“La música, como el agua, siempre encuentra su camino”

entrevista de Fernando Santullo 
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Martín Pérez es uno de los editores de Radar, el suplemento dominical del diario argentino Página 12. Nacido en 1967, tiene una larga y nutrida trayectoria como periodista musical en la que, además de haber fundado la radio comunitaria FM La Tribu y la revista La Mano, ha participado en libros y publicaciones periódicas. Su libro The Calamaro Files: veinticinco años escribiendo sobre Andrés Calamaro (Gourmet Musical, 2022) propone una suerte de fresco sobre la trayectoria del músico argentino. Entre sus virtudes se cuenta la de proponer una mirada que siempre se planta en el instante. Además, su vínculo personal con Calamaro le permite acceder a momentos únicos y a la vez desarrollar una visión periodística que crece en cada atisbo que ofrece sobre su obra. Acerca de este trabajo, conversó con Búsqueda.

¿Es difícil separar al periodista del fan y a este del amigo? ¿Es posible hacerlo en una trayectoria tan larga como la que recoge el libro?

—Cuando uno es fan no tiene relación personal. Una de las razones por las que yo tengo ese vínculo con Andrés es que a mí de inmediato me gustó su música. Ocurrió en ese momento en que se empieza a escuchar música con amigos, ese momento en que la música te acompaña en tu salida al mundo, más allá de tus padres. Yo escuché el primer tema que grabó Andrés con Los Abuelos de la Nada, Sin gamulán, y me encantó, incluso en contra de la apreciación de mis compañeros de entonces. En aquel momento ya había empezado esa larga serie de malentendidos que hay con la música de Andrés. Los rockeros de siempre miraban medio de costado a la nueva generación. Eso ocurrió con Andrés, hasta los fans de Los Abuelos lo miraban torcido porque a las chicas les gustaba y porque supuestamente su poesía superficial contrastaba con la poesía profunda de Miguel Abuelo. Entonces, en ese contexto, que no era favorable para que a mí me gustase, lo escuché y te diría que fue mi primer momento de disfrute musical ajeno al entorno. Siempre tuve claro como periodista que lo que me acercó a Calamaro fue la idea de que hay que ser fiel a lo que el oído te dice. Y después, a partir de eso, tratar de encontrar las razones. Ese es el primer paso, el grado cero del periodismo de rock. Y luego tuve y tengo una relación personal con Calamaro que tiene que ver con el hecho de haber accedido a él, de que me guste su música y sienta que a mi oreja le sigue diciendo cosas. El mismo año de Honestidad brutal, toda la prensa musical argentina estaba loca con el disco solista de Cerati, Bocanada. Y esa prensa, harta ya de Calamaro por el disco anterior, Alta suciedad, decidió criticarlo. Yo no. Dije que era el disco del año y el tiempo me dio la razón. Bocanada no era ese hito en la historia que se suponía iba a ser. Digo, es un paso más en la carrera de Cerati. En cambio, Honestidad brutal es una de las obras maestras de Calamaro.

—¿Tenés una explicación sobre cómo se generan esos consensos tácitos en la prensa sobre lo que está bien y lo que está mal en un instante musical?

—Creo que pasa con el sonido de la época. Hay gente que se deja llevar por eso, y está bien. No digo que estén equivocados, pero también está bien poderlo señalar. Hay grandes discos que con el tiempo vemos el lugar que ocupan. Y hubo un recorrido periodístico en que todas esas obras eran miradas de soslayo. Eso es lo que también tiene que hacer el periodismo, una especie de historiografía sobre esos cambios en la mirada, recordarlos, si no, la gente se olvida. La obra de Calamaro atravesó muchos desiertos y muchos prejuicios. Aún hoy los sufre. En aquel momento el prejuicio fue con la rima fácil del florero (Te quiero igual), que era un temazo. Pasó que la había dejado chiquitita con Alta suciedad. Pasó también con los grandes grupos de rock brasileños de los 80, que tuvieron que atravesar un desierto hasta terminar siendo clásicos. Esa es una especie de regla del rock: si dura lo suficiente, termina siendo clásico, aunque sean Los Pericos. Lo bueno es poder señalar ese recorrido. Sin embargo, no es eso lo que hago en el libro.

—Que es más bien una recopilación...

—Claro, de hecho, me propuse no escribir especialmente, salvo el prólogo y el epílogo. Me gustaba la idea de que a raíz de todos esos artículos reunidos se terminase armando una suerte de biografía escrita en el momento. También es verdad que todo el libro tiene miradas hacia atrás, porque cada vez que el narrador, o sea, el periodista, se para en un momento histórico, recuerda, pero parado ahí, en aquel entonces. Lo que hice fue juntar todo ese material y ver si se sostenía. Siempre tuve claro que no quería armarlo desde el presente.

—Es explícito en la obra de Calamaro su vínculo tenso con la industria musical. ¿Eso lo ves como una búsqueda artística o es una cuestión de carácter?

—Las dos cosas. Andrés es honesto y está en consonancia con algo que no todos los artistas tienen, porque no todos dentro de un medio conocen o se interesan por su historia, incluyendo su parte industrial. Andrés conoció ese medio rockero primero por libros y después por sus protagonistas. Y él mismo, como artista, estuvo en encrucijadas. Cuando arrancó era un chico que cantaba en el primer disco de Los Abuelos. Y después fue seducido para grabar su primer disco solista porque él tocaba su temita en el piano en el medio de los shows de Los Abuelos y…

—Se venía abajo el estadio…

—… se escuchaba el suspiro femenino. Entonces, tentado por ese canto de sirena, no hizo un disco solista, hizo dos. Y los hizo con sellos que cerraron y nunca los presentó en vivo. Fue un fracaso total. Tuvo que esperar una década para reinventarse. En realidad, una década para llegar a un teatro sobre la calle Corrientes y llenarlo con su nombre. Experimentó todas esas locuras, estar en Los Rodríguez y hacer esas canciones que luego llenaron estadios y a las que en un primer momento nadie les daba pelota. ¿Por qué? Porque era un grupo de viejos que habían tenido éxito con la banda Tequila cuando eran adolescentes, y en la industria de España eran tan tercos que no escuchaban la música, decían: “Esto no puede funcionar”. Hasta que la música ganó. Y Andrés descubrió eso, que la música, como el agua, siempre encuentra su camino.

