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    Afuera llueve

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2232 - 6 al 12 de Julio de 2023

    Noche del martes. Mientras termino una nota para la sección cultural de este semanario, voy pensando sobre qué voy a escribir en la columna de esta semana, en esta columna. Leo titulares de diarios que ya ni se esfuerzan en disimular su militancia; leo la habitual sobrecarga, densa y pesada, de descalificaciones políticas, por lo que sea. En resumen, leo cómo la política democrática lentamente abandona su carácter de espacio de intercambio y acuerdo para convertirse en algo desagradable, claustrofóbico, sin perspectiva, cada vez con menos sentido colectivo. Y entonces decido que no, que es un embole, que no tiene sentido escribir sobre este mamarracho populista en que se viene convirtiendo la política patria.

    Y justo entonces leo en Twitter que la diputada del Frente Amplio Cristina Lustemberg hizo algo totalmente a contramano de todo lo anterior. Algo que debería ser política normal y que, sin embargo, en el ambiente de bar de borrachos violentos en que se ha convertido nuestra política parlamentaria, parece extraordinario. Leo que la diputada, que ya se había reunido en junio con el presidente Luis Lacalle Pou, se reunió con el Directorio del Partido Nacional y con el presidente del INAU, para exponerles su plan sobre infancia y eventualmente conseguir su apoyo.

    Entiendo que la representante debe haber presentado algo relevante porque, según informa la prensa, Lustemberg efectivamente recibió el apoyo del Partido Nacional. Leo que Armando Castaingdebat, secretario del Directorio del Partido Nacional, dijo después de la reunión: “Queremos ser parte de una muy buena idea, una muy buena iniciativa, y esto tiene que pasar a ser parte de todo el sistema político”. El proyecto tiene como objetivo generar una gobernanza distinta para coordinar mejor todas las políticas de infancia en el país, en busca de que los recursos públicos lleguen a quienes los necesitan.

    “El diseño que hoy tiene la política pública no está funcionando de forma adecuada, para que el Uruguay tenga un salto cualitativo”, dijo Lustemberg, recordando además que actualmente hay “157.000 niños viviendo por la línea debajo de la pobreza, 30.000 viviendo en situación de emergencia habitacional y 7.500 con situaciones de abuso y maltrato, donde el Estado repara muy pocas de esas situaciones detectadas”. Para luego agregar algo que, entiendo, es esencial: “Hay que legislar para que esto trascienda a quien gobierne y después cuando se reglamente, se diseñe una política pública”. Esto es (y en estas columnas me he aburrido de plantearlo), que hay políticas esenciales que se deben pensar en términos de Estado y no de un gobierno. La infancia es una. El agua es otra.

    Me da por mirar el impacto que la noticia ha generado en redes y veo que es ínfimo. Mucho menor que el que produce cualquiera de esos parlamentarios de medio pelo que marcan la agenda con su catálogo de insultos, salidas de tono y chicanas de asamblea estudiantil. Entiendo entonces que no es solo que sean pocos los representantes que se preocupan por alcanzar algún objetivo colectivo de fondo, más allá del ruido populista habitual. Acaso un Ope Pasquet, una Carmen Asiaín, la citada Lustemberg y algunos más que puedo contar con los dedos de las manos. Pareciera que tampoco el electorado está especialmente interesado en esos asuntos y prefiere el espectáculo habitual de las Bianchi y las Melgar de esta tierra, que tiran piedras en Twitter.

    Un poco peor aún, leo unos cuantos comentarios desde la militancia del Frente Amplio que cuestionan a Lustemberg por su talante negociador y cooperativo. “Se corta sola”. “¿El FA apoya esto?”. “La viene embarrando últimamente”. A ciertas militancias, y acá hablo de todos los partidos, no solo del Frente Amplio, parece interesarles más que su proyecto sea aprobado con su mayoría y mucho menos que ese proyecto se haga efectivo para quienes necesitan de ese cambio en la política a lo largo del tiempo. En este caso, los más de 150.000 niños pobres que, por cierto, no son mencionados ni una sola vez en esos intercambios militantes que sospechan del talante de su representante.

    Pero, pienso, me sigue dando pereza escribir sobre esto. Porque ya lo hice antes, porque es ganarse el odio automático de un montón de gente abducida que ni te va a leer, solo putearte. Porque me propuse, infructuosamente, no escribir sobre política partidaria. En esas ando cuando siento un ruido que casi tenía olvidado. Son golpecitos secos contra el vidrio del pasillo. Está lloviendo. Como buen nerd, miro el radar meteorológico en la compu y, tras ver que el agua cae también donde hace falta, pienso por primera vez en mi vida: “ojalá que llueva así, manso y copioso, durante muchos días”.

    Salgo a pasear al perro bajo la lluvia. No encuentro el paraguas, así que a la media cuadra ya estoy empapado. Pero no hace frío y hace tanto que no caía una lluvia así que no me importa. Junto con la mano el agua que sale del desagüe de una azotea y la pruebo: es dulce y fresca, sin olor a cloro y sin el ya habitual caldito Knorr de la sal. Levanto la cabeza al cielo y abro la boca. Las gotas frías caen en mi lengua y las trago. Digamos que pese a tener los pies empapados, paseo al perro contento.

    Casi terminando de dar la vuelta a la manzana, me cruzo con un grupo de sin techo que se reúne en la esquina de casa. Todos son más jóvenes que yo, difícil que pasen los 30. Casi todos tienen el andar rígido y a la vez saltarín de los pastabaseros. Solo que ahora no se mueven, acurrucados como están en la oscuridad, abajo de un balcón que ofrece un breve refugio. “Buenas noches, vecino, ¿todo bien?”, me dice uno de ellos mientras paso. “Buenas noches, todo bien”, contesto. Por un instante pienso en comentarles algo sobre lo que venía pensando: que ojalá esta lluvia siga cayendo porque nos hace falta. Pero la idea no se vuelve palabra. Para esta gente y para todos los que duermen a la intemperie, es más problema la lluvia que su ausencia, al menos en lo inmediato. Y en lo inmediato es donde viven todos ellos.

    Y eso me hace pensar en cómo serán vistas las necesidades de aquellos que estamos integrados por quienes viven al margen, en la calle o en un rancho de cartón. Que nuestro orden de prioridades seguramente les resulte ajeno e irrelevante, aunque no siempre sean capaces de construir y postular un orden propio. La miseria suele ocupar todo el ancho de banda mental disponible y eso hace difícil mirar sobre uno mismo con perspectiva.

    Y me hace preguntar si esos políticos gritones e inanes, esas militancias embebidas en sí mismas y sin visión de conjunto, logran entender que es irrelevante quién arregle el problema, siempre que alguien lo arregle. Que preocuparse por quién se anota los porotos solo interesa a aquel que tiene sueldo, casa y comida asegurados. Que hay urgencias inaplazables, que en un país con nuestro grado de desarrollo es inaceptable seguir teniendo 300.000 personas en cantegriles y en donde casi la mitad son esos niños de los que habla Lustemberg. Así que no, no les digo nada a los pibes sobre la lluvia y sigo mi camino. Entro a casa, me saco la ropa mojada, me pongo otra, seca, preparo un café y termino esta columna.