Su voz —fijada en el disco— es una caricia delicadamente detenida en la emoción de las gentes.
Su voz —fijada en el disco— es una caricia delicadamente detenida en la emoción de las gentes.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSu vida fue ejemplo de dignidad y de respeto y afecto regalado a los demás sin tasa ni medida.
Qué destino: no pudo ignorar al tango porque lo percibió desde el vientre materno. Sus padres, Roberto y María Antonia, eran bailarines de revistas en El Maipo y El Nacional y ella llegó a danzar embarazada. Cuando nació Oscar, su único hijo, la pareja, que no tenía dónde dejarlo, lo llevaba a sus actuaciones y confiaba en que alguna vestuarista amiga lo atendería en el camarín.
Quizás por tan inusuales peripecias, Oscar Rodríguez de Mendoza, conocido luego por el seudónimo de Oscar Ferrari —nacido en Buenos Aires el 9 de agosto de 1924, en la calle Deán Funes de Balvanera, donde chirriaban los tranvías y se escuchaba la música del local de María, la Vasca— debutó en un escenario con apenas cuatro años, sin saber que aquella precocidad sería interrumpida por un viaje a Montevideo: Roberto y María Antonia cruzaron el río para actuar aquí y radicarse, impulsados por el extenso contrato que les fue ofrecido.
Pero enseguida apareció la tragedia y cambió las cartas. El padre de Oscar, con apenas 28 años, murió inesperadamente. La madre decidió quedarse en Uruguay, donde su hijo dejó de cantar y cursó la mayor parte del ciclo primario. Sin embargo, en 1936, acuciada por problemas económicos, volvió a Buenos Aires y se instaló en Barracas.
Rebrotó entonces Oscar, el postergado chiquilín.
De él escribió Julián Centeya, años después:
“Se le advierte que es una sensación con enormes ansias de hacer. Su actitud es hermosa por lo romántica; le permite ser él, como no dejará de ser. Hacer cosas, aunque no rindan balance gordo… En esto se parece a mí. Los dos vamos en las ‘perdidas’, pero alegres, las ‘no ganadas’ nos hacen felices”.
De baja estatura, simpático y con un espléndido registro de tenor, Ferrari debutó a fines de 1939 en la orquesta de Atilio Felice, punto inicial de una extensa y brillante carrera: siguió con la Típica Gómez y luego con Juan Caló, Alfredo Gobbi —oportunidad en que conoció a su único maestro de canto, Hugo Gutiérrez, el autor de la música de Después, con letra de Homero Manzi—, Edgardo Donato —con quien estrenó su primer gran éxito, Galleguita—, tuvo un fugaz pasaje con Piazzolla y recién llegó al disco con Jorge Basso, quizás en su mejor momento, reemplazando a Ricardo Ruiz y recreando Venganza, viejo y malquerido tango que alcanzó a grabar ocho veces:
“No sé. Ruiz lo hacía muy melódico. Yo, pese a mi registro agudo, le puse un poquito más de arrabal, más de barro. Otra interpretación, no mejor pero distinta. ¡Y se vendieron cuatro millones de placas! Qué locura. La gente se prendió a una frase casi insufrible: ‘Esta es mi venganza, gritó como fiera,/ morí como un perro, como lo que sos…’. Raro ¿no? A mí me gustaba más cantar La maleva o Mi vieja viola…”.
Después vino el encuentro con Julio Sosa, del que fue muy amigo, compartiendo cartel durante cuatro años en la orquesta de Armando Pontier:
“Era un botija pobre que no tuvo una infancia feliz y buscó en el cielo la dicha negada. Lo quise mucho. Su canto fue un grito de amargura; su triunfo, el elixir de la revancha; su muerte, el camino a la paz que tanto merecía”.
Ya solista —aunque volvió a cantar con Pontier años más tarde, con Leo Lipesker y con Beba Pugliese—, Ferrari recorrió su país, regresó repetidamente a Montevideo y viajó por América y Europa. Multifacético, escribió tres libros —Historias de cabaré, Versos de amor y barricada y A mis colegas—, filmó películas en Argentina y Francia, recibió numerosos premios a su trayectoria, creó una escuela de canto y grabó en el Colón su participación en Café de los Maestros, cuando ya llevaba con el tango más de 63 años: “Más que una reivindicación, lo viví como la culminación de toda una vida con la música popular”.
Oscar Ferrari murió a los 84 años, el 21 de agosto de 2008, luego de una grave enfermedad. Cantó hasta dos años antes e hizo sus últimas grabaciones con la orquesta juvenil Fervor de Buenos Aires.
“Yo pido a todos que respeten las músicas, las letras. Que se metan en ellas para comprender su esencia. No hay que deformar nada buscando la originalidad. Hoy escucho a jóvenes, que son el futuro y me digo: No, muchachos, así no; creen ustedes, pero si el tango ya está hecho, pónganle su estilo pero sepan que es como es”.