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El 14 de enero de 1997 el más célebre de todos los ingenieros de sonido de la historia del jazz, Rudy Van Gelder, daba la bienvenida en su estudio de Nueva Jersey al contrabajista más importante del jazz en la actualidad: Ron Carter. Van Gelder se hizo a un lado para dejar paso a Carter y este se debe haber agachado en el umbral de la puerta debido a su altura, o al menos debido a la proporción de su instrumento, un Juzek de 95 años cuyo sonido, amén de la técnica del maestro ejecutante, parece responder a la endiablada madera del Pequod, aquel barco ballenero que se batió a duelo con Moby Dick. En ese día —no el que enfrentó a la ballena blanca con Ahab— se grabó en su totalidad el formidable disco The Bass and I para el sello Blue Note. Exactamente un año después, el 15 de enero —y también el 17 de ese mismo mes— el contrabajista, en compañía de los mismos músicos (Stephen Scott en piano, Lewis Nash en batería y Steve Kroon en percusión), se presentaba en el Festival Internacional de Jazz de Punta del Este por primera vez. Los dos conciertos del cuarteto fueron memorables. Pues bien: este genial músico estará de vuelta en nuestro país el próximo lunes 30 de setiembre a las 20.30 horas en el Auditorio Nacional del Sodre, ahora junto al guitarrista Russell Malone y al pianista Donald Vega. Las entradas hace tiempo que están a la venta en Red UTS (Red Pagos, Tienda Inglesa y Palacio de la Música), pero si todavía queda alguna, vaya ya mismo por la suya. Será, sin lugar a dudas, uno de los mejores recitales del año.
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Carter grabó una montaña de discos como sideman y como líder. ¿Qué tiene The Bass and I? Siete temas con una mixtura extremadamente sutil entre las cuerdas del piano y las cuerdas del contrabajo, con la percusión de parches, platillos y cajitas. Detalles finos, pinceladas, silencios sugerentes. En cierta forma lo que siempre ha caracterizado al propio contrabajista, un sonido poderoso y al mismo tiempo sutil, envolvente, libre y con cuerpo, que no necesita estampar muchas notas. Tal vez sean los dos últimos temas, mejor dicho: temazos (“Double Bass” y “I Remember Clifford”), los que tienen mayor poder de impregnación en la memoria. No se puede creer a dónde te lleva el viejo Juzek de Carter: caminando a paso firme, como quien sale a dar una vuelta, te remueve recuerdos, acerca posibilidades e instala imágenes.
Este señor que nació en Ferndale, Michigan, el 4 de mayo de 1937 y tiene 76 años, es profesor y siempre les dice lo mismo a sus alumnos: Tranquilo, m’hijo, no se trata de correr con los dedos por el brazo del contrabajo y demostrar trucos y proezas para una fácil audiencia. El sonido no se apura. Espérelo, cultívelo. Así lo hizo él. Y la recompensa es que con una sola nota se hace presente. ¿Hay algo más preciado para un artista de los sonidos?
Nunca escucharemos a Carter realizar un destrozo con su instrumento, jugar una carrera, tocar una enorme cantidad de notas en brevísimo tiempo. Eso es una tontería. Una nota bien pulsada vale más que 35 sin vibración ni alma. El mundo está plagado de bajistas que tocan muy bien y muy rápido pero con cero sensibilidad; escasean, en cambio, señores como Carter.
Su biografía nada tiene que ver con la típica tragedia que ha signado a los grandes músicos de su generación. Nada de épica cinematográfica, como sucedió con Art Pepper. Nada de locura, como le ocurrió a Thelonious Monk. Nada de drogas, como las que circularon alrededor de Miles Davis, John Coltrane, Bill Evans, Lee Morgan y Chet Baker, por citar a un puñado de genios con los que el contrabajista tocó.
