Una larga cabellera sujeta con una vincha, el andar despreocupado de un atleta, la creatividad que no puede permanecer contenida y un cable suelto que debería ir a tierra para atemperar los comportamientos violentos de un guerrero por naturaleza. La genialidad está a punto de tomar la ciudad, primero en sus rincones y cuevas marginales, que son los sitios donde los músicos jóvenes consiguen trabajo. Luego se extenderá a los cruceros del Caribe y a los teatros y salas de concierto del país, y más adelante el mundo todo será tomado, con sus enormes estadios cerrados en Londres, Tokio, París, Estocolmo, Madrid y Río de Janeiro, y los festivales al aire libre donde se habla español, inglés, italiano, francés, alemán y ruso, y las estaciones de radio de onda corta y larga y las compañías discográficas de mediano y largo alcance. Incluso las pastillas Shure —y no estoy hablando de drogas— van a ser tomadas en todos los tocadiscos de alta definición. Cuando Jaco Pastorius quitó los trastes a su Fender del 62 y luego depositó los dedos, que viajaban unas veces como un tren de alta velocidad y otras midiendo el viento y las corrientes como un velero conocedor del mar, otro fue el rumbo que tomó el bajo eléctrico. No hubo en la historia de la música contemporánea una revolución tan abrupta, tan marcada y tan decisiva, una suerte de epidemia que contagió a todos los bajistas y les hizo estornudar y toser como Pastorius. Y una vez más se volvió a repetir la historia del guerrero signado por una vida corta, épica, gloriosa y con un trágico final.
Practicaba de noche en su cuarto, intentando no hacer ruido ni molestar a los vecinos, aunque una vez entonado con su música, el resto le importaba un comino. La genialidad, para manifestarse en todo su esplendor, solo debe hacer caso a la genialidad. El resto son obstáculos que deben ser derribados.
Cuando nació su hija Mary tenía ahorrados unos 700 dólares, que era aproximadamente la cifra que debía al hospital por los cuidados y la internación de su esposa. Pero en lugar de pagar la cuenta, Jaco prefirió comprarse un amplificador: “Lo necesitaba, de verdad, mi familia lo necesitaba. Y al poco tiempo, trabajando con ese amplificador recuperé el dinero. Dejé de escuchar discos, de leer revistas especializadas y me dediqué de lleno a la música, y en especial a tocar el bajo eléctrico”.
Se embarcó en todos los cruceros que le ofrecieron trabajo. No le importaba qué repertorio debía tocar, si temas bailables para divertir a los recién casados, si valses para los veteranos, si La cucaracha o Cumpleaños feliz. Y fue recorriendo puertos como buen marinero, y como buen marinero también se emborrachó y rompió sillas en cabezas y se las rompieron a él.
En 1976, producido por Bobby Colomby para Epic Records, aparece el disco Jaco Pastorius. Allí estaban Wayne Shorter, Herbie Hancock, los hermanos Randy y Michael Brecker, Hubert Laws, Don Alias y otras tantas celebridades que en definitiva quedaban opacadas ante el Huracán de Florida, un chico de 25 años que con su fretless cantaba con una claridad como nunca antes se había oído cantar a un bajo, un chico capaz de tocar Donna Lee de Charlie Parker, con todos sus endiablados cambios, únicamente con el bajo.
Ese mismo año y sin haber escuchado nunca antes el sonido de la banda, Pastorius es el nuevo bajista de Weather Report. Se suceden los grandes discos como Black Market, Heavy Weather, Mr. Gone, 8.30 y Night Passage, y las giras internacionales y los elogios y la fama y las fiestas locas con los fans y las fans, y los excesos de alcohol y drogas, y el no me acuerdo lo que hice ayer y el perdón por haberte golpeado.
