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El taller del Parque Rodó quedó pequeño para albergar tantas latas, bidones, tubos de PVC, tapas y maderas que muy pronto serán puro sonido. Allí se unen el oficio y el arte, el percusionista y el carpintero-artesano que transforma los desechos plásticos en instrumentos musicales. “Yo no diría que soy un lutier, sino un carpintero musical”, aclara Fernando Rodríguez, más conocido como Cacho, cuando quiere definirse. Y el nombre cachimbo.uy que eligió para su página web, donde muestra su proyecto y sus creaciones, también lo define. “Mi eslogan es ‘Aborígenes de la era del plástico’ porque de alguna forma sintetiza el concepto de que en esta época estoy haciendo lo que hubiera hecho 500 años atrás, pero con lo que tengo en la vuelta”.
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En un origen más cercano hubo un abuelo carpintero, autodidacta, del que posiblemente heredó el oficio. Pero para Cacho lo primero fue la pasión por la música, sobre todo por los tambores. Siendo adolescente, a finales de la dictadura, empezó a ir a la feria de Villa Biarritz donde se juntaban en torno al choripán y la caipiriña los tamboriles. “Hubo una especie de explosión libertina en esa época y yo me acercaba al grupo de los hermanos Bonga, del Nego Haedo, de Gularte, a los percusionistas de esa generación, y los miraba tocar. Por mucho tiempo fui la mascota que pasaba la gorra, hasta que un día me dejaron probar con el chico. Ya había aprendido las básicas de la percusión”.
De esa experiencia adolescente nació el percusionista que aprendió también con Javier Bonga, con Gonzalo Moreira, con Carlos Ferreira y Sergio Tulbovitz. Después integró y fundó las bandas Kongo Bongo y Abuela Coca, hasta que a comienzos de los 90 llegó otra forma de aprendizaje a través de los viajes. Hizo uno muy largo por Bahía y en 2002 por Cuba. “La raíz de toda la música latina está en los ritmos religiosos cubanos o portorriqueños”, explica. Unos años antes había estado en el norte de Portugal, cerca de Oporto, en un pueblito de pescadores llamado Espinho. “Fui a trabajar a un hotel como percusionista de orquesta, en fiestas privadas y en casinos, con un tipo de música y canciones que nunca pensé que iba a tocar. Aprendí mucho. Hay que mirar más allá y tener cuidado con poner la estética como una ciencia exacta”.
En esos viajes también aprendió que los negros y los gitanos son los dueños del compás. “Entienden la anatomía del compás, no la piensan mucho, para ellos el arte no está maquillado para la escena, es funcional a la vida diaria, a lo cotidiano. Y de alguna manera, lo cotidiano está presente en mi propuesta”.
Cuando regresó a Montevideo no volvió a las grandes bandas, y progresivamente fue entrando en el ámbito educativo. Empezó con una suplencia en el Colegio Latinoamericano, de donde fue alumno, y descubrió una veta interesante para trabajar que lo sacó de su vida de carpintero de día y músico de noche. Lo empezaron a llamar de escuelas y colegios para que hiciera talleres de música. “Me vinculé también a Hornero Migratorio, un proyecto audiovisual que dirige Francisco Lapetina. Empecé a ir a escuelas rurales a crear instancias de composición y creación colectiva que después se devuelven a la comunidad en forma de videoclips”. En esos videos se ve a los niños atentos a los sonidos de los pájaros, del viento, de la naturaleza. Después crean ritmos con una escoba al barrer el suelo, con cañas contra una mesa, con una botella. “Para mí la música está durmiendo por ahí y uno es el duende que la despierta”, dice el músico.
En una de las paredes de su taller hay un bidón de agua que tiene un brazo de madera incorporado con un clavijero y una única cuerda. Empieza a tocar y el sonido es igual al de un bajo del que sale la primera estrofa de Para Elisa. “Lo que rescato de ser carpintero es que me permite llegar a estos resultados que necesitan de una precisión que tal vez otra persona no logre. Si el carpintero es músico, es más fácil”.
En los últimos tres o cuatro años empezó con las instalaciones sonoras y encontró muchas posibilidades en los tubos de PVC. “Allá por 2004-2005 comenzaron las obras de la Compañía del Gas brasileña. Rompían todas las veredas y empecé a ver los tubos tirados por ahí. Los juntaba y los guardaba. Acá abajo tengo un sótano en el que no se puede caminar de tantos que encontré. Tengo el teléfono de algunos capataces de saneamiento que cada tanto me llaman y me dicen: ‘Mirá que quedó un tramo de caños tirado por ahí’. Me empezó a picar el bichito de las tuberías”.
