2063

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La columna de Gabriel Oddone

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Nº 2210 - 26 de Enero al 1 de Febrero de 2023

“¿Por qué la búsqueda de consensos obsesiona a tu generación? ¿Qué tiene de malo disentir?”. Esas preguntas me las hizo Martín Couto en 2019 en una de las mesas del ciclo Crónica de Nuestro Tiempo que organizó Gabriel Quirici junto con Banda Oriental y que luego dio origen al libro que lleva el mismo nombre. Confieso que esas preguntas me han hecho pensar bastante desde entonces.

En 2009, cuando Martín cumplió 20 años, Uruguay celebraba sus sextas elecciones generales luego de haber recuperado la democracia en 1985. Cuando yo cumplí 20 años en 1983, un gobierno inconstitucional y carente de apoyo ciudadano usurpaba el poder desde hacía una década.

Mi generación creció sabiendo que recuperar la democracia y la libertad era lo más importante. La unidad y la fortaleza de los demócratas exigían que la prioridad fueran los puntos de encuentro. Sabíamos que habría tiempo para marcar nuestras diferencias, pero creíamos (conscientes o no) que al hacerlo debíamos evitar desgastarnos en enfrentamientos inconducentes y evitables. El período previo al golpe de Estado nos había enseñado sobre cómo se puede erosionar la convivencia si no se cuidan las formas y no se protegen las instituciones.

No le temíamos al disenso. Por el contrario, queríamos recuperar un marco de relacionamiento en el que las diferencias pudieran expresarse con libertad y canalizarse de forma civilizada. Queríamos concentrarnos en construir un futuro más próspero, con menos desigualdades y con muchas más libertades. Eso requería centrarse en lo relevante y dejar de lado lo accesorio. Por eso, la defensa del interés general, la tolerancia y la altura de miras eran atributos que reclamábamos de los protagonistas de la vida pública. Más allá de la firmeza con la que defendieron sus ideas, la gran mayoría de quienes han actuado en política luego de 1985 ciertamente los tuvieron.

Cuatro décadas después de aquel 1983 en el que el PIT celebró el 1º de mayo por primera vez en una década, en el que tuvo lugar la marcha estudiantil de la Asceep en setiembre y en el que el Obelisco nos reunió a los demócratas en un “río de libertad” en noviembre, no parece que los uruguayos lo hayamos hecho mal.

Durante estos años, no sin dificultades, recuperamos y consolidamos una democracia que se distingue en el plano internacional, logramos mantener un modelo de convivencia que es ejemplo en la región, gestionamos una crisis económica muy grave como la de 2002 y un contexto muy desafiante como el de 2020, aceleramos el crecimiento económico respecto al de las cuatro décadas previas y redujimos la pobreza de forma significativa. Ello es muy evidente si nos comparamos con nuestros vecinos. Por ejemplo, entre 1980 y 2020 Uruguay duplicó su Producto Interno Bruto (PBI) per cápita y redujo la pobreza a la mitad. En ese mismo período Argentina aumentó su PIB per cápita solo 30%, mientras la pobreza casi se triplicó. (1)

A pesar de no haberlo hecho mal, todavía tenemos muchos desafíos por delante. Debemos consolidar una sociedad más próspera, más cohesionada y comprometida con el medio ambiente. Ello requiere acelerar el crecimiento económico, dar más oportunidades a los jóvenes, proteger más y mejor a la población vulnerable, en especial a los niños y los adolescentes, y explotar de manera sostenible nuestros recursos naturales. Para lograrlo, es necesario, entre otras cosas, integrarnos de forma más intensa a la economía global, promover más la innovación y la incorporación de tecnología, mejorar el sistema educativo, aumentar la eficiencia del sector no transable, fortalecer el marco de políticas activas de empleo, revisar el esquema de ingresos y transferencias públicas, así como desestimular comportamientos no amigables con el medio ambiente.

Lo anterior requiere tomar decisiones cuya implementación es muy compleja porque afectan intereses diversos. Por eso, es crucial que la agenda además de ser pertinente sea factible. Ello exige definir una secuencia equilibrada de cambios, reunir apoyos y prever acciones para superar las resistencias naturales que emergen en este tipo de procesos. En otras palabras, tener razón y legitimidad son condiciones necesarias, pero no suficientes para implementar reformas. Para consolidar transformaciones de fondo es imprescindible lograr los consensos mínimos y gestionar de forma eficaz los disensos. Precisamente, este es uno de los principales desafíos que enfrenta el gobierno actual en lo que resta de su mandato.

Como en muchos lugares del mundo, en Uruguay estamos asistiendo a un deterioro acelerado de la calidad del debate público. Y no se trata de un fenómeno circunscrito a ciudadanos que se pronuncian de forma tajante sobre temas variados sin mayor fundamento en las redes sociales. Lamentablemente, no son pocas las oportunidades en las que representantes de la ciudadanía se ven envueltos en discusiones sobre aspectos minúsculos y cosméticos, se indignan ante comentarios insignificantes o recurren a la descalificación agresiva de sus antagonistas. A pesar de lo que creen, en cada episodio que protagonizan no solo erosionan su autoridad, sino que afectan la credibilidad de las instituciones que representan. A todas luces, ese no es el clima compatible con la agenda de cambios que el país necesita.

Las lecciones que aprendimos durante las últimas cuatro décadas deberían ayudarnos a enfrentar los desafíos que tenemos por delante. Cuando quienes tengan 20 años en 2063 miren su futuro tendrán por delante retos tan importantes como los que Martín y yo enfrentábamos en 2009 y 1983. Sin embargo, si las generaciones que hoy protagonizamos los debates y las controversias de la agenda pública no nos concentramos en lo relevante, no mantenemos la altura y no cuidamos las formas, arriesgamos a perder mucho. Por lo menos tiempo y probablemente algo más. Los acontecimientos políticos recientes en varios países de la región son ilustrativos al respecto.

No se trata de evitar el disenso. Se trata de encontrar los puntos de encuentro y de que las diferencias, que siempre son bienvenidas y necesarias, no nos impidan concentrarnos en lo importante: construir una sociedad más próspera, tolerante y justa. Para eso, la generación de Martín y la mía tienen mucho trabajo en los próximos años.

(1) Los datos de PIB per cápita son del FMI y los de pobreza son del Banco Mundial y la Cepal. La línea de pobreza está definida como el número de personas que tenían un ingreso al día menor a US$ 6,85.

(*) El autor es economista y doctor en Historia Económica, profesor universitario y socio de CPA/Ferrere.