—El Ejército siempre fue una salida laboral para los marginados. En ese entonces se repartía comida para los familiares de los soldados y les daban créditos. Era una salida laboral. Hacían carrera y se podían jubilar con 15 años de trabajo y después conseguían otros. Conocí a muchos que hacían la zafra en Punta del Este cuando el boom a principio de los 80. No estaba mal visto ser soldado en esa franja de necesidad. Vivían en casas muy pobres. Eran el apoyo del poder, pero eran un cero ideológicamente.
—Les fomentaban “no confiar en el de al lado por importante que sea lo que comparten”...
—Venían oficiales que estudiaban en la escuela de Las Américas de Panamá y traían todo aquello del enemigo que está en todos lados, que podía ser de su familia y por eso no podían confiar en nadie. La delación estaba a la orden del día, y no era tanto por hundir al otro, sino por hacer mérito. Se fomentó una cierta lumpenización. Resistir a eso fue heroico para mucha gente, incluso para los soldados. Conocí un caso de una mujer que había sido detenida porque estaba repartiendo volantes. La llevaron al cuartel y le empezaron a hacer submarino. Después la llevaron al patio vendada. Se le acercó alguien y le dijo que abriera la boca y le dio un chocolate. Con los años esta mujer fue empleada de una casa de crédito y se le acercó un hombre y le dejó una barra de chocolate. “Yo fui el que le dio el chocolate aquella noche”, le dijo, y se fue. Ella nunca supo quién era y está bueno que esto se cuente. También los militares formaban equipos de fútbol en todo el país para reunir en los partidos a la familia militar. Era una forma de separar a los militares de la población.
—¿Te acordás de alguno de esos partidos?
—Me acuerdo de un hombre que iba a la cancha cuando jugaba Asencio, el cuadro del cuartel de Mercedes. Él Iba a putear a los milicos en medio del fervor del partido. Hacía catarsis y les gritaba en la cara. Era un hincha de Con los Mismos Colores, el cuadro más popular de Mercedes. Me van a matar los de Olímpico, pero yo soy de Con los Mismos Colores y es el más popular.
—Tiene un nombre muy curioso el cuadro...
—Sí, surgió a raíz de la muerte de un jugador de un equipo que tenía los colores blanco y negro. Decidieron fundar un club en homenaje a ese jugador y no sabían cómo ponerle. Alguien se acordó de una película argentina (Con los mismos colores, 1949, de Carlos Torres Ríos) y le pusieron ese nombre.
—¿Alguna vez jugaste al fútbol?
—Muy poco. En la presentación del libro acá en Montevideo se acercó alguien a saludarme. Tardé en reconocerlo, pero me di cuenta de quién era porque tenía la ceja en punta. Entonces ahí lo saqué: Carlitos Rey, el de las cejas diabólicas, que un día me sacó la rodilla en un partido. Yo quería jugar en Con los Mismos Colores en cuarta, pero no había lugar. Entonces jugué en Nacional, aunque soy de Peñarol. Me pusieron en un partido contra Con los Mismos Colores donde jugaba Carlitos. En un momento me fue a marcar y ahí me sacó la rodilla. Nunca más pude jugar. Quiere decir que él, que era de mi cuadro, me dejó inútil. En la presentación me preguntó: “¿Te mejoraste de la rodilla?”. Todavía se acordaba.
—En la novela se cuenta un episodio de disparos en la puerta de la casa del teniente Criado con Raúl Sendic. ¿Fue cierto?
—Sí, fue cierto. A Criado lo habían marcado como torturador de la entonces mujer de Sendic, Violeta Setelich. Querían asustarlo y mandarle una señal a las Fuerzas Armadas. Cuando Criado abrió la puerta ya estaba armado y disparó. Entonces Sendic le pegó un tiro en el estómago y el teniente respondió con un tiro que pegó arriba del timbre de una casa. La marca todavía permanece. Todo eso fue así.
—¿Cómo supiste de ese episodio?
—Tengo el testimonio del propio Criado, que es coronel, está jubilado y vive en Colonia. Lo entrevisté hace mucho tiempo, porque esta novela la empecé a escribir hace siete años. Otro caso real fue el del aviador que se robó un avión. Se llamaba Hugo Igenes y le decían el Perro. En agosto de 1974 le robó un avión a la Fuerza Aérea como forma de protesta. Ese hecho tampoco ha sido reconocido como un acto de rebeldía, más allá de que el Perro no haya sido un hombre de izquierda. Creo que por eso tiene más valor aún. El relato me lo contó él. Cuando fue a robar el avión les escribió una carta a sus familiares y a los militares. Protestaba porque integraba una comisión de ilícitos económicos que no estaba haciendo bien las cosas. Detenían a un empresario y lo soltaban al toque. Esa comisión obedecía a datos que daban los tupamaros y ciertos militares se habían enganchado, pero no llegaban a buen término. El Perro pensaba que los militares iban a limpiar el país de corrupción, pero se dio cuenta de que se había equivocado y decidió protestar. Pero eso quedó oculto. Llegó con el avión a Buenos Aires y lo fueron a buscar, pero no le pasó nada.
