio, la sed les preocupó más que el hambre. Llegarían a beber las gotas de rocío depositadas sobre el ala del avión, mezcladas con pintura y aceite, y un líquido verdoso que recogieron sobre el paracaídas y debieron vomitar de inmediato para no morir intoxicados. Probarían más tarde alcohol del botiquín y éter, cualquier cosa que se presentara en estado líquido. Finalmente, con la garganta a punto de cerrarse, y luego de alucinar con lagos y perseguirlos sin sentido, encontraron a un beduino que les ofreció una palangana de agua. De rodillas, metieron la cara en el líquido y desde ese momento consideraron al beduino un dios. “Agua, tú no tienes ni sabor ni color ni aroma, no se te puede definir, se te saborea sin conocerte. No eres necesaria para la vida, eres la vida”, escribiría Saint Exupéry después de saciarse.
El escritor español Ramón Gómez de la Serna apunta en una de sus greguerías que el agua pura “no tiene memoria, por eso es tan limpia”. ¿Será cierto? ¿Será por falta de pureza que el agua de Montevideo hoy recuerda el mar? Sin embargo, la lluvia sí trae recuerdos: son trágicos cuando arrasa y voluptuosos cuando se desliza sobre los amantes. El cine ha sacado provecho de ambas circunstancias, y si bien hay más de un héroe en lucha contra la corriente, los superan los besos dados bajo una lluvia torrencial.
Si imagináramos por un instante que la sequedad del presente hubiera venido para quedarse y transformar los campos verdes en tierra árida, ¿adónde irían a buscar los escritores del mañana el paraíso perdido, la felicidad ingenua y las metáforas del erotismo? Sin lluvia, sin humedad, en este país nos sentiríamos huérfanos. Que llueva, que llueva como antes. Y si de algo sirve, habría que repetir con Jorge Luis Borges: Agua, te lo suplico (…). No faltes a mis labios en el postrer momento.