Nº 2217 - 16 al 22 de Marzo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMientras no se rompa, Argentina es políticamente previsible.
El kirchnerismo ganó cuatro de las últimas cinco elecciones presidenciales: 2003, 2007, 2011 y 2019. Esto sugiere un sistema hegemónico.
Pero el kirchnerismo perdió cuatro de las últimas cinco elecciones intermedias: 2009, 2013, 2017 y 2021. Esto sugiere un sistema bloqueado. El electorado elige a un partido para que gobierne y a los dos años vota a otro para detenerlo.
Este bipartidismo, aparentemente sólido, combina alternancia en el poder con limitaciones para ejercerlo. Ningún partido logra la suma del poder público porque ambos tienen capacidad de veto, y así se sostienen mutuamente como dos borrachos agarrados para no caerse.
El bipartidismo argentino contrasta con la fragmentación regional. En la última elección legislativa votó el 71% de la población y los dos espacios mayoritarios acumularon el 75% de los votos. Una semana después Chile realizó su elección presidencial, que en teoría moviliza y polariza más que una legislativa. Sin embargo, solo votó el 47% de la población y los dos candidatos que pasaron al balotaje acumularon nada más que el 52%. Alta participación cívica y concentración del voto en Argentina, desafección cívica y dispersión del voto en Chile. Una cordillera partidaria separa a Argentina de su vecino occidental, así como un río de incomprensión la separa del oriental.
En América Latina hay cuatro tipos de países. Podemos clasificarlos en función de dos dimensiones: económica y política.
Un pequeño grupo tiene la macroeconomía estable y la democracia sana. Uruguay es el mejor ejemplo.
Un segundo grupo tiene la macroeconomía en ruinas y la democracia rota. El ejemplo sobresaliente es Venezuela.
Entre estos dos grupos se sitúan los otros dos. El más numeroso disfruta de una macroeconomía estable pero tiene la política descompuesta. Lo encabeza Perú por varios cuerpos.
El cuarto grupo es la Argentina. Su política es estable; su economía, una desgracia.
Analicemos la economía. Perú tiene el mismo presidente del Banco Central desde hace 17 años: lo nombró Alan García en 2006. Su inflación prepandémica rondaba el 2% anual y se financiaba en los mercados internacionales también al 2%. En el mismo período la Argentina tuvo ocho presidentes del Banco Central, su inflación rondaba el 50% (hoy redondea el 100%) y nadie le presta un dólar.
Ahora analicemos la política. Todos los expresidentes peruanos están prófugos, presos o suicidados para no ir presos. Los más recientes ni siquiera terminaron su mandato. Los partidos políticos tradicionales se disolvieron: en la última elección presidencial, los dos candidatos más votados sumaron el 32% de los votos. Mientras tanto, todos los presidentes argentinos desde 2003 terminaron su mandato y ninguno está preso, aunque una esté condenada. Los partidos tradicionales gobiernan la mayoría de los municipios y las provincias del país y, en la última elección presidencial, los dos candidatos más votados sumaron el 88% de los votos.
Perú tiene la macroeconomía sana y la política rota; Argentina, al revés. ¿Cuánto tiempo más puede aguantar la democracia argentina sin romperse? A la vista de los resultados electorales, bastante. Las dos fuerzas principales concentraron el 75% de los votos en la última elección legislativa. Las terceras fuerzas, sean libertarias o trotskistas, solo sumaron cuatro diputados cada una y ningún senador, gobernador ni intendente. Las elecciones se siguen definiendo entre peronistas y no peronistas tradicionales, y los de afuera son de palo.
Desde el surgimiento del peronismo, la sociedad argentina se estructuró políticamente alrededor de dos sectores: los asalariados sindicalizados y las clases medias. Ya no. La falta de crecimiento económico y la creciente informalidad del mercado laboral han erosionado a ambos sectores, creando un tercer espacio sociopolítico. Excluidos de los mercados de empleo formal y desprovistos de formación profesional, cada vez más pobres pueblan la sociedad del subsidio por contraposición con la sociedad del salario. Las organizaciones sociales pretenden representarlos como los sindicatos representaban a los trabajadores. La contraparte, sin embargo, no son los empresarios sino el Estado, de donde proviene su financiamiento. La economía popular es una rueda de auxilio para contener el fenómeno pero insuficiente para generar dinamismo social o desarrollo productivo.
