Ahora vive en Sídney, pero su vida desde hace muchos años ha sido una travesía continua. Rosario Lázaro Igoa, escritora, cronista y traductora, nació en Salto en 1981, aunque sus recuerdos de la infancia y adolescencia se construyeron en La Paloma, a donde llegó con su familia cuando tenía unos tres años. El padre era agrónomo y un amante del mar; la madre trabajaba en el Poder Judicial, pidió traslado y todos se marcharon al Cabo de Santa María. Para Lázaro Igoa, La Paloma es el lugar del regreso, incluso en su literatura. Desde hace tres años vive en Australia con su esposo brasileño y con su hijo de dos años y medio. En Sídney da clases remotas de estudios de traducción para la Universidad de Santa Catarina, trabaja como traductora literaria y escribe crónicas para medios uruguayos, además de sus propios libros. “Son formas variadas de pensar la lengua y la literatura”, dice en entrevista por Zoom con Búsqueda. Su primer libro se llamó Mayito (2006), una novela que se detiene en los paisajes de su infancia. El mismo año publicó Peces mudos (Criatura Editora), conjunto de cuentos breves con los que sorprendió por sus ambientes agobiantes y por la fuerza con la que irrumpe la condición animal en sus historias. Su último título es Cráteres artificiales (Criatura Editora, 2021) e incluye 10 cuentos atravesados por el poder de la naturaleza y también por la embestida física y emocional de la maternidad. “Colgar la nueva tanda de ropa. Sed, muchísima sed. Tomar agua de un termo. Semanas había tardado en regularse. Producir lo que se necesitaba, ni una gota más, ni una gota menos. El universo dando vueltas alrededor de dos tetas”, dice la protagonista de Galah, un cuento sobre la rutina de una madre y sus desesperadas estrategias de sobrevivencia. Traducción, literatura y vida itinerante son algunos temas sobre los que la escritora habló en esta entrevista.
—¿Ese gusto por los idiomas te llevó a estudiar traducción?
—Estudié primero comunicación. Me gustaba la parte teórica y todo lo referido a la escritura, por eso hice la opción de análisis de la comunicación. Me recibí con una investigación sobre el archivo de Eduardo Ferreira, periodista uruguayo de fines del siglo XIX y principios del XX, uno de los primeros críticos de arte del Uruguay. En 2006, en la Udelar salió un posgrado de traducción literaria, entonces se juntó mi interés por las lenguas, por el análisis de la comunicación y por la literatura. Después se abrió una puerta para hacer una maestría y doctorado en Brasil en estudios de traducción.
—¿Cuáles son las dificultades de traducir literatura?
—A partir de la traducción empecé a aprender cuestiones de la lengua que me eran ajenas como lectora y como escritora. El hecho de que tengas que reescribir, reverbalizar en una lengua diferente, implica un detenimiento obsesivo en el idioma y es inevitable que esa obsesión se empiece a filtrar también hacia tu propia escritura. Como resultado, pasé años sin poder escribir nada. Estaba muy cautelosa e hiperreflexiva sobre mi propia escritura, pero eso es bueno. Por otro lado, ese tiempo que se pasa con el texto de otro hace que a la larga se transforme también en tu propio texto. Ahora en Uruguay tenemos un grupo de investigación con el que estamos haciendo un relevamiento de obras de literatura traducidas. Lo que me interesa es ver la relación entre la literatura traducida y la vernácula.
—Para traducir Dinosaurios en otros planetas (Alter Ediciones) de la irlandesa Danielle McLaughlin, usaste expresiones rioplatenses, algo poco usual. ¿Cómo fue tomar esa decisión?