Estamos hablando de un hombre sumamente prolijo y ordenado. Cuando a partir de 1963 integró el quinteto de Miles Davis (con el pianista Herbie Hancock, el saxofonista Wayne Shorter y el baterista Tony Williams), uno de los grandes dream teams de la historia del jazz, además de su rol como hombre de las cuatro cuerdas graves, Carter era el encargado de la organización: arreglar las giras de la banda, reservar los pasajes de avión y las habitaciones de hotel, pagar a los otros músicos, tal vez llamarlos al orden si se zafaban. El genial y cascarrabias trompetista era muy celoso con sus cosas (además, si se drogaba, otro tenía que ordenar la casa) y esa tarea no se la podía asignar a cualquiera. Y también fue un gran maestro. Así lo recuerda Carter: “Miles hizo de todos nosotros buenos líderes, nos enseñó a llevar la música siempre a un plano superior, a desarrollar las ideas noche tras noche a lo largo de cuatro funciones diarias. Hoy en día los músicos no lo hacen: tocan 40 minutos y después se van para sus casas”.
Comenzó tocando el cello antes que el contrabajo. Era miembro de una orquesta en Cass Tech, un colegio de Detroit. Siempre alternó ambos instrumentos, aunque en la actualidad tenga prioridad el más grande. A fines de los 70 lideró un cuarteto donde él tocaba el piccolo bass y Buster Williams el contrabajo; en el piano estaba Kenny Barron y en la batería Ben Riley. En piccolo, cello o contrabajo, su sonido es siempre distintivo.
Fue el bajo de la Eastman-Rochester Symphony, con dirección de Howard Hanson, y en 1959 se unió a la agrupación del baterista Chico Hamilton, en la que tocaba el extraterrestre Eric Dolphy. Y Dolphy, con su clarinete bajo, su saxo alto, su flauta y su perita de intelectual, fue el gran animador del primer disco solista de Carter, “Where?” (New Jazz), grabado en junio de 1961, donde ya había dos composiciones originales del espigado contrabajista: “Rally” y “Bass Duet”. Desde allí en adelante, Carter no ha dejado de producir música y los números son tremendos: más de 2.500 grabaciones. Voy a nombrar una de 2008 poco conocida: “Just Between Friends” (High Note), donde suenan únicamente el saxo tenor de Houston Person y este maravilloso contrabajo. Dos viejos marineros en la taberna recordando historias. No es necesario nada más.
Carter es un tipo que impone presencia, porque además de tener un nombre gigante en la historia del contrabajo jazzero (junto a Ray Brown, Oscar Pettiford, Charles Mingus, Jimmy Blanton, Dave Holland y Charlie Haden, no lo duden), con su gran altura y parca locuacidad, impone respeto. Cuando estuvo en Punta del Este, durante la prueba de sonido al abrasador sol de las dos de la tarde, lucía una camiseta de Barcelona (la de Ronaldo, que en aquel entonces era el centrodelantero azulgrana), pantalón corto y chancletas. A la noche, unos minutos antes de salir al escenario, vestía de riguroso traje y corbata. Pasé muy cerca de él y daba miedo: no te animabas ni a saludarlo.
Por supuesto, también conoció los aciagos años en que el jazz fue desplazado por el rock, desde mediados de los 60 en adelante. Años difíciles para un purista, con esa andanada de electrónica, funk y soul que contaminaba todo. Años en que grabar únicamente con instrumentos acústicos era cosa de guapos. Pero más allá de algún experimento esporádico con la música enchufada, Carter no se movió de su lugar de jazzista puro y duro. Todo bien con la bossa nova o con la música española (es posible que haga una versión de “Aranjuez”), pero con la libertad de la improvisación.
En 1991 tuvo una inusual experiencia: grabó un disco con el grupo de rap A Tribe Called Quest. Es muy probable que uno de sus hijos, por esos tiempos vinculado al arte callejero, lo haya convencido de participar en la empresa. Y Carter no se negó pero fue rotundo: ideas musicales claras y cero droga en el estudio de grabación. Me imagino a los raperos guardando sus bolsitas presurosos ante el grito de alerta: “¡Ahí viene Ron Carter, ahí viene Ron Carter!”.
El contrabajista se presentará en el Auditorio del Sodre con Donald Vega en piano y Russell Malone en guitarra. Malone ya estuvo en nuestro país dos veces: en el Festival de Jazz de Punta del Este y acompañando a la bella Diana Krall en el Plaza. Es flor de guitarrista. Y atención al nicaragüense Vega, que vino a ocupar el lugar del recientemente fallecido Mulgrew Miller: tiene un swing que vuela. Además, el telonero será el pianista uruguayo José Reinoso y su trío, cuyo último disco, “Tango Jam” (Perro Andaluz, 2013), es muy recomendable.