—En la historia se nombra a Pascasio Báez como un símbolo de lo que no hay que hacer. ¿Por qué elegiste esa figura?
—Hay una historia que no ha sido muy conocida y se relata, me parece con bastante acierto, en El color que el infierno me escondiera, de Carlos Martínez Moreno. Hubo tupamaros de extracción anarquista que quisieron salvarle la vida a Pascasio Báez, lo quisieron convencer para que fuera tupamaro o para llevárselo a Cuba o mantenerlo encerrado hasta poder evacuar el lugar. Pero primó el materialismo por no perder ese lugar donde tenían armas, entonces lo sacrificaron. Eso simbólicamente habló mucho de la endeblez ideológica, fue una medida militar, no filosófica. Luchaban por los pobres y mataron a un pobre. Lo que dice la novela es que hay que tomar una decisión sin que eso implique matar a Pascasio Báez, es decir, no vender el alma al diablo.
—Las prostitutas y los quilombos son parte del paisaje de la historia. ¿Cambió esa realidad en los pueblos del interior?
—Ahora no existen salvo en casos raros. Era muy común la convivencia en los barrios con las prostitutas. Su trabajo le daba de comer a mucha gente, porque no tenían tiempo para cocinar ni lavar la ropa y les pagaban a otros para que lo hicieran. Había diferentes tipos de quilombos, unos muy pobretones, otros de mejor presentación y trato, inclusive de seguridad. Iban los hombres solos, los jóvenes a debutar en las siestas, los despechados, algunos porque se armaba una fiesta y decían “vamos para el quilombo”, aunque estuvieran casados. Era el machismo de esa época. Incluso había hombres que iban al prostíbulo a hacer cosas que no podían hacer con sus esposas. Estaban en lugares casi céntricos, luego se los fue radiando hacia las afueras con ordenanzas municipales.
—La novela tiene un clima similar a La balada de Johnny Sosa, de Mario Delgado, o a las novelas de Gustavo Espinosa, también por las alusiones al rock. ¿Cuánto te influyeron estos autores?
—Lo primero que leí fue La balada de Johnny Sosa. Después leí Ojos de caballo de Henry Trujillo, que transcurre en Mercedes aunque con otra atmósfera. Mi novela se parece más a la atmósfera de Mario Delgado. Después de escribir mi novela leí a Espinosa. Tuve varias emociones, me sentí perturbado por no haberlo leído antes y muy identificado por muchas cosas que él escribe y que puede decodificar alguien que vive en el interior. Fue muy generoso con su opinión favorable a la novela. En la presentación estuvo Mario Delgado y también fue muy elogioso, así que tengo que comprarme una talla más.
—Hace muchos años que vivís en Villa Soriano. ¿Qué tiene de especial?
—Es parecido a como me crie, en un barrio orillero. Estamos cerca del campo, y a mí me gusta mucho eso. Al fondo de mi casa había una cañada y el alambrado estaba del otro lado. Por lo tanto una porción de la cañada nos pertenecía. Luego venía el campo. En Villa Soriano, el curso de agua es mucho mayor porque es el río Negro. Siempre ansié vivir en la costa. Ahora estoy en la orilla, a un metro del agua. Tenemos un médano de conchillas a la entrada de la villa y cuando las calles se cubren con ellas no se levanta tierra. Cuando llueve se lavan y quedan blancas, parece nieve. Es precioso. Pero ahora les pusieron balastro a las calles, nos han privado de ese bien.
—Parece ideal para escribir...
—Ideal para vivir. Claro que hay dificultades y pocas fuentes de trabajo. Nosotros hacemos pastas en una fábrica familiar. Mi señora cocina y yo reparto: sorrentinos, tallarines, raviolones, todo eso. Estamos en proceso de instalar un parador para vender a los vecinos y recibir a los turistas. Los sorrentinos son notables, se van a hacer famosos en el país.
—¿Por cuántos trabajos pasaste?
—Desde los 15 años me ha tocado trabajar en muchísimas cosas. Vendí yuyos en la calle: recibía paquetes grandes, había que fraccionarlos y ponerles un sellito. Trabajé de plomero, en la construcción, vendí diarios, panchos, lustré zapatos. En la construcción trabajé básicamente como oficial carpintero, en Punta del Este y en la represa de Palmar. Soy técnico en lechería, estudié en Nueva Helvecia de veterano. También fui cantinero. Además, he sido periodista, aunque no estoy ejerciendo. Tendría que escribirlo todo para irme acordando.