—Con la editorial aplicamos a una beca en Irlanda para esa traducción. Era la primera de largo aliento que hacía del inglés y estaba muy atada a las cuestiones sintácticas. Venía de traducir del portugués y me costaba esa reconfiguración a otra lengua. El principal argumento para usar el voseo era que el libro quedaría en el mercado rioplatense. Alter es una editorial chica que se da el gusto de traducir lo que quiere, ya habíamos hecho una traducción de Mário de Andrade con marcas rioplatenses y las habíamos hecho convivir con expresiones muy brasileñas. A algunos lectores que habían visto la primera prueba de Dinosaurios en otros planetas no les habían gustado los diálogos voseantes. Es como una reacción de hipercorrección. Sin embargo, al tribunal que la había evaluado le había gustado, había visto una reivindicación de la forma de hablar rioplatense. Vivimos en una plaza editorial muy pequeña y hacer una traducción de este tipo fue un gesto de libertad. Lo que ocurre es que las traducciones no son voseantes, mientras que la creación literaria vernácula sí lo es. Seguimos pensando que la lengua de la traducción solo puede venir de España. Tanto el editor de Alter (Leonardo Cabrera) como yo somos escritores y decidimos usar el voseo no como una domesticación del texto, sino para hacerlo hablar la lengua que nosotros hablamos y escribimos. Si voseo cuando escribo, ¿por qué no hacerlo cuando traduzco?
—Tu libro de cuentos Peces mudos se enfoca en la condición animal. ¿Te parece que Cráteres artificiales apunta más a lo humano?
—Peces mudos, particularmente el cuento que le da nombre al libro, surgió a partir de una foto de unos peces gigantes del Amazonas a los que unos niños están mirando. En el cuento quise enfocarme no en la mirada de los niños sino en la de los peces. El hilo conductor de ese libro explora la noción de lo humano ligado a otras especies, en un plano único, sin demasiada jerarquía. Venía leyendo mucho al respecto, pero no fue para nada un libro teórico, no me interesa lo académico en la ficción. Quise tratar los límites entre lo vivo y lo muerto, las relaciones entre una especie y otra, las luchas de poder para sobrevivir. Sin embargo, Cráteres artificiales está influido por el embate de la maternidad que pone a la mujer en contacto con los linajes. Después me di cuenta del embate físico, del cuerpo puesto a merced de la sobrevivencia del otro, de donar la vida por el otro. Parece muy bonito, pero es también opresivo y alienante. En ese sentido, es un libro atravesado por la maternidad, pero no es solo sobre madres.
—También hay una obsesión con el cuerpo, por ejemplo, en el cuento Se hacen solos, hay una mujer avejentada que vive para hacerse cirugías…
— Hay algo que me inquieta de la realidad, son todas las construcciones que tenemos para disfrazar las necesidades más básicas: reproducirse y sobrevivir. En el caso de esa mujer son las cirugías de ese cuerpo que va cayendo.
—En un cuento hay un bizco, en otros, alusiones a no poder enfocar bien la mirada o a detenerse a observar. Quién ve y cómo ve te sigue importando también en este libro…
—Es que son imágenes que provienen de sueños o de situaciones intermedias. Yo sonambuleo y tengo sueños muy vívidos, entonces algunas historias provienen de ese estado que me interesa indagar. Veo imágenes y trato de desarrollarlas, no empiezo los cuentos pensando qué va a pasar. También tiene que ver mi propia forma de percibir el mundo, son cuentos muy mediados, la mirada es la que organiza, más que los otros sentidos. El olfato también está presente, pero es el sentido más difícil de transmitir con palabras.
—¿Sos sonámbula?
—Sí, he tenido períodos de mayor sonambulismo que otros. Camino por la casa, hay etapas en las que tengo sueños recurrentes y angustiantes, pero también son una mina de descubrimientos, de lo inefable. A veces en esos estados mi marido me sigue la conversación, otras, sigue durmiendo. Una vez estaba soñando que había descubierto la solución del universo, la razón de la vida, y le hablaba en inglés, por más que él es brasileño, y él me seguía la conversación. Le decía: “Because, because, because de answer is love”. En ese momento yo estaba traduciendo unos poemas del inglés, pero recuerdo esa sensación del descubrimiento, de algo innombrable.
—¿Sufriste un frío tan intenso como el que aparece en algunos cuentos?
