¿Qué está pasando en Argentina con Milei?

¿Qué está pasando en Argentina con Milei?

La columna de Martín D’Alessandro

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Nº 2273 - 25 de Abril al 2 de Mayo de 2024

Hay un gran consenso entre los analistas en que en la política argentina están ocurriendo cosas nuevas y, por lo tanto, en cierta medida desconcertantes. Ejerciendo el cargo de presidente de la nación, Javier Milei no solo no ha dejado de actuar como un agitador, sino que, coronado con la enorme dosis de poder que otorga el sillón de Rivadavia, se ha convertido en un populista hecho y derecho: no solo sigue insultando a cualquiera que no coincide en todo con él (incluidos legisladores a quienes necesita para gobernar y sostenerse en el poder o periodistas que le son afines) sino que somete a la sociedad a una división dicotómica entre el pueblo y la elite corrupta. Al mejor estilo kirchnerista, santifica a “los argentinos de bien” y “las fuerzas del cielo” (antes los buenos eran los trabajadores o los pobres) y condena a los políticos, “la casta”, “los colectivistas” o los periodistas “ensobrados” —que reciben sobornos en sobres con dinero en efectivo— (antes los demonizados eran los “poderes hegemónicos” y la “corpo”). En otras palabras, cambió la letra, pero la música es la misma.

En el plano económico, el objetivo de Milei es bajar el déficit fiscal y la inflación, y para eso está llevando adelante un ajuste brutal y de trazo (demasiado) grueso de las cuentas públicas que está generando consecuencias preocupantes incluso para el Fondo Monetario Internacional, que le viene reclamando a la Argentina ajustes drásticos desde hace décadas. La licuación del poder adquisitivo de los jubilados y los empleados estatales (universidades incluidas) es inédita. El aumento de las tarifas de servicios públicos y de servicios esenciales como la medicina privada caen como martillazos sobre gran parte de la población. De hecho, el gobierno ya está dando marcha atrás con decisiones en este campo.

Sin embargo, el presidente tiene una imagen positiva de entre el 47% y el 57% (aproximadamente y según las encuestadoras que se consulten) de la opinión pública. Eso es desconcertante porque por lo general a los gobiernos se les perdonan los malos modales y la erosión de la democracia cuando ofrecen resultados económicos valorados e inequívocos. Más desconcertante aún es que incluso varios sectores de la clase media que hasta hace poco se preocupaban por la intolerancia y las formas republicanas, que también están siendo castigados por las políticas gubernamentales y que según las encuestas no tienen mayores perspectivas de que su situación vaya a mejorar en futuro cercano, sostienen su apoyo al gobierno, a su ajuste y a sus bravuconadas.

También es desconcertante que algunos partidos de centro hayan ratificado sumarse a la ola de apoyo a Milei, sin mayor reflexión ni explicaciones. Me refiero sobre todo a quienes conformaban la coalición Juntos por el Cambio, más específicamente, al partido PRO (del expresidente Mauricio Macri y de la actual ministra Patricia Bullrich), y a varios gobernadores de provincias provenientes de la UCR. Desde un punto de vista más sistémico del funcionamiento de la política, esto tiene al menos dos consecuencias perjudiciales para la democracia. La primera es que el centro político está renunciando a su responsabilidad de ofrecer una alternativa de cambio moderado y racional. Se está configurando así una dinámica agonal y extremista bajo el argumento de que están apoyando “el cambio”, pero a sabiendas de que el cambio que propone Milei implica un detrimento para las formas democráticas que hacen posible la convivencia pacífica, razonable y en las que todas las voces puedan ser respetadas. La segunda se debe a que los actores políticos que se pliegan a la radicalización mileísta tienen una concepción miope de la responsabilidad democrática que deberían resguardar. La representación política no es hacer seguidismo de la opinión pública (“si la gente apoya a Milei, nosotros también”). Lógicamente, representar implica escuchar las preferencias de los representados, y es entendible que los políticos sean sensibles a eso, pero también, y a la vez, representar implica pensar qué es lo mejor para ellos y construir una alternativa política seria y viable que lo materialice. Si, a consecuencia del vaciamiento del centro, se llegara a configurar un escenario de solo dos alternativas y ambas fueran radicalizadas (por ejemplo, de un lado el mileísmo y del otro el kirchnerismo), eso no solo conduciría a que la democracia no tuviera buenas perspectivas de funcionamiento sino también a mayores obstáculos a las reformas razonables que esos sectores demandan.

