Olor a irrecuperable.
Al entrar a la casa parroquial asoma a la izquierda una pequeña capilla. En el salón hay una amplia biblioteca-repisa con libros religiosos y un plasma; mullidos sillones dan a la ventana del jardín y presidiendo una mesa ratona está la imagen del sacerdote católico Rúben Isidro Alonso, conocido como Padre Cacho (1929-1992), quien en 1978 decidió dejar la parroquia e irse a vivir a un rancho de lata y madera en Plácido Ellauri, uno de los barrios de la Cuenca de Casavalle.
Villalba tiene 47 años de edad, es educador social por la Universidad de la República y descubrió su vocación religiosa a fines del siglo XX, inspirado por la obra del Padre Cacho. “Es muy complejo definir la realidad del barrio y menos ante una circunstancia como la que vivimos estos meses. De golpe estás en una situación de guerrilla o toque de queda. Y llega la caballería: la guardia policial, los helicópteros. Es como otro Montevideo... a 20 minutos del Centro, cruzando la avenida Aparicio Saravia”.
A partir de esta frase, Villalba trae un gran mapa del barrio: Casavalle define al territorio delimitado al sur por el bulevar Aparicio Saravia, al este por la avenida Pedro de Mendoza y al oeste por el arroyo Miguelete y la avenida de las Instrucciones, configurando una suerte de triángulo con uno de sus vértices mordido. Todos los barrios de esta zona ubicada en el centro-norte de Montevideo —Marconi, Manga, Las Acacias, Piedras Blancas, Cuarenta Semanas, Plácido Ellauri, Casavalle, Municipal, Gruta de Lourdes— comparten los índices de precariedad, signados por necesidades básicas insatisfechas.
Casavalle define al territorio delimitado al sur por el bulevar Aparicio Saravia, al este por la avenida Pedro de Mendoza y al oeste por el arroyo Miguelete y la avenida de las Instrucciones, configurando una suerte de triángulo con uno de sus vértices mordido.
La Cuenca Casavalle es una de las localidades más populosas —85.000, según el Censo del 2011— y más pobres del país. Seis de cada 10 hogares presentan algún tipo de carencia, y casi la mitad de los pobres son menores de edad. “Hasta la llegada del liceo Jubilar —dirigido por el Arzobispado de Montevideo— hace 15 años, no había educación media en la zona”, apunta el cura, para concluir que desde entonces hay dos liceos públicos y varios institutos gratuitos de gestión privada.
No es casual, agregó, que Casavalle sea donde se presente el mayor porcentaje de jóvenes que no culminan la educación media. Solo dos de cada 100 terminan sexto de liceo. Muchos padres no terminaron ni siquiera Primaria o dejaron Secundaria en primero o segundo año.
“Acá hay mucha gente sin esperanza en que vaya a cambiar esta situación, que difícilmente se podrá revertir, porque es tal el deterioro y el retraso social que esto tiene olor a irrecuperable”, dice a Búsqueda el sacerdote. “Muchos de estos gurises son como monos con metralleta: sin educación, sin opciones, sin libertad de elegir, reaccionan como viven, como fueron criados, sin la mínima posibilidad de diálogo: pegar o robar. Entonces cuando explota la violencia, estos muchachos de 14, 15 o 16, están programados para lastimar. Ya adultos, más programados, menos opciones. ¿Habrá esperanza para esos hombres? Idílicamente sí, pero es muy complicado”, opina el cura.
La escuela como fortín.
Se acaba de retirar la plana mayor de la Educación nacional que en esta soleada mañana del martes 9 lanzó oficialmente el Programa de Verano Educativo en la escuela N° 178, Martin Luther King, levantada junto a Casavalle hace 60 años sobre la calle Gustavo Volpe. Allí, Pablo Caggiani, consejero de Primaria, aseguró: “No es casualidad que hoy estemos todos acá: donde se necesita más Estado y más política pública”.
“La enorme mayoría del barrio es gente trabajadora y solidaria”, se anticipa la maestra Shirley Young a las preguntas de Búsqueda. La también directora de la escuela se empeña en despejar el estigma que arrastra Casavalle desde hace décadas debido a la pobreza, el hacinamiento y la escasez de servicios. “Hay que desterrar la idea de zona infecta de lúmpenes y delincuentes que el resto de la sociedad mira por televisión”, como si se tratara de una serie de narcos de Netflix, dijo.
Según la maestra, pervive un sentimiento de arraigo en Casavalle concentrado en las generaciones de los tiempos de la inauguración del barrio, allá por 1959. Sobrevive en los casavallenses cierto orgullo identitario, cuenta. Vecinos que hablan de una idiosincrasia de gente áspera y solidaria.
