N° 1944 - 16 al 22 de Noviembre de 2017
N° 1944 - 16 al 22 de Noviembre de 2017
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace 45 años era costumbre tratar a los homosexuales como enfermos. No todo el mundo, claro, pero sí que existía cierta convicción no muy ilustrada que, atravesando todo el espectro político y social, los consideraba tales. Y de esa convicción se derivaba, naturalmente, un trato discriminatorio que, en el mejor de los casos, se proponía curarlos de su propio deseo. Por suerte y por las acciones de los ciudadanos, en Uruguay eso cambió y esa costumbre hoy resulta casi marginal y propia de carcas.
Hace 45 años no había centros comerciales ni existía la necesidad, al parecer compulsiva, de comprarse ropas y cosas caras. Las ferias eran (y un poco siguen siéndolo) el centro del comercio barrial y la zapatería de Cacho era donde uno se compraba los Pampero. Lo de meterse en un centro comercial de aire estéril y con aroma producido en Wisconsin, en tiendas donde suena un bombo en negras a todo volumen, es una costumbre un poco más nueva. No sé si para bien o para mal, pero la costumbre del comercio de cercanía casi se ha perdido.
Hace 45 años ir a la escuela pública era lo más normal. Ni siquiera viviendo en barrios alejados del Centro, como por ejemplo Manga, que era donde yo vivía, parecía haber grandes problemas con la calidad de la educación. La idea de ir a una escuela privada era algo peregrino y las familias que iban justas de plata no se la planteaban en absoluto: la escuela pública funcionaba. Quizá no como ese ascensor social prometido por el sistema, pero sí al menos como herramienta pedagógica consistente. Esa costumbre, lamentablemente, se perdió en un montón de barrios.
Hace 45 años, la inmensa mayoría de los uruguayos tenían cara de dormidos en la foto de su cédula de identidad: el madrugón y la cola satánica para el trámite eran lo más habitual. Eso, por suerte (cuando digo suerte quiero decir que alguien se tomó la molestia de pensar en el asunto y hacer algo al respecto) ya no ocurre: uno puede sacarse la cédula de manera más amigable y, dependiendo en exclusiva de la biología, tener una cara más o menos presentable en la foto.
Hace 45 años era impensable que dos chicas se besaran en la calle como se besan los amantes. Nadie era tan libre entonces, a pesar de los hippies, la píldora, la idea de la adolescencia (que era más o menos reciente), la contracultura y demás yuyos que llegaban bien embalados desde los centros de poder cultural mundial. Con el tiempo, se fue aprendiendo que la libertad hay que ganarla y luego cultivarla con mimo y atención. Por suerte, de a poco nos vamos acostumbrando al vértigo de ser más libres y la costumbre de reprimir nuestra sexualidad y nuestras emociones ha ido abandonando nuestras vidas. O no tanto, viendo el nuevo puritanismo que se pretende imponer desde cierta versión dogmática y prepotente de la corrección política.
Hace 45 años e incluso un rato antes, los uruguayos le fueron dando menos pelota al sistema democrático. No es que antes le dieran mucha: la cultura cívica y democrática pasaba más por un dejar hacer mientras todo funcionara razonablemente que por una militancia activa. Al menos así era para las personas menos dedicadas al asunto. Los más dedicados fueron justamente quienes, a un lado y otro del espectro político, comenzaron a coquetear con la idea de que quizá la democracia fuera poca cosa, un sistema aburrido y poco efectivo. Y que los procedimientos, la separación de poderes, el monopolio de la violencia y demás pactos que conlleva el sistema democrático, eran no solo poco atractivos sino, y esto es lo grave, opcionales. Bien, esa vieja costumbre, que costó un montón de dolor ir dejando atrás, hoy comienza a asomar la patita de nuevo, en medio de un creciente número de señales de desprecio, nuevamente en todo el espectro político, a la tradición republicana y a sus mecanismos y garantías. Aquello de lo político por encima de lo jurídico tan aplaudido, por ejemplo.
Hay cosas que, en cambio, casi no han cambiado en estos 45 años. Por ejemplo, las rutas del bondi de Montevideo son prácticamente las mismas, salvo pequeños agregados y soluciones parciales (política de parches, digamos) que no hacen a la esencia. Esencia que se podría resumir así: si querés hacer 30 cuadras en un bus, vas a tardar 45 minutos, seguramente vas a ir parado y a tu alrededor todo va a ser chirridos metálicos y asientos de plástico roto, aunque el bondi sea nuevo. Todo sea para no perder la costumbre.
Esta costumbre no sé si cambió o no pero me da que no: muchas veces, los señores que prestan servicio en ese bondi en el que viajás, se comportan como si fueran los reyes del espacio en que realizan su tarea. La música o el programa radial de turno va a sonar siempre al palo y los señores casi siempre te van a hablar como si fueras una vaca con pocas luces. No todos los choferes y guardas son así, claro. Pero que los hay, los hay.
Por otro lado, también es verdad que la mujer se ha incorporado decididamente al trabajo en ese tradicional feudo masculino. A nadie se le arquea una ceja si ve una mujer manejando o cobrando. O haciendo el trabajo que esa mujer quiera hacer. Y es que eso, la incorporación masiva al mercado laboral y la ocupación del espacio ciudadano que democráticamente les corresponde a las mujeres, ha sido seguramente el cambio más radical en la economía y en la sociedad en los últimos 45 años.
Y luego el Estado, ese que por definición tiende a preservarse a sí mismo. Ha incorporado procedimientos nuevos y también tecnología (faltaría más, sin con esa tecnología se trabaja menos y mejor) y en eso sí que ha cambiado. En cambio no ha modificado su costumbre de tratar a la ciudadanía como si fuera un trapo: cuando uno atraviesa las puertas de una oficina pública casi puede sentir cómo una culpa, genérica y brumosa, lo va envolviendo. Si algo no ha cambiado es la distancia que se levanta entre quienes compraron un pedacito de cielo (aunque no siempre pague bien) y quienes tienen que patear las calles que hay debajo de ese cielo.
Por supuesto, hay (y siempre ha habido) gente que hace las cosas como se debe y hasta con esmero. El problema son los otros, los que acostumbran hacer la plancha a cuenta del erario. Al final, quizá se trata de eso, de que algunas costumbres tardan en cambiar más tiempo que la vida de un semanario. O que simplemente no cambian más.