Agreguemos un elemento más al análisis para aclarar este punto. Milei se jacta de que está llevando adelante “el mayor ajuste de la historia de la humanidad” y que su popularidad no decae. Esto también es desconcertante: el 30% del electorado que lo votó en las primarias y en la primera vuelta sigue firme con él, y entre el 80% y el 90% de Juntos por el Cambio (que lo votó en la segunda vuelta) también. Pero, como se sabe, que dos fenómenos sean simultáneos no implica que exista causalidad entre ellos. Sin embargo, Milei está convencido de que sí, que el electorado que lo votó en la segunda vuelta lo apoya precisamente porque está ajustando y porque combate (supuestamente) a la casta política. Pero quizás muchos votantes (sobre todo los de Juntos por el Cambio, con sensibilidad republicana, educativa, cultural y de justicia social) no se hayan hecho libertarios de extrema derecha de la noche a la mañana. Si ese fuera en efecto el caso, estaríamos hablando de una polarización clásica en la que las posiciones y las opiniones políticas de la gente se van hacia los extremos (o hacia un extremo). Pero quizás no se trate de eso sino de la ya también conocida polarización afectiva, es decir, solo de un rechazo visceral al adversario, sin mayor especificación política. Si esta fuera la hipótesis correcta, entonces la fortaleza de Milei no provendría del apoyo a sus políticas sino del rechazo a la experiencia kirchnerista. En otras palabras, mucha gente estaría aceptando a Milei porque es la única opción no peronista que está disponible y que promete (hasta ahora, solo promete) hacer que el kirchnerismo muerda el polvo por todo el bullying que le hizo al resto de la sociedad durante 20 años. De alguna manera, el recuerdo de Cristina es la fuerza de Milei. De ser así, vaciar el centro político no solo sería perjudicial para la democracia sino un error táctico garrafal.

Pero, más allá del diagnóstico sobre lo desconcertante de la política argentina, ¿podrá finalmente Milei reformar el elefantiásico Estado argentino, desregular y abrir la anquilosada economía nacional? No lo sabemos, pero sí sabemos que la estrategia polarizadora que ha elegido, profundizando las diferencias entre los distintos actores políticos y en la sociedad, no favorece a su capacidad reformista, sino todo lo contrario. Al encerrarse sobre sí mismos y al marcar líneas de división permanentes sin buscar consensos, son los propios gobiernos los que terminan provocando reacciones en contrario a los intereses que persiguen. Así, la polarización (sea clásica o afectiva), a pesar de su apariencia exaltada, causa más inmovilismo que la moderación. Recordemos que, cuando Cristina Kirchner, después de conseguir su reelección en primera vuelta con el 54% de los votos en 2011, anunció “vamos por todo”, terminó ejerciendo un gobierno muy vociferador pero mediocre y bastante inmóvil. Y eso que tenía muchísimos más recursos de todo tipo que Milei, que solo cuenta con la opinión pública (que para peor, se sabe, es muy volátil). En el caso del Milei, sin recursos parlamentarios, ni partidarios, ni equipos ni experiencia, a más de cuatro meses de asumir todavía no pudo pasar una sola ley en el Congreso. La agenda de un gobierno reformador es más potente e influyente cuanto más puede acercar a otros actores a sus reformas. Por el contrario, si las reformas son extremas como las que propone Milei, son más difíciles de implementar.

Dado este panorama, es esperable que, al menos en el corto plazo, el gobierno siga autocelebrando su capacidad para hacer ajustes a los hachazos y que siga irritándose y violentándose a partir de su incapacidad congénita para hacer y gestionar reformas trascendentes.

(*) Politólogo, profesor de ciencia política en la Universidad de Buenos Aires