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En 2023 la restauración democrática argentina cumple 40 años, pero la posibilidad de resolver los problemas parece cada vez más lejana y, a pesar de que la situación política es mejor que la de otros países de la región, que han sufrido diversos tipos de inestabilidad y crisis presidenciales, la dirigencia argentina no ha sido capaz de generar las certidumbres necesarias para la inversión económica, la previsibilidad comercial, la seguridad personal o la planificación familiar.
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La Argentina ha sido y es sobre todo un país de desencuentros: luchas civiles, golpes de Estado y empates entre proyectos económicos, entre otros males, han signado el devenir nacional. Pero también ha habido coincidencias: con el retorno a la democracia en 1983 se erradicó la violencia como método para resolver disputas políticas. Es cierto que hubo algunos episodios de violencia, como la dudosa muerte del fiscal Alberto Nisman y el atentado contra la vicepresidenta Cristina Kirchner, pero fueron hechos aislados sobre cuyas motivaciones sabemos poco y que por fortuna no han causado distorsiones continuas a la paz. Y esa paz, a pesar de todo, sigue perdurando. Podría decirse, con insatisfacción, que la democracia consiste en un consenso demasiado estrecho: elegir a los gobernantes mediante elecciones limpias y periódicas, y no mucho más. Pero teniendo en cuenta la historia argentina quizás se trate del consenso más importante desde la declaración de la independencia en 1816.
¿Es posible buscar otros consensos? La precampaña presidencial de 2023, que ha empezado, parece ir configurándose alrededor de este punto: la conformación de la oferta presidencial aparenta ordenarse ya no tanto en función de las divisiones clásicas de la política argentina sino entre moderados e intransigentes. Es decir, tanto en el campo peronista como en Juntos por el Cambio, las candidaturas que hay hasta ahora y las especulaciones periodísticas giran en torno a disputas entre duros y blandos, halcones y palomas, polarizados y moderados, o como los queramos llamar.
Varios académicos venimos señalando en los diarios argentinos los perjuicios que la intransigencia implica para la salud del régimen democrático, la eficacia gubernamental y las posibilidades para el desarrollo del país. En otras palabras, quizás para el momento histórico que está viviendo el país esa divisoria entre moderados y polarizados sea este año tanto o más decisiva que si gana el gobierno o la oposición, dado que la polarización y la radicalización provocan reacciones análogas en los otros sectores y promueven bloqueos y vetos mutuos que dificultan la posibilidad de lograr algún rumbo de crecimiento y desarrollo con suficiente consenso social como para poder concretarlo en términos políticos. En este sentido, la negativa del expresidente Mauricio Macri a presentarse de nuevo como candidato puede ser un signo alentador.
Si se estudia el tema con detenimiento y sin pasión, se advierte una gran cantidad de evidencia de que en estos últimos 40 años las diferencias programáticas entre las distintas fuerzas políticas nunca fueron ideológicamente grandes. Varios realineamientos, cambios de partido y confluencias políticas también lo muestran. En otros países de la región (e incluso del viejo primer mundo) las diferencias programáticas entre los partidos y los candidatos han sido y son mucho más amplias. Por supuesto que el voto también expresa identidades fuertes y que en Argentina hubo (y habrá) también grandes y cruciales diferencias sobre temas puntuales, pero en el fondo, el tipo de sociedad al que se aspira desde amplios grupos políticos y sociales no varía tanto como podría desprenderse de las acusaciones que se endilgan unos a otros, sobre todo en períodos electorales. Una sociedad integrada, con protección social, con movilidad ascendente, más segura y más influyente en el mundo es un anhelo de casi toda la política del país.
A pesar de ello, en el siglo XXI se ha revigorizado este parteaguas (los politólogos solemos utilizar el término clivaje) de la política argentina. Dentro de la famosa “grieta”, la polarización y la radicalización de los actores políticos refuerzan los disensos y desprecian los consensos, cualesquiera sean. La columna vertebral del argumento que la reproduce a diario se basa en las diferencias en cuanto a los compromisos normativos (o la falta de ellos) con los principios democráticos y republicanos. Es cierto que el kirchnerismo reavivó y perfeccionó la estrategia política de la confrontación (de eso se trata el populismo) y en mi opinión le cabe una responsabilidad histórica por eso. Pero también es cierto que el problema que se ha instalado no es una particularidad argentina sino una tensión clásica de la democracia moderna: en casi todo tiempo y lugar hay actores que privilegian el componente mayoritario y popular democrática y consideran que el equilibro de poderes, el control constitucional o la revisión judicial de los actos de gobierno son en realidad elementos antidemocráticos. Es una discusión vieja que estuvo presente en casi todos los debates constitucionales del mundo y que en los últimos años está volviendo a la luz en muchas democracias del globo. Hay suficientes razones para preferir el liberalismo al organicismo y el pluralismo al corporativismo, pero el problema de fondo es conceptual y seguirá allí sin importar quién gane unas elecciones en Argentina.