“Y sí, acá hay Estado. Hay servicios públicos. Lo que no puede haber es impunidad”, sigue Young, y enumera: la Plaza Casavalle, el centro cívico para la atención de los vecinos, el Complejo Sacude (Salud, Cultura y Deporte), Jóvenes en Red, las escuelas, la policlínica, la seccional, los talleres, el salón teatral, las veredas, los contenedores…
“Acá se llevaron a 34 pero viven miles de personas y la inmensa mayoría trabaja o busca, tiene sus hijos y hace lo mejor que puede. ¿En qué barrio no hay una boca o gente robando? Lo que pasó acá fue muy grave, pero nos preocupa que el barrio siga siendo el barrio”
Afiliada a la Federación Uruguaya de Magisterio (FUM) desde que se recibió, en 1986, esta docente de 54 años —quien también fue un año directora en una escuela de Cerro Norte—, coordina un equipo de 35 maestros, en su mayoría mujeres, para atender a unos 550 niños, de inicial a sexto. La escuela, con su horario extendido y sus cursos, también para adolescentes y adultos, ocupa un lugar muy activo en el barrio y las maestras son uno de los referentes que generan mayor confianza entre los vecinos.
Y la escuela fue uno de los pocos reductos de no agresión entre las bandas. “Esta escuela siempre estuvo abierta, aun en los momentos duros, con tiros en la puerta”, sostiene Young. Frente a ella, mesa por medio, la maestra Teresita Rimoll asiente, sonríe. “El lío empezó en setiembre. Tuvimos una semana con muy baja asistencia. La gente tenía miedo y no traía a los niños. A fines de noviembre recrudeció la violencia y durante el operativo policial de diciembre mantuvimos la escuela abierta para sostener este espacio educativo y de convivencia del barrio”, explica la directora.
No existen protocolos de actuación escolar ante esas situaciones de emergencia. “Los que informan son los padres. Nosotros estamos adentro y si pasa algo no nos enteramos. Otra situación es cuando escuchás las balaceras, y hay que tomar recaudos: si estás en la hora del recreo, entrar los niños; si es en clase, estar alerta porque sabés que van a llegar padres a buscar a sus hijos”.
De hecho, la escuela es aún un reducto “neutral”, un fortín del barrio, que igual recibió salpicaduras de bala en el jardín de infantes y en el patio. “Está claro que cuando hay un episodio de este tipo, el lugar más seguro es la escuela. Es una construcción de material firme, que tiene portería y ahora servicio de seguridad policial”, afirma el consejero Caggiani.
Y los maestros también miden a sus alumnos. Tras los episodios violentos se los nota más contenidos, les cuesta más verbalizar. “El martes durante el acto escolar actuó el grupo musical Latasónica y los gurises participaron menos que otras veces”, apunta un maestro. Algunos presenciaron allanamientos, tiroteos, cuando no muertes, detenciones de vecinos o familiares. Así y todo el desempeño curricular no se alteró demasiado, según los docentes, porque todo sucedió a fin de año.
La directora dice que sintió algo parecido al miedo, pero que no era eso: era la desagradable sensación de que iba a pasar algo que podía de mil maneras no haber sucedido. “Y vos no podés decir ‘ta, me voy a casa’, porque igual tenés que abrir la puerta de la escuela para que entre gente a resguardarse. Pero hubo mucha acción propagandística armada de los tipos que iban en las motos ra-ta-ta-ta-tá, a los tiros. La gente no podía ir al almacén, no podía venir a la plaza ni traer a los niños a la escuela. De un día para otro fueron cercando todas las zonas de acceso público”.
“Acá las oportunidades no son iguales para todos. Acá no está la gente para cobrar el sueldo Mides (Ministerio de Desarrollo Social) y tirarse panza arriba. Acá se ven situaciones que provoca la sociedad”
Young insiste: “Acá se llevaron a 34 pero viven miles de personas y la inmensa mayoría trabaja o busca, tiene sus hijos y hace lo mejor que puede. ¿En qué barrio no hay una boca o gente robando? Lo que pasó acá fue muy grave, pero nos preocupa que el barrio siga siendo el barrio”.
“Acá las oportunidades no son iguales para todos. Acá no está la gente para cobrar el sueldo Mides (Ministerio de Desarrollo Social) y tirarse panza arriba. Acá se ven situaciones que provoca la sociedad. Porque esta sociedad ha generado montones de bolsones de injusticia y desigualdad. Acá hay un ejército de sostenedoras de hogares. Alcanza con observar la dinámica del transporte urbano diario: en las mañanas, se saturan los ómnibus desde la zona hacia los barrios más ricos, y otro tanto sucede en el viaje de vuelta, cuando cae el sol. Estas zonas de Montevideo son la góndola de los servicios que nadie quiere hacer”, agrega.
