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    Advertencia: horror + morbo = “gayina“

    El cuento es perfecto y de un espanto tan incómodo como hipnótico. Quien haya leído La gallina degollada de Horacio Quiroga (Salto, 1878-Buenos Aires, 1937) no habrá podido olvidar esa historia tremenda que protagoniza un matrimonio joven con sus cinco hijos: cuatro son varones, nacieron sanos, pero fueron quedando idiotas (así los llama el autor) en pocos meses. Quiroga describe a los hermanos con una aterradora belleza plástica: “Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta (…). Animábanse solo al comer o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial”.

    A estos cuatro pobres niños, a los que sus padres van abandonando en cuidados y cariño, se suma una hermana menor que crece hermosa e inteligente, hasta que a sus cuatro años la desgracia abre, literalmente, su garganta: “Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo”.

    Quiroga es impactante con su narrativa precisa, estilizada, directa. Es un clásico del cuento moderno rioplatense, estudiado en escuelas, liceos y universidades, incluso extranjeras. Sus historias están atravesadas por su propia tragedia personal, porque él mismo vivió rodeado de accidentes mortales, de desdichas amorosas y de suicidios, como el suyo. Fue un hombre que iba sentado al costado de la muerte, y eso se vive en sus obras.

    El escritor salteño manejaba el horror con un naturalismo descarnado, lleno de imágenes construidas a través de palabras justas y diálogos punzantes. A La gallina degollada, uno de los relatos más breves del libro Cuentos de amor de locura y de muerte, no le sobra nada. Lo que no cuenta se lo imagina el lector. Y, como sucede con la buena literatura, su historia crea incomodidad, sacude, emociona y no se olvida.

    El horror como materia creativa es atrapante, y eso lo sabe muy bien Israel Caetano. En La gayina presenta una puesta en escena atractiva, con buenas variaciones de personajes y de la historia original y transiciones del tiempo propias del cine. Sin embargo, optó por un realismo grotesco que no deja nada librado a la imaginación. Lo muestra todo con un morbo innecesario, con gritos innecesarios, y por momentos la incomodidad se vuelve una materia densa y pesada, que exaspera, porque a la tragedia humana de Quiroga le agrega un poco más y otro poco y otro poco.

    En escena hay adolescentes y niños que se destacan por su actuación. Una de ellas es muy pequeña y aparece cuando ya el clima se tensó al extremo. Su aparición recuerda al niño de la película El resplandor. Es el toque Caetano, el “un poco más” que termina desbordando.