Si todo este diagnóstico es correcto, entonces, si en las próximas elecciones se imponen los halcones, es probable que se sacie un poco la sed agonal pero al mismo tiempo el país prolongue su parálisis y su estancamiento. Mientras que, si se imponen los moderados, quizás se amplíen las chances de volver a un sistema político menos agresivo y por lo tanto sin necesidad de satisfacer a un electorado que pida que las soluciones a los graves problemas que tenemos (la racionalización de los planes sociales, la ocupación de la calle, o las reformas laboral o previsional, por ejemplo) sean impuestas antes que conversadas y negociadas. Reformas quizás menos ambiciosas pero más consensuadas darían a esas políticas más legitimidad, más estabilidad y más previsibilidad, que es lo que debería esperarse de la democracia.
Una base para suponer que este nuevo clivaje de verdad existe es que si finalmente en las primarias de este año hay opciones tanto polarizadas como moderadas en ambos espacios políticos, será porque hay demanda social para ambas posturas. Desde ya que cada candidato tiene su propia impronta, su carácter personal y su forma de analizar los problemas, pero ningún político profesional querría suicidarse políticamente proponiendo alternativas de políticas (o, como en este caso, de posicionamientos generales frente a la grieta) que nadie quisiera votar. Entonces es probable que las elecciones sean decisivas porque van a definir también si la ciudadanía argentina quiere seguir con la grieta o si quiere superarla. Hasta acá, todo parece bastante claro, pero las cosas nunca son tan fáciles. Las emociones y las pasiones siguen teniendo un papel en política, y aun quienes quieren superar la grieta porque se dan cuenta de sus perjuicios para la vida cotidiana, se ven tironeados por la idea falaz de que la grieta es moral y por lo tanto por el espejismo de que los nombres propios del momento (y sus causas judiciales) son más importantes que las ideas o los problemas políticos en sí mismos.
Pero para no movernos en un plano demasiado abstracto podríamos hacer algunas especulaciones electorales. Por ejemplo, supongamos un votante de Juntos por el Cambio que estuviera muy convencido de votar a Horacio Rodríguez Larreta o al radical Facundo Manes en las PASO por sus manifiestas ofertas de moderación, ¿qué preferiría votar en la elección general? ¿Al halcón Patricia Bullrich o a un peronista moderado como el actual gobernador de la provincia de Córdoba, Juan Schiaretti, por ejemplo? O a la inversa, un eventual votante de, por ejemplo, el moderado ministro de Economía Sergio Massa en las PASO, ¿votaría en la elección general a la polarizante Cristina Kirchner o al moderado Rodríguez Larreta? Obviamente, no lo sabemos, porque aún faltan muchas definiciones, pero no sería la primera vez que hubiera transferencias de votos entre peronistas y no peronistas.
Otra base para pensar en este tema es que, a diferencia de otras divisorias políticas internas de la historia argentina reciente, este año pareciera que estas diferencias entre polarizados y moderados en cada uno de los espacios (peronista y no peronista) son más fuertes que otras diferencias internas en el pasado. Las internas desde 1983 a la fecha no respondieron a orientaciones generales tan definidas como parece ser ahora el clivaje polarizados/moderados. Quizá con la excepción de la disputa interna entre ortodoxos y renovadores en el peronismo a mediados de los 80, cuando de verdad se enfrentaron dos cosmovisiones bien distintas, en la inmensa mayoría de los casos se disputaron candidaturas y no mucho más. Por lo general esas disputas internas no ponían frente a frente como ahora dos visiones generales de la sociedad y de la democracia que se busca construir.
En los próximos meses se verá si estas diferencias se plasman de manera efectiva en un nuevo clivaje y si ello da lugar a alguna nueva configuración de la competencia política argentina. Quizá se abra la posibilidad de una nueva etapa histórica para el país. Algunos escépticos frente a esta posibilidad dicen que ningún halcón, de convertirse en presidente, va a ser tan tonto de abrir 10 focos de conflicto al mismo tiempo y que por lo tanto hay que diferenciar el discurso electoral para las PASO de lo que se haga después. Puede ser, y llegado el caso ojalá que sea así. El problema democrático que sin embargo persiste en ese escenario de halcones light es que ese presidente o presidenta va a tener una legitimidad basada en un mandato electoral bastante claro. Aun cuando quiera moderarse para la elección general, no necesariamente esa moderación funcione de manera tan previsible como en Estados Unidos, donde los candidatos es usual que sean más radicales en las primarias y más moderados en la elección general. Dependiendo de quién o quiénes sean sus rivales, tendrá más o menos margen de moderar su discurso para la elección general. Por ejemplo, ¿podría Patricia Bullrich moderar mucho su discurso compitiendo frente a Cristina Kirchner o ante la amenaza polarizadora de Javier Milei? Entonces, si el halcón gana prometiendo ser halcón, no creo que sea luego políticamente tan fácil virar con rapidez hacia la moderación. Además, en términos democráticos sería una trampa, porque siendo halcón probablemente no podría gobernar, y convirtiéndose en paloma traicionaría su mandato. En ambos casos se acrecentaría aún más la desconfianza hacia la política profesional.
Entonces, para terminar, no creo que la polarización pueda ser una mera táctica ni una avivada para ganar unos votos más en la definición de las candidaturas ni que después se pueda desechar según la voluntad de cada actor. Por el contrario, es una dinámica contagiosa que desata lógicas democráticamente perversas que pueden terminar devorándose a sus padres, y en el peor de los casos, a la democracia misma.