—Por lo general, Calamaro parece más culto que su entrevistador y se mete con temas que los músicos de rock suelen esquivar. A veces su carrera parece un canto a la terquedad.

—Sí, eso es cierto. Pero no porque la idea esté por delante de la música, siempre es la música la que manda. Lo que pasa es que él sabe, presta atención, escucha y también con los años va mejorando. Es una persona de 60 años que lleva 45 años en el negocio de la música. Igual creo que lo que sigue mandando es la música, si no, no sobrevive, no es tan pura como para seguir viva. Calamaro no es un músico de fogón. No es un natural, no es de esos tipos que nacieron para ser cantantes y que les sale música por los poros. No es un tipo que canta lavando los platos. Canta con un micrófono y nada más, es hiperconsciente de lo que hace. Se fue encontrando con ese talento y también eso habla de que no es pretencioso. Creo que nunca en su vida dijo: “Yo voy a ser un gran poeta”. Al revés, fue encontrando, descubriendo qué podía y qué no. E hizo algo maravilloso, que fue ponerse cara a cara consigo mismo y ver si podía cumplir con lo que hacían sus ídolos, ya sea con canciones o con el sexo, la droga y el rocanrol.

—¿De qué manera ayudan a la estructura del libro los invitados que aparecen?

—Es gente que entrevisté en la misma época en que hice las notas con Andrés. Y en cada una de esas entrevistas hay una mirada que permite una visión diferente y reveladora sobre la obra de Calamaro. Ariel Roth cuenta cosas increíbles de su vínculo y del final de los Rodríguez. Javier Limón habla del comienzo del rescate de Calamaro de la mirada de los gitanos. Y de la mirada de los gitanos sobre la obra de Andrés. Incorporar esas voces me permitía armar un mosaico, algo que no fuese solo las entrevistas. Entonces tenía las reseñas, los textos que hice, ya sea para mi blog o para cosas online, y también escribí para la caja de Obras incompletas. La columna vertebral es la voz de Andrés, pero esas otras voces dan más colores para completar lo que yo ambiciono, y es que no sea solo un archivo hecho libro. Gracias al vínculo que tenemos, hay cosas que no le dijo a nadie más, en las que definió sus momentos y sus canciones mejor que nunca. Por ejemplo, cuando me pregunta cuántas notas hago por día y le digo que una. Y él me contesta: “Bueno, ¿entonces por qué yo no puedo hacer una canción por día?”. Eso es algo que lo define en esa época, él me lo preguntó a mí y luego todo el mundo lo repitió. Lo que yo ambiciono es que se construya algo más a partir de este libro, esa biografía en la que un lector nuevo pueda ver en caliente el recorrido de uno de los grandes compositores de canciones del rock en castellano.

—Hay algo en la actitud artística de Calamaro de no temer ir al choque, de decir: “Voy a sacar cinco discos y no me importa cuánto roce me genere con el sello”.

—Sí, pero no creo que sea por buscar el roce. Andrés siempre fue una persona muy afable y con muchas ganas de hablar. Lo que ocurre es que creció como los rockeros argentinos de los 80 y los 90, amando la cultura rock y el periodismo desafiante vinculado a esa cultura. La revista Cerdos y Peces es un buen ejemplo. Hoy la mitad de sus páginas están canceladas. Pero no por un prejuicio, sino bien canceladas. Qué se yo, celebrar a Saddam Hussein porque tiraron las Torres Gemelas en Estados Unidos. Uno diría: “Bueno, pará, ahora que se me fue el porro un poco como que no da”. Cuando Andrés estaba corriendo atrás de sus demonios era porque había descubierto eso, había entrado en una zona que no había conocido nunca y se la jugó. Y fue hacia eso empujado por demonios, se fue al fondo, como Kurtz en El corazón de las tinieblas. No en vano su estudio se llamaba Camboya. Lo de ahora ya es un poco más ganas intelectuales de polemizar y de no quedarse en un lugar cómodo. Es algo que nace de una percepción que él tiene de cómo la progresía se vanagloria, se celebra a sí misma y un poco para él se pierde. Yo no hablo de eso en el libro porque en general, cuando lo confronto sobre eso, sus respuestas son evasivas y en una de esas son las que sabe que yo quiero escuchar. Como ejemplo puntual tomo el caso de los toros. Andrés se fue a vivir a Madrid. Y se acercó a los toros porque era una forma de acercarse a la ciudad que lo había aceptado, de entrar en el vínculo con lo que se vivía en los bares. Bueno, hoy él dice: “¿Por qué voy a abjurar de algo que cierta gente lo celebra cuando en realidad nadie mata al toro por ganas de matar al toro? El toro forma parte de un ritual que tiene mucho tiempo, y solo por el hecho de que me siento mal porque lo matan no me parece justo negar eso”. Eso es lo que dice Andrés y yo un poco estoy de acuerdo. También es verdad que los tiempos y las percepciones cambian. Ahora, cada persona tiene que ser honesta y no seguir la ola. Y eso es lo que dice Andrés, que pensemos por nosotros mismos.

Vida Cultural
2022-09-21T19:10:00