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    “Somos todos pecadores”

    N° 1865 - 05 al 11 de Mayo de 2016

    Los problemas de dirección y de gestión de los entes públicos, en parte expuestos durante la investigación parlamentaria sobre las operaciones de Ancap, no son un problema nuevo en el país. No lo son porque, salvo contadas excepciones, dichas empresas han sido vehículo para canalizar intereses político-partidarios, para promover carreras políticas o para intentar construir candidaturas personales.

    Se trata de actividades financiadas con recursos públicos ajenos a los cometidos específicos de la empresa, que atentan contra el principio elemental de racionalidad administrativa y que prescinden del objetivo natural de rentabilizar la actividad productiva en beneficio del interés general.

    Tampoco es una novedad que el problema radica en el proceso de selección de quienes ocupan los cargos de dirección, cuyos nombramientos requieren propuesta del Poder Ejecutivo y la correspondiente venia del Senado. Selección que se basa en antecedentes políticos más que en condiciones o experiencia en la administración de empresas y que con frecuencia retribuyen esfuerzos o favores políticos realizados. Se “premia”, incluso, el fracaso en lograr un escaño legislativo.

    Se trata de un criterio de retribución de esfuerzos o lealtades políticas que al menos en el último medio siglo se ha extendido por toda la administración pública y cuyos resultados están a la vista: un Estado pesado, burocrático, poco eficiente. A 30 años de restablecida la democracia, período durante el cual las tres fuerzas políticas del país se han alternado en el gobierno, nadie está libre de culpa para arrojar la primera piedra.

    Si para muestra basta un botón, en el reciente seminario sobre empresas públicas organizado por la Fundación Propuesta del Partido Colorado la mayoría de los dirigentes políticos participantes coincidieron, en mayor o menor grado, en reconocer la responsabilidad de las direcciones políticas respecto del actual estado de cosas.

    “Somos todos pecadores”, afirmó el senador del Partido Independiente, Pablo Mieres, casualmente quien más libre de culpa puede sentirse. Al evitar atribuir responsabilidades a quienes mayormente la tienen, su afirmación procuró contribuir a una apertura mental necesaria para tratar de superar el problema.

    Si gobernantes y dirigentes políticos no pueden lavarse las manos ante tal realidad, no es menos cierto que la culpa no solo es del chancho sino del que le rasca el lomo.

    Muchos uruguayos suelen sorprenderse y quejarse cuando se enteran de que en cuatro años Ancap perdió U$S 800 millones (en realidad sigue teniendo pérdidas). O cuando, como en el pasado, directores del Banco Hipotecario, que también debió ser “capitalizado” más de una vez en cifras astronómicas, viajaron al exterior y se sometieron a costosas operaciones que se pagaron con recursos públicos. O cuando un casino municipal perdió U$S 15 millones de dólares en cinco años solo porque los jerarcas de la Intendencia de Montevideo rehusaron cerrar el grifo para no asumir costos políticos. Jerarcas que luego fueron “distinguidos” —aún hoy lo es la ministra de Eduacación y Cultura— con cargos ministeriales.

    La falta de reacción de la ciudadanía ante este estado de cosas supone una aceptación pasiva de esta patología política. Una enmienda constitucional propuesta en 1999 para impedir a los directores de empresas públicas postularse a cargos electivos, un paso modesto que pretendía poner coto a abusos mayores, no fue aprobada. La iniciativa, plebiscitada conjuntamente con la elección nacional de ese año, solo fue respaldada por 38,2% de los electores. Una iniciativa similar ha sido replanteada en las últimas semanas por el Partido Independiente. Es algo, pero no suficiente.

    La experiencia indica que si los ciudadanos no hacen oír su voz, estas prácticas políticas continuarán y habrá nuevas sorpresas y lamentos.

    El mundo actual requiere un manejo cada vez más profesional del sector público, particularmente de los entes del Estado, cuyos directorios deben asumir ante el Parlamento compromisos de gestión y deben quedar sometidos a la evaluación de resultados.

    Es responsabilidad del sistema político, pero también de sus mandantes, los ciudadanos, superar la actual debilidad institucional acotando al máximo la discrecionalidad que tienen hoy los directores de las empresas públicas.

    Discrecionalidad que deja a los entes estatales desarrollar planes que ni siquiera requieren aprobación superior (¿Antel Arena?), que permitió crear más de una veintena de sociedades anónimas que operan en régimen de derecho privado sin más control estatal que el de sus accionistas (Ancap, Antel, UTE, OSE).

    Al país le va mucho en rediseñar el sistema en el que deben operar los entes. Eso es así por el enorme peso que tienen las empresas públicas en la economía y porque la globalización impone nuevas exigencias de mayor eficiencia y competitividad.

    Ignorarlo asegura todo tipo de rezago. En realidad ya estamos rezagados. Es un dilema de hierro que tiene ante sí el sistema político que, además, tendrá que despertar a una opinión pública prescindente, en parte adormecida por una década de bonanza.

    Las empresas públicas deben funcionar como verdaderas empresas porque sus resultados repercuten, positiva o negativamente, en la eficiencia y competitividad de la actividad privada.

    Durante un foro organizado la semana pasada por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), la economista María Dolores Benavente citó un estudio internacional que analiza el resultado de las empresas públicas en distintos países —en el nuestro tomó en cuenta UTE, Ancap y Antel—, en el que “Uruguay está último en América Latina”.

    El rediseño de un nuevo marco de actuación para las empresas públicas es algo que requiere más que palabras. Se trata de ver cómo lo hacen otros países, qué resultados obtienen y cómo pueden adaptarse algunas de estas experiencias.

    Benavente se refirió al caso chileno, que sigue criterios estrictos para la selección de direcciones y gerencias de las empresas públicas, así como procedimientos de contralor y evaluación de gestión y donde funciona un organismo que representa a los accionistas: todos los chilenos.

    Un organismo que, por su constitución y objetivos, defiende el interés general de los ciudadanos y que es un contrapeso frente a los intereses particulares de políticos y de sindicalistas.

    Todos los cambios llevan su tiempo y en Uruguay más por la debilidad de liderazgos políticos conservadores, atemorizados por tener que pagar “costos” electorales e incapaces de percibir las “ganancias” a recoger.

    Las diferencias políticas existentes en la coalición de gobierno no alientan muchas esperanzas de que el presidente vaya a tomar el toro por las astas. Hace diez años prometió hacer de la reforma del Estado “la madre de todas las reformas”. Poco o nada se concretó al respecto desde entonces.