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Primer escenario: una madrugada de 2010 en un barrio porteño de clase media. Leonardo Bazán pasea su perra por la calle solitaria. En la esquina hay un joven de gorra con visera hacia atrás y de aspecto sospechoso. Después, un patrullero de la Policía Científica. Al otro día, Leonardo sabrá que el patrullero y el joven de gorra sirvieron de apoyo para el robo de la casa de sus vecinos, los Chagas. Pero nadie denuncia, nadie fue testigo, nadie dice nada, ni siquiera la familia desvalijada.
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Segundo escenario: una madrugada de 1976 en el mismo barrio porteño. Leonardo tiene 12 años y vive en la misma casa, pero sus vecinos son los Kuperman. A ellos también les “entran”, pero el objetivo no es el robo sino encontrar a Diana, una de las hijas de la familia. La patota que irrumpe pertenece a los servicios de la dictadura, y lo hace por el patio de Leonardo y con la ayuda de su padre, quien patea la puerta trasera de sus vecinos para colaborar. Y Leonardo lo ve. Y tambien ve a su madre, que contesta preguntas en la vereda sobre la chica requerida. Para soportar el miedo, el niño comienza a tocar una pieza de Bach en su piano. Esa noche había sido borrada por la familia de Leonardo, pero los recuerdos reprimidos reaparecen cuando las dos madrugadas se juntan en una sola en el recuerdo del personaje y en su escritura. Estos dos hechos, que fueron reales, los conoció con algunas variantes el escritor argentino Leopoldo Brizuela (“Tejiendo agua”, “Inglaterra. Una fábula”, “Los que llegamos más lejos”) y los recreó en Una misma noche, Premio Alfaguara de Novela 2012.
La historia tiene algo de investigación policial, de viaje interior hacia el pasado y de reflexión sobre las actitudes de la sociedad civil argentina de hoy y de los 70. Y el personaje comparte con Brizuela (La Plata, 1963), además de sus mismas iniciales, las huellas de una generación que creció en el miedo.
—Es la primera vez que usted escribe sobre la dictadura argentina. ¿Tenía una deuda con ese pasado?
—Nunca había afrontado este tema, y tampoco uno tan directamente autobiográfico. No hablaría en términos de deuda, pero sí fue una manera lenta de llegar a ese período. Cada novela es como el borrador de la que viene después, y creo que con las anteriores estaba buscando herramientas para escribir estos recuerdos. También creo que llegó el momento. Lo más sorprendente desde que publiqué el libro es la cantidad de gente que viene con recuerdos parecidos. Cuando me preguntan por qué treinta años después escribo sobre la dictadura, lo que contesto es que por primera vez están saliendo algunas historias. Es el tiempo que se tomó la memoria para recordarlas.
—El acápite de la novela es un verso de Fernando Pessoa: “Solo yo fui vil... literalmente vil / vil en el sentido mezquino e infame de la vileza”. ¿Por qué lo eligió?
—Es un poema muy irónico y hermoso que habla de los demás, de aquellos que fueron campeones en todo. Lo elegí porque se aplica a los discursos habituales sobre la dictadura. Parafraseando un poco el poema de Pessoa, podría decir: “Los demás fueron heroicos en todo”. Quería hablar de esa época con un registro distinto al de esos discursos en los que todo el mundo salvó a gente o todo el mundo le decía a un militante que se fuera del país. Muchas de estas situaciones fueron ciertas, pero las personas que estaban coercionadas, ¿cómo actuaron?
—En el libro hay expresiones que son significativas, como “zona liberada” o “nos entraron”. ¿Fueron importantes para desencadenar la trama?