Sin embargo, a pesar de los placeres inmediatos que generaba su posición, no se llevaba bien con la fama. Más allá del reconocimiento y el dinero, prefería estar en su casa de Fort Lauderdale con su familia y tocar para sus amigos, de ese modo era realmente feliz. Cuando ya había abandonado Weather Report y realizaba extensas giras con su propia banda, solía llamar desde Japón o Australia a Wayne Shorter, y hablar una hora o más sobre la importancia de su familia y sus hijos, lamentándose de lo mucho que los extrañaba aunque una voz interior indomable ya le marcaba el camino hacia la destrucción.
Cuenta la leyenda que unos músicos locales peregrinaron hasta el Festival de Jazz de Río de Janeiro, en 1980, a ver a Weather Report, en realidad a tratar de encontrarse con Pastorius y charlar con él, ver cómo respiraba, tocarlo y venerarlo. Los artistas estaban alojados en el Hotel Intercontinental, en la Barra de Tijuca, y allí se apostaron y montaron guardia los músicos locales. Varias veces llamó el conserje a la habitación de la estrella y no hubo respuesta, hasta que una de las llamadas encontró eco. Cuenta la leyenda que los músicos locales fueron recibidos por el mismísimo Pastorius, y que vieron su bajo sobre la cama, al parecer bastante destrozado porque se entiende que los objetos son parte del alma de sus propietarios, y que incluso uno de ellos, que en Montevideo regenteaba un taxi, se animó a empuñarlo y tocar unas pocas notas, a ver si recibía un contagio mágico. Y que Pastorius, jugando a realizar equilibrio con unas bolas de goma, con los ojos vidriosos, la mirada perdida y sin demasiado interés pero amablemente, dijo al irreverente que había empuñado su instrumento: “Tocas bien, eres bueno”.
Poco a poco Pastorius se va convirtiendo en un tipo difícil: no cumple horarios, su comportamiento es desprolijo, no se ajusta a ningún contrato, es irritable y violento. Pero el mundo lo ama y le perdona todo, porque es Pastorius.
El teatro principal del Festival de Jazz de Vitoria, en el País Vasco, está repleto y ansioso. El concierto no comienza, hay más de dos horas de retraso y los empresarios dan vueltas, gesticulan nerviosamente y gritan por celulares. ¿Pero dónde está? ¿En el hotel? ¿Ya salió? ¿Cómo? ¿Destrozó el baño?
Finalmente, el Huracán de Florida arriba al teatro en un estado como para evitar cualquier análisis de sangre. Los empresarios se le acercan pero los aleja a los empujones. Se quita la camisa, ajusta el colgante del bajo en su hombro y sale al escenario: “Euskadi, perdón por el atraso. Los compensaré con un concierto de tres horas”. Se arroja al foso de los fotógrafos, pisa a más de uno, atraviesa una valla y se pone a tocar entre la gente, que estalla en una ovación.
—A todo lugar donde vayas y en los lugares más dispares, incluso varias veces al día, escuchas a Jaco, desde el jingle del último comercial de TV hasta los más diversos bajistas que tratan de imitar su sonido en discos y estilos de toda clase: jazz, rock, reggae, country, hip hop (Pat Metheny).