Y concluye: “La inasistencia la provoca otra cosa. No puede ser que la gente tenga que tomarse cuatro ómnibus para traer al niño a la escuela. ¿Cuánta plata es? Algunos padres con eso comen dos días. Cuando se habla de inseguridad, ¿inseguridad para quiénes? Porque esta inseguridad no preocupa”.
La gran contradicción.
A pocas cuadras de la escuela, sobre el principio de un pasaje marginal, hay focos diseminados de rancheríos inundados en tierra negra, mugre, desechos humanos, de perros, ratas. Y hay niños que chapotean en esas aguas, donde hay viviendas con marcas de balas en las paredes. Niños que, según vecinos, duermen en el piso por las balaceras. Y conviven con “viviendas dignas, de trabajadores”, y también se ven chalets ajardinados, con piscinas y coches. Ya hacia el sur, sobre el Cementerio, se sacuden improvisadas carpas de nylon y cartón donde se refugian “pastabaseros”. Hay barrios tradicionales, complejos habitacionales y más asentamientos irregulares.
Una pareja toma mate sentada frente a la calle en un tramo de la avenida Gustavo Volpe, la central de la Unidad Casavalle. Hay zonas más limpias que otras, entre sendas, pasajes y calles. Algunas sendas han sido bloqueadas para el paso de vehículos mayores a una moto, no existen calles pavimentadas, sino de tierra despareja y pedregullo. Un caso aparte es el de la cancha de fútbol del club local, Rosario, ubicado en un predio al otro lado de la calle divisoria con el asentamiento, el único espacio no ocupado de una suerte de macromanzana, entre el barrio Borro y Casavalle.
En 1972 se levantó la Unidad Misiones, conocida como Los Palomares o El Palomar; nombre que desde un comienzo signó a esta zona estigmatizada dentro y fuera del barrio. Los Palomares es un complejo conformado por viviendas superpuestas, el fragmento más denso de Casavalle, con dos niveles de casas. A lo largo de los angostos pasajes interiores se superponen las viviendas que comparten una misma fachada hacia el pasaje peatonal. Los Palomares es considerado como el lugar de la pasta base: donde están las principales bocas, donde los consumidores pueden reunirse en ‘achiques’, donde se pueden comprar cosas robadas a bajísimo costo.
Esta zona de la Cuenca de Casavalle concentra el mayor número de homicidios no aclarados y la mayor cantidad de expresos del país, según datos del Ministerio del Interior. Uno de cada cuatro vecinos sufrió robos o hurtos, la mayoría en su propio barrio, y uno de cada cinco en su propia casa.
Los Palomares es considerado como el lugar de la pasta base: donde están las principales bocas, donde los consumidores pueden reunirse en ‘achiques’, donde se pueden comprar cosas robadas a bajísimo costo.
Una vecina del barrio resumió la opinión de varios de la zona, respecto a la megaoperación policial en Casavalle, la mayor en la historia democrática: “Sentimos una gran contradicción, porque nunca estuvimos a favor de ningún tipo de represión, y de repente te encontrás con la necesidad de que venga la Policía y resuelva, porque no quedaba otra: están pasando injusticias, mucha gente que se va del barrio, o que la van. Y eso te genera una gran contradicción: entre la sensación de miedo de la gente, parecida a la de la dictadura, y esta intervención policial que se hizo con guante blanco, por suerte, porque mirá que hemos vivido ‘razzias’, que tiraban la puerta abajo y el rancho. Acá no hubo un muerto ni un herido, ni un tiro”.
Enfrente, cruzando la calle convertida en un lodazal por las lluvias, sobre el lado de las sendas, Felipe, vecino del barrio, cara larga y huesuda, sonríe: “Estas casas tienen más años que Matusalén, están desde que nací… ¡y tengo 64! Yo iba a la escuela 178 con la maestra María Gravina”, quien dirigió esa escuela sus primeros 20 años.
Otro vecino, silla en la puerta, remera agujereada, dice: “La gente vive con miedo y con desconfianza hacia el otro. Los chiquilines ya no te dicen que roban, te dicen ‘me lo encontré’... Ellos no saben multiplicar, ni escribir ni leer, lo que les importa es la moto y el arma. Y vos les mirás la cara y algunos parecen buenos pibes. Eso es lo deformante, que se naturalice la violencia. Y que esto termine en el juicio fácil: ‘Hay que matar a todos estos pichis’. Y no, no es así”.