—Escribiste un libro de crónicas. ¿Sobre qué tratan?
—Se llama Vecinos, son reportajes sobre oficios y situaciones del interior. Uno de los reportajes es sobre siete hermanitos que murieron en un incendio en Dolores. Se acusó a la madre de negligencia, y yo considero que eso es no comprender la pobreza. La mujer hizo todo lo posible para que estuvieran seguros, tenía una puerta que la podían abrir de adentro y otra de afuera. La fatalidad quiso que el incendio comenzara por la puerta que se podía abrir de adentro. La mujer estuvo presa en la cárcel de Cañitas y estaba de nuevo embarazada, después tuvo dos más. Cuando me enteré del caso, 15 días después, me mostraron el expediente y sin quererlo vi los cuerpos quemados. Me dolió la frialdad de la burocracia: los enterraron separados porque no había lugar, en vez de hacer el esfuerzo máximo por mantenerlos juntos, igual que como murieron. La insensibilidad del poder es muy grande. Yo apuesto a la sensibilidad, que es lo que nos puede salvar.
—¿Cuándo te hiciste motociclista?
—Uh... hace años, pero con moto ajena. El 25 de agosto de 1983 me puse de novio, y la que iba a ser mi novia tenía una Honda 50 CB de cinco cambios. Era una rareza, prepotente, hacía ruido. Como había que quemar carbones, aprovechamos unos volantes que decían: “Paro cívico nacional. No compre, no salga”. Nos fuimos hacia afuera y llegamos a Villa Soriano. Fue mi primer contacto, aunque ya había tenido una maestra de allí, la única con la que estoy fotografiado. También le tenía envidia a un vecino que se había comprado una Velosolex y jamás me la prestó. De allí viene, también, del gusto por lo prohibido. Después pasé a una Honda 70 con la que recorrí todos los caminos del interior. En la moto es donde me siento mejor y puedo meditar. Siempre tuve una gran falta de motricidad: nunca pude dibujar, ni tocar la guitarra, pero en la moto puedo usar las dos manos y las dos piernas, es como una batería para mí. En el auto uno se transporta, en la moto uno viaja.
—¿Cómo es eso?
—En el auto se cierra la ventanilla, no se traga polvo, se prende el aire acondicionado, se escucha música, se puede comer. Es un lugar de confort. No soy enemigo del auto, tuve una camioneta y la vendí. En la moto se traga tierra, se pasa frío, calor, se sufre la lluvia. Hay que estar en permanente tensión para guardar el equilibrio, pero el placer de pasar por un bajo temprano en la mañana y sentir el aroma del agua y las plantas no lo cambio por nada.
—¿De ese espíritu de libertad surgió el personaje de Iván?
—Y sí, porque las circunstancias lo llevan a una vida de andar. Desde que se va de la casa como adolescente tiene que sobrevivir, no tiene a dónde ir. Empieza a cultivar la resiliencia, a aguantar golpes y a no detenerse. Eso mismo lo lleva a recorrer algunos vericuetos y a aprender a burlarse de la dictadura.
—¿Tuviste alguna militancia política?
—Sí, milité y ahora estoy descreído. Apuesto a obtener cosas reclamando, pidiendo, molestando. Ahora que tengo un poco más de visibilidad pública, es la oportunidad de reclamar para el pueblo, para la gente que necesita atención. Si me dijeran qué haría si fuera presidente, diría que voy a largar un ejército de trabajadores sociales para que convivan en determinadas áreas y ausculten qué es lo que pasa. Hay que conocer a la comunidad, saber que fulano tiene diabetes, que el otro no trabaja, que hay uno que le pega a la mujer, que sepan y que obren en consecuencia. Hay una burocracia terrible y hay cosas que no se hicieron nunca, y era de esperar que se hicieran con estos gobiernos. De vez en cuando van y miran qué se precisa, pero hay que estar permanentemente en contacto con los vecinos. Por poner un ejemplo, en Villa Soriano no hay zapateros y tal vez algún joven podría aprender el oficio, pero tendría que existir quien lo enseñe. Los palos van para todos los gobernantes, municipales y nacionales. Mi voto va a ser anulado, ni siquiera en blanco. Quiero enviar esa señal: sigo creyendo en el voto, pero ninguno de ustedes me representa.
—El afiche del príncipe Kropotkin es un símbolo libertario en la novela. ¿En tu casa tenés un afiche de ese tipo?
—No, en mi casa tengo afiches de Led Zeppelin y de Pink Floyd. Nunca tuve afiches de políticos, aunque en algún momento tuve el de Zelmar en un cuadrito con una foto de cuando fue a dar un discurso en Mercedes. Era un político diferente.