Entonces, nuevamente Brasil le enseñó a hacer música con tubos, y también encontró orquestas en Europa de instrumentos hechos en PVC. “Es un material muy contaminante y es importante darle otro uso. En mi juventud el ecologismo se veía como algo hippie, era hacerse el hindú. Ahora hay otra mirada y el sistema educativo está trabajando con los niños que tienen mucha más consciencia ecológica de la que nosotros tuvimos”.
Uno de sus instrumentos hecho con tubos de PVC se llama tapófono. La idea de crearlo se le ocurrió cuando estaba haciendo un portalápices con un tubo de cartón y una tapa de madera y se le cayó al piso. “Sonó como un quitiplá, que es un instrumento de caña de bambú gruesa cortada al ras del nudo. Empecé a investigar con amigos la longitud de onda para las notas y armé un juego de quitiplás en la escala de do mayor, algo parecido a un vibráfono o xilofón. Encontré los caños de PVC y las tapas de los frascos de yogurt que coinciden con la medida del tubo. De ese accidente surgió el tapófono”. Toca su tapófono, que tiene algo de marimba. Ese instrumento formará parte de una instalación doble que irá acompañada de unos tamborcitos. Tiene como destino un jardín de infantes del Buceo. “Trato de no terminar las instalaciones para hacerlo con los niños o con los padres”, explica.
Otras instalaciones se amuran y forman paredes sonoras, como la que hizo para la Escuela 237 de Capurro a la intemperie o en el Patio Mainumby del Colegio Ciudad Vieja, que es accesible al público en horario escolar. Con el mismo espíritu, en el Teatro Solís instaló un circuito sonoro: Re-suena.
El hipoclorófono está hecho con una botella de Agua Jane. Los bonsáis son minibaterías elaboradas con latas de comestibles o de pintura, cuyas tapas son los platillos y el charleston. Uno de estos bonsáis es para un niño del barrio que cumple ocho años. “Trato de buscar los sonidos nobles de los materiales, que no sea como pegarle a un tacho. Busco que el tacho se convierta en un instrumento”. Y es cierto: su bonsái suena como batería. Otro conjunto se llama plastidorme y está elaborado con latas de pintura de 20, 10 y cuatro litros y membranas de plástico PET. Una verdadera cuerda de tambores.
“En las escuelas hay una renovación generacional de quienes enseñan música y también han cambiado los programas, por lo menos no miran tanto hacia Europa. Yo llegué a estudiar música clásica sin escucharla. Lo digo con todo respeto, porque no soy académico, pero creo que la Escuela Universitaria de Música sigue siendo eurocentrista y sigue estando de espaldas a nuestra música. Hubo algunos intentos de acercarse a la música popular, por ejemplo, con Nicolás Arnicho, que ahora es docente. Pero en la concepción de los programas sigue primando el músico clásico, la música de orquesta sinfónica”. Él viajó por Argentina y visitó cátedras de música popular, con folcloristas que son multinstrumentistas. “Los ves tocando un charango, una quena, una zampoña y leen partituras. Tienen la metodología clásica, pero la aplican a su música”.
En las escuelas prefiere trabajar con los niños pequeños, de dos a cinco años. “A medida que avanza el sistema educativo, la creatividad se condiciona. Con los más chicos exploro la sonoridad, juego con ellos. Ven el proceso de creación de instrumentos. No funciono evaluando, planificando, no soy maestro, aunque aprendo mucho con ellos. Pero cuando tengo que meterme en el sistema siento el cachetazo de que hay que hacer las cosas de otra forma y doy un paso al costado. No hay forma, no puedo”. Por ese “cachetazo” nunca se homologó en Primaria ni se presenta a los llamados. Sí le interesa trabajar en la formación docente. “Comparto recursos que ayudan a oxigenar los contenidos curriculares. Recuerdo el Teorema de Tales por Les Luthiers, no por los maestros”.
Su proyecto inmediato es adecuar el taller para que los niños vayan allí, a su fábrica de sonidos, y tal vez armar una pequeña orquesta con sus instrumentos. Una escuela de arte le regaló dos pianos que no tienen teclas, aunque sí los encordados, y ya está pensando qué hacer con ellos para que los niños exploren. “Los pianos no tendrían que tener tapa, o tendrían que ser transparentes. Su mecanismo es maravilloso”.
Alejada de los otros instrumentos, descansa una guitarra criolla que usa para acompañar canciones infantiles sencillas. “No soy guitarrero. Me he especializado en hacer música con una sola cuerda”, dice, y se ríe. En uno de sus videos, un grupo de preescolares se divierte con los sonidos que hace con la boca al imitar una pelota que pica en el suelo o un ratón que corre. Después juega con sus manos y se hace el dormido. Los niños le gritan: “¡Cacho! ¡Cacho!”, y él se despierta de golpe. Todos se ríen a carcajadas.