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Afuera llueve incansablemente. La sonoridad del lugar, sus grandes escaleras de piedra, los patios y enormes pasillos que permiten correr el viento, obligan a mirar hacia afuera una vez más y recordar las alertas. Es martes y el Cabildo está desierto. Ideal para recorrerlo cansinamente. La fachada está un poco escondida por un pasaje de obra provisorio que obliga a bajar a la calle y caminar entre andamios.
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El lugar está en obras o aparenta, situación que acompañan algunas muestras que desde hace un tiempo intentan instalar un diálogo con la persistencia de la memoria, con los restos de un inicio de nación, con los retazos de los cielos independentistas. Y con la propia idea de historia expuesta, de museo. La muestra está en el primer piso, a la derecha y al final del pasillo, en una sala lateral. De lejos parece un depósito, aparecen algunas imágenes que no predicen nada agradable. Error. Aunque al entrar uno pueda sentir un sacudón ante la disposición de los objetos, hay algo que obliga a indagar sobre lo que no se ve y a regocijarse con cierto placer en la visión casi fantasmal.
Hay muchas cosas ocultas en la propuesta del uruguayo Carlos Capelán (Montevideo, 1948), uno de los artistas contemporáneos más interesantes que ha dado este país de tanta creación. Lo que no está, lo que no se ve, lo que en un principio no existe es el primer empujón para conocer una especie de silencio visual, artístico, histórico que impone la propuesta de Capelán. Para empezar, el propio artista está oculto. No es el que aparece entre dibujos o instalaciones y uno se acostumbró a ver con su búsqueda de un lenguaje muy personal, en el recorrido por geografías intermedias, entre lo reconocible y la mirada siempre inquietante de pájaros disecados, de libros intervenidos, de palabras intensas, de imágenes entrecortadas que buscan reconstruir un perfil, un nombre, una identidad.
No hay objetos, apenas sombras de objetos, siluetas, contornos. La muestra se titula Museo, un lugar en el que el autor desaparece, se niega a ser o existir entre las imágenes. El artista llena una pared de cuadros dados vuelta, con la parte de atrás expuesta. Oculta la imagen de cuadros de Zoma Baitler (Lituania 1908-Uruguay 1994), de Guillermo Rodríguez (Montevideo 1889-1959), por citar a dos de los más reconocidos. Hay otros. De toda la enorme pared cuelgan los marcos con sus maderas o lienzos o papeles viejos, sin brillo, descascarados. Son muchos, decenas, de diferentes tamaños, supuestos autores, algunos con títulos escritos a mano en el propio cuerpo de la supuesta obra. Si hay alguna imagen oculta no se sabe. Puede que esa enorme exposición de no-cuadros, de no-artistas colgada por una red casi invisible de tanzas, encierre un cuerpo de figuras o colores y tonos sugeridos por los pequeños cartelitos al pie. En realidad no importa.
Porque en ese cuarto, a diferencia del resto del silencioso y pesado edificio, la historia requiere ser desenvuelta una vez más, pintada de nuevo, desprovista de representación. En cierta forma es el grado cero del arte, de la historia, de la exposición museística lo que Capelán propone en su sencilla y sorpresiva instalación. Oculta la imagen acostumbrada, la historia ya conocida, la evidencia.
En los típicos expositores del Cabildo deposita objetos envueltos en papel y debidamente atados. A su lado, los nombra. Hay allí alguna espuela, un potiche de farmacia, un candil de cinco brazos, un sable, algún mate junto a un montón de posibles objetos históricos. Todo es porque se nombra. No hay allí ninguna imagen o forma o materia que refiera a algo reconocible, apenas papel que aparenta formas. Pueden estar vacíos. Una vez más, como los cuadros dados vuelta. Es, finalmente, el lugar donde el lenguaje pictórico y verbal se enfrentan, se permiten generar un intersticio, un hueco de sentidos.
Es Capelán, en cierta forma, o la idea que uno puede tener de Capelán. Pero envuelto, engañoso, imposible de chequear. En esa crisis de apariencias y existencias, en ese ocultamiento de la historia y la realidad reconocida, desde el arte y el lenguaje, el autor parece haber dejado un par de señas. En un banco hay un gran libro de tapas negras. Es un catálogo de un artista llamado Capelán. Ese día estaba abierto en la página 79, un par de imágenes, un texto en lengua extranjera, un dibujo sobre la trama de palabras extrañas. Es como si dejara una línea de inicio para tironear hasta que aparezca un rastro totalmente nuevo. En otro lugar, a modo de escena iluminada teatralmente, una mesita retiene un montón de papeles impresos con la palabra “museo”. Es para llevarlo. Detrás, una narración, un texto del propio Capelán. Es una historia personal, refiere a un lugar en el que se encuentran varios personajes, un edificio, una pequeña y curiosa Babilonia. Es interesante, desacomoda. Se relata un mundo en el que se cruzan nombres, acciones, intenciones, personajes, una cierta emoción. Es una construcción que pinta más que verbaliza, curiosamente al revés del resto. Juega el papel de las frases sueltas que hay por todo el lugar, que nombran lugares como el Fuerte, la calle 25 de Mayo, el viejo edificio donde estaba Meteorología, nada menos. Apela a un lugar de la memoria, desordenado, reconocido, diferente según quién lo lea o recuerde o según cómo se perciba. Tiene sentido en otro, en el otro. Sin una sola representación visual. O mejor, la representación visual del sustantivo, del sujeto, del tiempo, de la acción, de algún complemento posible. Solo la palabra, como un gesto, como un golpe que parece darle sentido a todas las ausencias, como el último madero que salva del naufragio. Es una alerta. Que se apoya en la reconstrucción desde otro lado, desde el vacío de la idea de museo y de sus pertenencias. En el diálogo, desde el lado oculto de la imagen. En la historia, desde el agujero negro del arte, como la aparición de un tornado.
Museo, de Carlos Capelán. En el Cabildo de Montevideo. De Lunes a viernes de 12 a 17.45 h. Sábados de 11 a 17 h. Hasta octubre.