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    “Vidas pasadas”: un romance cinematográfico que se esconde en el anhelo

    Sigue en cartel la ópera prima de Celing Song nominada al Oscar como Mejor película

    Vidas pasadas, la pequeña película que se coló entre los pesos pesados de la cartelera y ahora compite por el Oscar a Mejor película, es una historia de éxito inesperado. En un año plagado de estrenos taquilleros como Barbie y Oppenheimer, el regreso de maestros como Martin Scorsese y la irrupción de voces internacionales como la cineasta francesa Justine Triet (Anatomía de una caída), este drama romántico tejido a través de décadas, océanos y culturas conmovió al público y logró un lanzamiento internacional que incluso llegó a Uruguay, donde sigue en cartel.

    Si bien su propuesta ha logrado conmover a gran parte de la audiencia, se queda a las puertas de la grandeza a la que aspira. Nominada a dos Premios Oscar (también compite por Mejor guion original), la película dirigida por la dramaturga y cineasta Celine Song deja escapar oportunidades que le impiden consagrarse como uno de los nuevos grandes romances modernos, tal y como la ha promocionado su estudio, A24, ganador del último Oscar por Todo en todas partes todo el tiempo.

    En Seúl, la infancia de Nora y Hae Sung, los protagonistas, se crea mediante complicidad, apoyo y confidencias. Es un vínculo inquebrantable que une a estos dos niños desde pequeños, tanto dentro como fuera del aula. Su amistad se convierte en un lazo irrompible hasta que el destino les muestra sus propios planes y una sombra de incertidumbre se cierne sobre ellos.

    La familia de Nora, de artistas en busca de un nuevo horizonte, decide emigrar a Canadá. La noticia golpea con fuerza a los dos amigos, quienes se ven obligados a enfrentar una separación que jamás imaginaron. A partir de ese momento, sus vidas tomarán caminos distintos, marcados por la distancia y la memoria de una amistad que parecía irremplazable.

    Vidas pasadas plantea tres etapas claramente diferenciadas en la historia de Nora y Hae Sung, interpretados más tarde, como adultos, por los actores Greta Lee y Yoo Tae-o.

    Primero está la tierna e inocente amistad entre los niños, nacida de una fascinación mutua y un vínculo que se ve más bien reforzado por una escena en la que sus madres conversan, confirmando la conexión especial que existe entre sus hijos, y no tanto por momentos en los que se desarrolle con solvencia.

    La segunda etapa ocurre en dos costas, casi de forma digital. Tras años sin verse, Nora y Hae Sung se reconectan por videollamadas. Entre conversaciones de Skype, conexiones deficientes y charlas con auriculares de cable, se ponen al día y comienzan a anhelar lo que tal vez se les escapó cuando sus vidas divergieron: Nora se ve inmersa en una incipiente carrera literaria en Nueva York. Hae Sung está buscando su destino profesional tras haber cumplido con el servicio militar obligatorio de su país.

    Un salto temporal de 12 años nos catapulta al presente y al núcleo de la película. Tras un fallido reencuentro virtual, donde la distancia física se erige como una barrera infranqueable, Hae Sung finalmente visita a Nora en Nueva York. Ella ahora está casada con Arthur (John Magaro), un escritor judío que conoció en un retiro creativo.

    En la vorágine de una Manhattan artificialmente calma según la reconstrucción de Vidas pasadas, estas dos almas se encontrarán para explorar las complejidades del destino, el amor y las decisiones que moldearon sus vidas. Si bien la película escapa a muchos de los clichés románticos de las historias de reencuentros, su búsqueda sobre la aceptación de los caminos transitados y no transitados jamás logra una profundidad palpable que justifique el entusiasmo que ha provocado.

    Cada escena exhala una languidez y una ensoñación que por momentos trae reminiscencias de la trilogía que comenzó Antes del amanecer de Richard Linklater. Pero la dupla protagonista no logra el encanto necesario como para que el camino que les aguarda durante sus conversaciones, sus cenas y sus llamadas sea cautivante. La película opta por la sugerencia, prefiere los diálogos sutiles, las miradas cargadas de aparente significado y la resignación ante las oportunidades perdidas, en lugar de exaltar el valor de perseguir lo que se anhela sin importar el riesgo que eso pueda conllevar.

    La antesala narrativa a ese encuentro sí se construye con solvencia, al tejer una atmósfera de intriga en torno a la inminente llegada de Hae Sung. Esta situación provoca en Nora y Arthur una serie de cuestionamientos, que son abordados con madurez y una comunicación impecable, poniendo de manifiesto la solidez de su matrimonio.

    Sin embargo, es en ese encuentro donde la película finalmente evidencia que, tal vez, la propuesta inicial sonaba mejor en papel que en la pantalla. Como coreanos, ambos protagonistas han experimentado su cultura de maneras muy diferentes. Hae Sung ha forjado su personalidad en esa sociedad, mientras que Nora ha integrado elementos de su vida en el exterior a su identidad cultural, al punto de tomar incluso otro nombre.

    Esta visita al pasado despierta en ella un conflicto interno con respecto a esa identidad como inmigrante que también deja entrever un dilema que podría haber sido ahondado con mayor detalle.

    No es fácil entender, además, qué ven Nora y Hae Sung uno en el otro en este encuentro. Ella se muestra cálida, acogedora y como una magnífica guía de la ciudad, mientras que él se presenta tímido, carente de personalidad y fascinado por una mujer de la que cree haberse enamorado desde niño. La directora establece una comunicación no verbal muy bien ejecutada por los actores pero tampoco resulta suficiente para entender realmente qué está pasando dentro de sus cabezas.

    Tanta ambigüedad no basta entonces para generar empatía con la pareja protagonista. Sorprende, en cambio, el rol de Arthur, un esposo que comprende, respeta y da espacio a su pareja, incluso llegando a permanecer junto a los “tortolitos” mientras hablan en un idioma que él no comprende. Arthur posee características que lo convierten en uno de los personajes más complejos e interesantes del film, lo que crea una disonancia con la celebración de la película por visibilizar una historia coreana.

    En su reseña, Richard Brody, crítico de la New Yorker, se refirió a Vidas pasadas como “una historia en busca de una película”. La idea es esclarecedora. Brody identifica con astucia escenas específicas que se destacan como antinaturales y que sirven únicamente para establecer hechos sobre personajes. Sabemos que Nora ha escrito libros pero jamás la entendemos como escritora. Sabemos que Hae Sung ha tenido una pareja pero apenas sí entendemos su fascinación por Nora. Para Brody, los datos sobre ellos que se van desplegando son como “declaraciones juradas cinematográficas”, se sienten forzadas. Es cierto que en los intercambios entre Nora y Hae Sung incluso los detalles más íntimos sobre ellos parecen funcionar como una introducción constante a personajes que se sienten como eso: personajes.

    En última instancia, Vidas pasadas decide despedirse con un clímax emocional que pretende acrecentar, mediante la música, una tensión dramática que las imágenes no logran por sí solas. Es solo uno de los tantos recursos fútiles utilizados por Song, evidentes si uno se permite ver más allá de la idea de que el amor es motivo de incentivo para tal incomodidad vivida a lo largo y ancho de este debut sobrevalorado.

    Vida Cultural
    2024-03-06T23:26:00