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    ¡Tomá!

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2265 - 22 al 28 de Febrero de 2024

    “¡Tomá, tomá guacho de mierda!”, le gritaba su madre, y le daba golpes en la cabeza con la mano abierta, porque el Quemado no se prendía bien de sus pezones quinceañeros. El Quemado, cuando aún no era el Quemado, terminó teniendo cinco hermanos. De uno no tuvo noticias después que se hizo mayor, a otros tres los mataron en el barrio, y hay otro que está en “la casa grande”, como le llaman a la cárcel de mayores los pibes que cumplen pena en el Inau.

    El Quemado tuvo que recorrer un largo periplo antes de caer en el Inau y fugarse, y caer y fugarse, y así. Una papa. La cosa sería, luego, con los años, no caer en la casa grande, aunque ahí lo iban a cuidar más que en el Inau y mucho más, pero mucho más, que en su casa.

    “Tomá, guacho de mierda”, también era lo que le decía uno de los maridos de su madre cuando él lloraba porque le dolían los oídos o las muelas cariadas que nunca nadie arregló. “Nene, por qué no masticas una granada, es la única solución”, recuerda que le dijo un dentista que fue a revisar a los alumnos de la escuela a la que asistió un tiempito.

    Hay lugares donde el tiempo pasa distinto. Es paradójico: la pobreza se sufre largo, pero la vida se vive corta. Una noche, siendo ya grandecito, o sea 9 o 10 años, una vida en el rancho, el tipo que vivía con su madre le tiró una caldera con agua caliente. Le pegó en el brazo y lo mandó al patio a dormir con los dos chanchos que tenían como única posesión. Ese día lo rebautizó para siempre; de ahí en más y por la espantosa cicatriz que le quedó en el brazo izquierdo sería, para propios y ajenos, el Quemado.

    Cuando lo vio sangrando y llorando al lado de los cerdos, una vecina lo llevó a la policlínica del barrio. ¡Un lío con la mujer! Llegó la Policía, visitadores sociales a los que la madre tenía que dar cuenta cada tanto sobre su estado, etc. Pero todo pasó el día que se mudaron. Nunca más fue al juzgado y nadie supo más de ellos.

    Cambió de escuela, siempre a alguna donde pudiera comer. Era lo único que de la escuela importaba en casa, “¿comiste?”, sobre lo demás, leer, escribir, nunca nadie le preguntó nada. Muchos días lo único que comía era lo que le daban en la escuela. Sí, hay lugares donde dan, pero quedan lejos y todos están muy ocupados en sus cosas como para preguntarle al fin del día si había comido. La noche llegaba para dormir, bendito el sueño que los aleja un poco del infierno cotidiano. Ya, con el tiempo, la noche sería para el Quemado una forma de vida.

    Además, ¿para qué la escuela? El barrio estaba lleno de botijas que se habían rescatado sin ir a estudiar. Motos, plata, ropa, celulares. Al decir del músico Jorge Alastra, eran “los Gulliver del bajo”.

    En la primera visita que hizo a la casa del barrio de donde salía tanta riqueza, le volvieron a decir: “¡Tomá, cagón!”. Esta vez al menos no eran golpes lo que le daban. Una raya blanca de cocaína lo esperaba sobre la mesa. Probó. Entre el porro y eso, uf, una enormidad. Luego ya no tendría plata para merca y, salvo que se la regalaran como premio, le entró a la pasta.

    Y por primera vez perteneció a algo. Empezó llevando pequeños paquetes, luego controlando que la cana no anduviera por el lugar y así ganando confianza hasta que un día le dieron un fierro. Su primera propiedad.

    Nunca jamás antes había sentido lo que era la posibilidad de lograr algo que nunca en su corta vida había tenido: respeto.

    Hubiese deseado tener delante al marido de su madre diciéndole “¡tomá!”, para devolverle el gesto con un fierrazo, pero hacía años que el rancho, su madre y sus hermanos eran pasado. No imaginaba un futuro; su vida era aquí y ahora, pero sí tenía un pasado demasiado largo y cargado para tan pocos años de vida.

    Cuando se hacía mayor de edad, un día el jefe le pidió que lo acompañara a buscar un envío lejos del barrio. Por primera vez se dio cuenta de que en ese mundo marrón de lata y tierra en el que vivía había un mar, marrón también, pero un mar que ni siquiera había imaginado así.