El peronismo, en cuanto representante político de los asalariados sindicalizados, hace tres décadas que viene transformando su estructura para depender menos de los sindicatos y más del presupuesto estatal. Hoy, la etapa de las organizaciones sociales comienza a trascender al sindicalismo y al peronismo identitario: cuando el financiador es el Estado, cualquier partido que lo administre puede contener y distribuir. Esto redujo la capacidad de intermediación política del peronismo, que ha perdido el monopolio de la cercanía y el control de la calle. Para orejear la política que viene es necesario leer la sociedad que ya llegó, cuya característica central no es la desigualdad sino la exclusión. Hoy, buena parte de los sectores populares visualiza a los asalariados como privilegiados y al peronismo como el establishment.
Sobre arenas sociales movedizas se yergue un edificio político cristalizado. Ese edificio se sustenta sobre dos pilares: el peronismo, hoy denominado Frente de Todos (FdT) y liderado por Cristina Kirchner, y su némesis, hoy denominado Juntos por el Cambio (JxC) y aún referenciado en Mauricio Macri. Pero ambos pilares crujen al ritmo del magma social.
Kirchner y Macri comparten atributos: ambos tienen un piso electoral alto y un techo electoral bajo. Ambos podrían ganar las primarias en sus respectivos espacios pero ninguno seduciría a electores independientes en la general. Por eso, la disputa por la sucesión está abierta.
En el FdT, el presidente del 100% de inflación no pierde la esperanza en la reelección. Su decisión de no excluirse de la contienda disparó la ira de Cristina, que necesita un candidato más potable para conseguir sus dos objetivos: retener la provincia de Buenos Aires (con el 38% de la población nacional, es su baluarte y refugio) y recuperar la mayoría en el Senado, que le permitiría bloquear al próximo gobierno. En las sombras, el ministro de Economía, Sergio Massa, y el embajador en Brasil, Daniel Scioli, juegan sus fichas y apuestan a ser los ungidos por el dedo vicepresidencial.
En JxC, Macri decidirá a principios de abril si compite o delega y, en ese caso, en quién. Los dos candidatos mejor posicionados de su partido, el PRO, son la dura Patricia Bullrich, exministra de Seguridad, y el moderado Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno de Buenos Aires. Tercia el radicalismo, partido tradicional que fue socio menor en el gobierno de Macri y ahora quiere crecer con las candidaturas del gobernador Gerardo Morales y el neurocientífico Facundo Manes.
Javier Milei, un economista poco convencional, se ha transformado en la sorpresa de la campaña y pretende terciar con un discurso antiestablishment similar al de Podemos en España, pero por derecha. Sus chances son bajas: el sistema electoral argentino es restrictivo y castiga a los outsiders, que carecen del aparato necesario para movilizar a los electores y fiscalizar los votos. A ello se suma que la sociedad argentina es reacia a las disrupciones, aunque a veces aparente romper todo. La explicación se encuentra en las 24 provincias. Desde 1983 y cada cuatro años, los oficialismos provinciales han ganado 20 elecciones en promedio. La política nacional parece turbulenta cuando se miran sus olas, pero por debajo el agua está estancada.
A diferencia de Brasil, Chile o Perú, Argentina luce condenada a gobernarse con los partidos que tiene. Los partidos nuevos amenazan pero no cumplen, sobrepoblando así el cementerio de terceras fuerzas.
El gobierno argentino está llevando a cabo un ajuste sin estabilización. Tarde o temprano, los 14 tipos de cambio se unificarán y el resultado incluirá una devaluación, reduciendo aún más el poder adquisitivo. La incógnita es quién se come la bomba, si este gobierno o el próximo. Irónicamente, el kirchnerismo reconstruyó la autoridad presidencial después de la crisis de 2001 solo para destruirla al final de su ciclo.
Con la economía rota y la política estable, Argentina se prepara para el incremento de la protesta social sin opción de juicio político. La descomposición del gobierno, la litigiosidad opositora y el ajuste inflacionario provocan condiciones de conflictividad social como no se veían hace 20 años. Al mismo tiempo, sin embargo, el sistema de partidos genera un blindaje parlamentario que protege institucionalmente a los presidentes. No sabemos quién va a ganar las elecciones pero tenemos una certeza: el que sea la va a pasar mal.
Argentina es previsible mientras no se rompa, pero a veces se rompe.
*Politólogo, Universidad de Lisboa