—La historia parte de un hecho real: un asalto que ocurrió en mi barrio en el año 2008. Cuando escuchaba a los vecinos comentar sobre lo que había pasado, decían: “Esto es zona liberada”. Con la democracia aprendimos a ponerle nombre a lo que antes no nombrábamos. Uno de los desafíos de la historia fue meterme en la cabeza de un chico para saber lo que entendía. En el 76 se decía “nos entraron”, sin sujeto, lo cual significaba “se lo llevaron”. La palabra “desaparecido” no existía: creo que la escuché por primera vez en 1980. La sociedad del setenta tenía tanto miedo y tan incorporada la presencia del peligro que ya no lo racionalizaba y no lo nombraba. Alguien me preguntó qué hubiera hecho este personaje si no hubiera escrito. Ahí pensé que probablemente para eso existe la literatura, que siempre tiene tanto que ver con la memoria. Quizás la gente acude a la literatura para poder ponerles nombre a los recuerdos.
—En otro momento, el personaje dice que el bloqueo del escritor es escribir “conectando su imaginación con el centro oscuro de la personalidad”. ¿Usted se bloquea cuando escribe?
—Todo el mundo se bloquea. Hay cantantes que vocalmente son muy buenos y que, sin embargo, no llegan a determinada zona. Entonces, su producto es superficial. Ese lado oscuro no es el lado siniestro, sino el más profundo. En cuanto a la escritura, en eso soy parecido, y el asunto es encontrar el momento en que todo se conecta. Leonardo Sciascia ha dicho que Stendhal se puso a escribir lo que le interesaba cuando vio que si no lo hacía ya no lo iba a poder escribir nunca más. En la vivencia que tuve a partir de la noche del 2008, solo yo podía hacer la comparación entre los dos tiempos. Los que eran jefes de familia en el 76 estaban muertos o, como mi madre, eran muy mayores. De allí saqué la desesperación del personaje, que no sabe si lo que recuerda es verdad.
—Leonardo se maneja con los recuerdos, pero en la obra hay documentos, testimonios y datos reales. ¿Por qué tuvo que recurrir a esos archivos?
—Las declaraciones son ciertas, aunque no pertenecen a una sola persona. Estaba muy entusiasmado con crear una estructura que respondiera a que la memoria no es algo inmutable, porque lo que es inmutable es el pasado. Pero el relato sobre el pasado puede variar según las circunstancias del presente. Quería crear un personaje que recordara muchas veces la misma cosa, al que la realidad lo incentivara, pero que también le diera otro sentido.
—Además, el protagonista está muy solo, no tiene relaciones amorosas ni amigos. ¿Por qué lo pensó así?
—Lo que quería demostrar es cómo no se puede recordar a solas, porque la memoria es una herramienta muy falible. Por eso, el personaje tenía que ser un solitario: para que tuviera la necesidad de corroborar con otros.
—Uno de los personajes es hijo de un desaparecido y solo puede escribir narraciones sobre lo que les ocurrió a sus padres. ¿Usted vivió esa experiencia en los talleres que les dio a las Madres de Plaza de Mayo?
—Lo que escribe ese personaje no quiere ser literatura. Con los talleres a las madres me pasó todo lo contrario. En ellas hubo un montón de temas y lo que menos aparecía era lo que les había pasado a sus familiares, aunque todo estaba muy teñido de ese dolor.
—Leonardo se pregunta en un momento si lo intolerable para los demás es que “cualquiera puede convertirse en un monstruo”. ¿Está allí el centro de esta novela?
—La trampa de esta historia es que no importa si todo esto le pasó a un escritor cuando era niño. ¿Qué le importa a alguien que vive en Salta si eso fue verdad o no? Lo que verdaderamente importa es si le pudo haber pasado al que lee. Algo que no es tan evidente es que los personajes en situaciones muy parecidas actúan de maneras muy diferentes por una cuestión de circunstancias. La madre intercede por alguien que fue torturado pero también da información que delata a la vecina; el padre no repara en que su sobrina es militante, pero a su vez colabora con los militares para que encuentren a otra chica. Eso es lo que resulta intolerable.
—En la novela se habla de “latáctica de entrar por los fondos”. ¿Algo así es afrontar estas historias?
—Sí, algo así. Es como contar la batalla desde la retaguardia.