    Alguien podría pensar que esa visión le podría haber provocado anhelo, sueños de libertad. Pero no, demasiada poesía para una vida en la que la libertad es una prisión con escasas opciones.

    Los anhelos del Quemado se limitaban a hacer plata, y a que no lo mataran antes de los 20, como a la mayoría de sus amigos. Caer en la casa grande ya empezaba a ser un mal menor, después de todo, ¿qué podría faltarle en la cárcel que no tuviese en el barrio? Había vino, había merca, se vendía adentro y hacia afuera. En fin, solo que en la cárcel podrían matarlo con más facilidad.

    En el barrio, y si por ventura le tocara caer, su vida se limitaba a transa, fumata, vino, pasta, comer, dormir. Y así un día atrás del otro.

    Llegó el día del primer trabajo serio. Subido atrás de una moto que conducía otro joven de la banda, disparó tres veces contra el objetivo. Y siguieron. No sintió nada especial. Le pareció incluso que para el otro debió ser menos doloroso que los “¡tomá!” de sus padrastros, menos doloroso incluso que sus oídos supurantes y sus muelas podridas.

    Y vino otro, y otro. Le había llegado a él el turno de tener la última palabra: “¡Tomá, hijo de puta!”. Y bum, bum.

    Se podría decir que era un joven totalmente realizado, y si no, vean: formaba parte de una comunidad, sus hermanos mataban por él, tenía un trabajo, dejó la casa materna temprano, no le pedía a nadie para sus consumos, lo respetaban. Para haber sido olvidado por todos, incluso por sus más cercanos, toda una realización personal. Está bien, no era el tipo de realización que imaginan otros, pero, al fin y al cabo, los que lo juzgan desde lejos, lejos en todos los sentidos de la expresión, ¿qué tiempo destinan a pensar en lo que fue su vida? Hablan de la droga, los tiros, la violencia, esta violencia, pero ¿quién habla de los “tomá” que le dieron en su vida? ¿Quién habla de los llantos nocturnos calmados a golpes? ¿Quién de la caldera con agua hirviendo? ¿Quién menciona el dolor de tripas por no tener ni pan duro? No es que lo justifique, incluso ni que lo explique, pero ¿quién corta por la mitad una película y luego es capaz de entenderla toda? No, así no funciona.

    Sentía que ya lo había vivido todo cuando volvió a escuchar detrás suyo el “¡tomá, hijo de puta!”. Esta vez el que viajaba en moto era otro. Otro quemado se acercaba a él, cargado con la misma bronca y displicencia por la vida ajena que tenía él. Seguramente con una vida demasiado larga para tan pocos años. Sintió el primer golpe en la espalda. Y luego, lo último que vio fue el cielo. Literalmente. Y seguro hay quien piensa que los seres como él tienen vedado el cielo.

    Pero su vida, o su muerte, tendría un último capítulo, lejos, muy lejos del barrio, en otra galaxia. Los medios de comunicación dieron cuenta de su muerte. Ni el nombre ni el apodo. Eso sí, tenía antecedentes. Su vida y su muerte se resumió a esa información: tenía antecedentes. Nada de la escuela a la que apenas visitó, nada del rancho helado y ardiente, nada de los “tomá” de sus padrastros, nada de la caldera hirviente, ni de sus caries, ni de sus dolores, ni de la compañía nocturna de los cerdos. Nada de nada. Tenía antecedentes. Imposible saber qué pensaría el Quemado porque está muerto. Pero si yo fuera él y pudiera responderle a estos cronistas del dolor ajeno, les diría: no se preocupen, ya resumieron mi epitafio mediático –“con antecedentes”- pero hay otros quemados incendiando los barrios, y un día, con sus valores de mierda que solo valen en ese mundo que les parece el correcto aunque esté cargado de ignorancia y falta de compasión para con los quemados, de cuya existencia solo se enteran en el minuto final, un día, el incendio los va a quemar, a ustedes o a alguien que signifique algo para ustedes. Y el día que se quemen, me encantaría gritarles lo primero y lo último que escuché en esta, mi vida, dolorosamente corta: “¡Tomá!”.