En los últimos tiempos predominan el vértigo, las alucinaciones y la destrucción. Jaco viaja por calles de esquinas marrones, opacas, semáforos congestionados, violetas peligrosos, aullidos y sirenas en el paralelo 41. Entre masas y moles y colores de aceite derramado sobre un arcoíris artificial, se divisa el edificio de la Power Station, el de las grandes puertas giratorias. Giran las puertas, dan vueltas los vidrios y la realidad que allí se refleja, gente y gente entra y sale. Jaco gira, se insulta en español con tres chicanos que giran del otro lado y al mismo tiempo orquesta mentalmente la parte percusiva del tema que grabará. Al entrar en el hall siente la necesidad de encajarse: esos giros lo desacomodaron como si el viento hubiese desparramado las páginas de un manual que enseña a ver las cosas didácticamente, y en semejantes condiciones, tan concretas, tan reales, no se puede grabar. Lo reconocen, lo saludan, pero no da bola. Se encierra en el baño y se da la papusa. Sube por el ascensor. Ahora se siente mejor y cambia el arreglo percusivo con la misma velocidad que la botonera que indica los pisos cambia de numeración. El tecladista y el saxofonista lo reciben. Pastorius pasa por encima de los ingenieros de sonido, desenfunda y arremete con un ritmo que sale ahí, en el momento. Las teclas y el saxo se lanzan detrás, sin perder un segundo, y las mezcladoras, grabadoras y aparatos de sonido registran con avidez de adicto una música que luego se reproducirá en millones de placas, a través de miles de radios, cientos de boliches, night clubs y templos del jazz. Bajistas de todos los puntos de la Tierra escuchan con su instrumento y tratan de desentrañar el misterio de un viejo Fender del 62.
Las raíces se cortan, los afectos se evaporan y ya no existe contrato que pueda hacerlo reaccionar. El Huracán de Florida está desquiciado. Ha abandonado su casa, duerme en las calles y juega al básquetbol en las plazas públicas con afroamericanos que lo miran atónitos pedir la pelota, embocar y pelear los rebotes. Por las noches toca en bares de mala muerte que anuncian su nombre con un cartel de cartón mal cortado y escrito a mano. Y asiste a los recitales de otros músicos de pesado, con la autoridad que todos le deben reconocer a él, que ha engrosado las arcas de músicos como Mike Stern, Al Di Meola, Joni Mitchell o Bireli Lagrene, solo por haber participado en sus discos.
En un concierto de Mark Egan, uno de sus tantos discípulos, como Víctor Bailey, Marcus Miller o John Patitucci, se lanza al escenario desde el público y es ovacionado. Egan lo recibe calurosamente y realiza una zapada con él. Claro, cómo va a echar a su maestro aunque esté totalmente loco. Pero en un concierto de Carlos Santana, el Huracán de Florida se tropieza con cinco moles de seguridad que le impiden acceder al escenario.
—Tenía una personalidad musical que te avasallaba. Se iba de los arreglos establecidos y te tocaba encima de los temas. Cualquier disco donde tocaba Jaco se transformaba en un disco solista de Jaco (Joni Mitchell).
Un guerrero debe permanecer solitario e indiviso. Tal es el fin de la guerra: mantener en la indivisión a los hombres contra la máquina unificadora de los estados. La música, por el contrario, tiende a la unificación. Hastiado de colaborar brillantemente en una tarea unificadora, Pastorius decide dejar de tocar, de buscar dinero, de hablar. No debe facilitarle nada a nadie. Solo ir a boliches, no pagar, sembrar el caos, mostrar el espíritu guerrero que alentó a los pieles rojas a resistir la colonización del hombre blanco como él resiste ahora, manejando autos robados y golpeando policías. Al llegar al boliche Nº 99, un concentrado de hombres blancos en Wilton Manors, Florida, le impiden la entrada. Intenta pasar de todos modos, pero a esa altura la guerra es frontal. Lo muele a golpes una furibunda bestia sin memoria musical, un patovica que jamás querré saber su nombre, y lo deja tirado en la entrada, agonizando un último tema sin instrumento. En el interior del local hay cierta conmoción. Y así termina la historia, el 21 de setiembre de 1987: el mejor bajista del mundo tirado en algún pentagrama mugriento de su ciudad, la ciudad de su familia y sus amigos, la de aguas cálidas y abruptos huracanes, la de ritmos caribeños, playas turísticas, ensaladas de camarones y noches de verano perpetuo, la que lo vio crecer y expandir su arte, un arte que hoy, a 30 años de su muerte, ningún bajista ha podido superar.
(Esta nota, con mínimos cambios, fue publicada en Búsqueda el 20 de noviembre de 2003)