—Sí, aunque por poco tiempo. Estuve en Canadá y en China, en Beijing, una ciudad en la que hace mucho frío, frío seco. Esos lugares me hacen pensar en qué pasa con las plantas cuando están debajo de la nieve, en cómo siguen creciendo en algunos lugares, en la terquedad de la vida. Siempre fui muy curiosa, desde chica me gustaba observar los entornos naturales, y sobre todo en las crónicas incorporo o me saco las ganas de mostrar lo más espontáneo de esas sensaciones vinculadas al clima, a la naturaleza. En estos cuentos también quise transmitir el frío de dar a luz, cómo el cuerpo de la madre tarda en regularse, incluso en lo térmico.
—En el último cuento, Cráteres artificiales, la sobrevivencia es en un balneario uruguayo. Es otro tipo de crudeza.
—La vida de mucha gente es cruda. Los balnearios como La Paloma durante el invierno se convierten en pueblos muy pobres, tristes, y ocurren situaciones descorazonadoras. La gente vive de changas, cortan rolos, roban arena. Es una actividad continua y sin perspectivas de mejora. En ese cuento, la mirada es la del hombre, el proveedor de la familia, que está tratando de organizar su domingo antes de ir a la misa, pero en realidad está socavando su propia casa. No ahondo en ese personaje, pero sí en la urgencia del proveedor para que su manada sobreviva, incluso uso algunos sustantivos que se relacionan con lo animal.
—¿Cómo es el ámbito literario australiano?
—Me interesa y me gustan algunos autores, por ejemplo, Gerald Murnane, a quien traduje. Es uno de los grandes escritores australianos que acaba de publicar supuestamente su último libro, Last Letter to a Reader (Última carta al lector). Es muy especial, vive en un pueblo medio perdido, atiende un bar, es timbero y aficionado a los caballos. También me gustan las novelas de Patrick White. Si bien yo no escribo novelas, disfruto esos bloques de obras totales porque se puede tener una visión mínima de las contradicciones y de la naturaleza de los lugares. Eso me pasa con Guimarães Rosa o con Machado de Assis, autores que dan una visión de Brasil y de su carácter. Y eso pasa con White. Se publica bastante el ensayo personal, un híbrido entre crónica y biografía, para el que hay un espacio editorial mayor, creo, que para el cuento. Beverley Farmer, una escritora que murió hace poco, escribió un libro que es una mezcla de géneros, empieza a escribir un diario, hace anotaciones y en el medio integra un cuento sobre unos retiros místicos de Tasmania. Esa libertad de lo formal lo permite el ensayo.
—Además de cuentos escribís crónicas periodísticas, ¿qué te atrae del género?
—Me encanta escribir para la prensa porque no tenés idea de quién te lee. De pronto hay gente que no compra libros, pero sí lee un diario o una revista, aunque sea en una sala de espera. El periodismo te expone a otras lecturas y formas de escribir. Para mí la crónica es posiblemente hoy un lugar más intuitivo que la literatura. Mi primer libro Mayito, de 2006, era una gran crónica. Después me interesó desarrollar la estructura del cuento.
—¿Te gustaría escribir una novela?
—Hace tiempo estoy escribiendo una novela con el espacio y el lugar como centro. Tiene que ver con Uruguay, con La Paloma y Cabo de Santa María, para mí el espacio de la añoranza por excelencia. Hasta cierto punto también lo es Brasil. Cuando vivía allá, me parecía un lugar muy anodino, con sus tubos lux y azulejos en las paredes. En ese momento había una euforia por el consumo, demasiado optimismo. Pero cuando me alejé de Florianópolis empecé a recordar lo que veía: el morro verde cuando iba llegando a la universidad, el jacarandá del patio, las plantas que tenía en mi casa. Todo eso vuelve ahora de una manera diferente, siempre añoramos lo que dejamos. En Cráteres artificiales retomé algo de esa transitoriedad que se volvió una constante en mi vida.