Al finalizar la II Guerra Mundial, Benjamín Ferencz, un exsargento del Ejército estadounidense, se convirtió en fiscal y con apenas 27 años y un metro y medio de estatura se asomó al Infierno.
, regenerado3Al finalizar la II Guerra Mundial, Benjamín Ferencz, un exsargento del Ejército estadounidense, se convirtió en fiscal y con apenas 27 años y un metro y medio de estatura se asomó al Infierno.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAsí, “el Infierno”, siguió llamando 70 años después a esta pesada experiencia, cuando un periodista de The Guardian lo entrevistó acerca de los juicios de Nuremberg, en los que fue acusador jefe contra 22 de los responsables de los Einsatzgruppen de las SS encargados de la matanza masiva de judíos, gitanos y otros “enemigos” indefensos capturados en el frente oriental antes de la creación de las cámaras de gas.
Aunque solo cuatro de los SS llevados a juicio finalmente acabaron en la horca, el peso de la Justicia se había hecho sentir precisamente en la ciudad donde Adolf Hitler organizaba los grandes congresos y concentraciones nazis.
Antes, el 16 de octubre de 1946, un tribunal internacional había dispuesto que en la misma ciudad fueran ahorcados 10 de los 12 líderes del régimen nacionalsocialista. Solo dos de ellos eludieron al verdugo. Hermann Göring, que debió ser el primero en pasar al patíbulo, se tragó una pastilla de cianuro en su celda, mientras que Martín Bormann, el secretario de Hitler, huyó y recién años después se supo que había muerto no lejos de Berlín.
Andrew Nagorski, periodista de la revista Newsweek, realizó una vasta investigación con el título —poco original— Cazadores de nazis (Turner, 2017, 442 págs.). El tema ya había ocupado a otros investigadores, narradores y cineastas, desde la novela de Frederick Forsyth (1972) en adelante.
No obstante, con el argumento de que ahora que ya no está la mayoría de los protagonistas y que la cacería llega al final por razones biológicas, el autor presenta un detallado relato de casi todo lo que ocurrió con los principales agonistas luego de la caída del III Reich.
En las primeras páginas el lector encontrará una lista de personajes. Se trata de un breve quién es quién separado en dos columnas: los cazadores y los perseguidos.
La nómina resultará luego muy útil para ubicar a cada uno en la historia: jueces, fiscales y agentes de inteligencia e investigadores privados, en su mayoría judíos, que a lo largo de estas siete décadas estuvieron del lado “bueno” de la barricada, aunque Nagorski, de origen polaco católico, no elude mostrar también las miserias que tuvieron.
El relato tiene como escenarios principales a Estados Unidos, Europa e Israel, los que más conoce el autor. Sudamérica, en tanto frecuente refugio de los nazis, también tiene su protagonismo.
Están los más notorios criminales de guerra nazis que pasaron por este lado del mundo. El aviador letón Herbert Cukurs (cazado y asesinado luego de una compleja trampa por un comando del Mossad en febrero de 1965 en Shangrilá, Canelones). La tesis más aceptada es que Israel decidió ejecutar a Cukurs para coaccionar al Parlamento alemán, que en ese momento discutía la prescripción de los crímenes de guerra.
Otro criminal cazado fue el artífice logístico de la “solución final” Adolf Eichmann, que fue secuestrado por otro comando israelí cinco años antes en Buenos Aires. Josef Mengele, el médico del campo de concentración más famoso (Auschwitz, en Polonia), fue uno de los que escapó a los cazadores; murió recién en 1979 de un infarto mientras tomaba un baño de mar en Brasil. El capitán de las SS Erich Priebke fue capturado en Bariloche (Argentina) y extraditado a Italia gracias a una investigación del periodista Sam Donaldson del canal estadounidense ABC. Otro fue el Carnicero de Lyon, Klaus Barbie, que antes de ser denunciado y cazado por los esposos francoalemanes Serge y Beate Klarsfeld, operó en Bolivia al amparo de una dictadura hasta finales de la década de 1980.
Un aspecto que jugó a favor de los prófugos nazis fue que el impulso de los juicios de Nuremberg y la consiguiente cacería oficial de criminales de guerra pronto quedó empantanada por los intereses políticos de la posguerra.
Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña se dieron cuenta de que muchos de los especialistas alemanes que habían sobrevivido al führer podían ser de mucha utilidad en la Guerra Fría que los enfrentaba con su viejo aliado, la Unión Soviética.
Nagorski no elude investigar en detalle cómo la inteligencia del Ejército de su país amparó a espías y científicos alemanes que se pasaron al otro bando con capacidades e información relevantes, y que debido a ello sabotearon el trabajo de los magistrados.
En realidad, tampoco Israel, que en la década de 1960 realizó las operaciones de Eichmann y Cucurks, corriendo riesgos importantes, estaba dispuesta a invertir demasiadas energías en el pasado, por más que los judíos hubieran sido víctimas centrales.
Uno de los artífices del exitoso operativo de Buenos Aires (que comenzó a partir de un dato del juez y fiscal alemán Fritz Bauer) y luego jefe del Mossad, reconoció al autor del libro que la prioridad para ellos era defender a Israel de la infiltración de los soviéticos y que, por lo tanto, las actividades para enjuiciar a los viejos nazis, más allá de deseos y fantasías, no figuraban en los primeros lugares de la lista de tareas.
Aun así, el papel del arquitecto polaco Simon Wiesenthal, un expreso del campo de concentración de Mauthausen (Austria) que luego de ser liberado dedicó su vida a perseguir a los criminales de guerra, empujó hacia la resolución de muchos casos.
Wiesenthal, a diferencia de su colega Tuvia Friedman, que en 1952 mudó su centro de investigación a Israel, se quedó en Viena.
“No, lo mío es cazar cocodrilos, así que tengo que vivir en el pantano”, respondió a un abogado estadounidense que le preguntó por qué no hacía lo mismo que Friedman.
A diferencia de otros cazadores de nazis, Wiesenthal no era un hombre de izquierda. Esa postura y su rechazo a la socialdemocracia influyó para que rechazara las acusaciones contra el exsecretario general de las Naciones Unidas Kurt Waldheim.
Cuando en 1986 Waldheim se presentó a las elecciones en Austria, los socialdemócratas filtraron a la prensa que algunas cosas del pasado del candidato conservador no estaban claras.
En efecto, una investigación posterior demostró que Waldheim había mentido sobre su pasado en el Ejército alemán, porque quiso ocultar que había sido oficial de Inteligencia en los Balcanes cuando se produjeron matanzas masivas al mando del coronel Alexander Löhr.
La denuncia que recorrió el mundo, además de provocar fuertes tensiones entre el movimiento judío de Estados Unidos y sus pares austríacos, no impidió que el exsoldado nazi llegara a la presidencia de su país, aunque luego no se presentó a la reelección.
Además de muchos detalles acerca de cada caso, el trabajo de Nagorski deja una idea clara de que junto a la búsqueda de la justicia (o venganza) los cazadores de nazis, que apelaron a recursos legales pero también estuvieron tentados de seguir otros caminos, hicieron un gran aporte a la educación de las futuras generaciones para prevenir delitos de lesa humanidad.
El caso de los esposos Klarsfeld, junto a Wiesenthal, parece uno de los más paradigmáticos. Los Klarsfeld fueron acusados de recibir apoyo de la ex-República Democrática Alemana (RDA), que no negaron, pero se mantuvieron en Occidente denunciado durante años situaciones como las de Barbie o a los tres oficiales de las SS (Lischka, Hagen y Heinrichsohn) que vivían libremente en Alemania y que luego fueron juzgados.
Además de las pocas ganas de enfrentar tantas atrocidades, las frecuentes críticas a Wiesenthal fueron por su excesiva vanidad. Sin embargo, en su defensa alegó que necesitaba hacer mucha publicidad e incluso exagerar o deformar el papel jugado en algunos casos, como el de Eichmann, para mantener la llama encendida y tener a sus perseguidos durmiendo con miedo.
El principal cazador de nazis murió en 2005, pero el trabajo sigue mientras haya criminales sobrevivientes. Su sucesor, Efraim Zuroff, actual director del Centro Simon Wiesenthal en Jerusalén, nació en 1948. Su última campaña internacional se realizó bajo el eslogan “Tarde, pero no demasiado tarde”.
Las enseñanzas que deja el libro resultan de máxima actualidad, tanto para quienes marchan cada 20 de mayo por 18 de Julio, como para los que constatan preocupados el crecimiento de los neonazis en la Europa “asaltada” por refugiados.