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Hay que imaginarse la inmensidad del desierto afgano con su tierra resquebrajada y sus despeñaderos de arenisca. Hay que imaginarse a un hombre flaquísimo que atraviesa el desierto con su hijo de diez años y arrastra un carromato en el que carga a su hija pequeña. Esas podrían ser las primeras escenas de una película que contara la historia de Abdulá, el niño, y Pari, su hermana. Ellos son protagonistas de Y las montañas hablaron, una novela escrita con la plasticidad de un buen guión cinematográfico, porque su autor, el afgano-estadounidense Khaled Hosseini, domina el arte de narrar con imágenes.
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Hosseini no escribe best sellers sino buena literatura que se transforma en best seller. Sus dos primeras novelas, “Cometas en el cielo” y “Mil soles espléndidos”, vendieron 38 millones de ejemplares y fueron traducidos a varias lenguas. El jueves 5 fue el lanzamiento mundial de Y las montañas hablaron, y según las crónicas de prensa, en Nueva York los lectores esperaron horas para conseguir la firma del escritor, y la novela ya figura en los primeros lugares entre los libros más vendidos.
Nacido en Kabul en 1965, Hosseini dejó su profesión de médico por la literatura. En su infancia vivió en Teherán y en París, adonde su padre había sido destinado en calidad de diplomático. Luego de la invasión soviética a Afganistán, su familia se refugió en Estados Unidos y allí está radicado desde 1980. Pero Hosseini no abandonó Afganistán. Escenario y fuente de inspiración para sus novelas, el autor regresó a su país en 2006, donde creó una fundación de ayuda humanitaria.
En su última novela, la niña Pari y su hermano Abdulá llevan dos días cruzando el desierto con su padre Sabur para llegar a Kabul. Ellos nacieron en Shadbagh, una aldea perdida en las tierras áridas, donde la lluvia es un tesoro que pocas veces llega y el invierno se asemeja a un demonio gigante que “baja a las aldeas una vez al año y se lleva a uno o dos niños”. Cuando esto sucede, lo único que se puede hacer es “cruzar los dedos para que pase de largo por tu puerta”.
Sin embargo Sabur tomó otra decisión: cargó a su hija pequeña y remontó el desierto para vendérsela a Nila, una mujer joven que escucha jazz y tiene mucho dinero, pero no puede tener hijos. En el viaje, Sabur tuvo que llevar a Abdulá porque su hijo adora a la niña a la que cuidó desde el nacimiento. Tal vez por eso, al llegar a la gran ciudad se da cuenta de inmediato de que en esa mujer que les regala dulces y zapatos hay algo “alarmante” y “bajo el maquillaje y el perfume y la supuesta conmiseración, algo profundamente dañado”.
La separación de los hermanos, y la vida que cada uno seguirá desde entonces, es uno de los hilos argumentales de la novela, que tiene varios saltos temporales y varias historias paralelas. La trama comienza en 1952 y abarca 60 años en la vida de Afganistán, lo que significa hablar de soviéticos, de talibanes, de bombas y misiles norteamericanos. En definitiva, un país que se convirtió —o lo convirtieron— en uno de los lugares más infelices de la tierra.
“Lo resumiré en una sola palabra: guerra. Mejor dicho, guerras. No una ni dos, sino muchas guerras, grandes y pequeñas, justas e injustas, guerras protagonizadas por supuestos héroes y villanos cuyos roles eran intercambiables, y en las que cada nuevo héroe venía a confirmar que más vale malo conocido que bueno por conocer. Los nombres iban cambiando, al igual que los rostros, y a todos maldigo por siempre jamás por los bombardeos, los misiles, las minas terrestres, los francotiradores, las contiendas mezquinas, las matanzas, las violaciones y los saqueos”, relata uno de los personajes de la historia.
Con niños pobres en un territorio acosado, la trama de esta novela tiene todos los elementos necesarios para caer en golpes bajos o sensibleros. Sin embargo, Hosseini narra una historia sobria y llena de sutilezas, donde importa tanto lo que se cuenta como lo que se calla. Sus personajes no son ni buenos ni malos y todos tienen una ausencia que les daña el alma o un secreto que ocultar. Y de pronto en el fondo de un armario aparecen escondidos los dibujos de un hombre rico que estuvo siempre enamorado de su chofer, o una caja oxidada que guarda plumas de diferentes aves, y es todo un símbolo en la novela.
Y las montañas hablaron viaja de Afganistán a California, a París y a la isla griega de Tino. Por ella pasan niños con las marcas de la guerra o del maltrato familiar, médicos que dedican su vida a trabajar en zonas de conflicto, especuladores norteamericanos que quieren enriquecerse en una sociedad destruida y jóvenes que vuelven a Kabul y después regresan al primer mundo llenos de culpa y rencor.
A Hosseini le gustan las historias familiares, en las que los niños tienen un especial protagonismo. “La familia me atrae una y otra vez; es el tema central de mis libros (...) Principalmente porque creo que todos los grandes temas de la vida están contenidos en las historias de familia: el amor, el dolor, las disputas, el deber, el sacrificio (...) Me parece que las familias son como un rompecabezas que uno intenta resolver durante toda la vida (o que nunca logramos resolver, como suele pasar) y me gusta cómo los diferentes miembros intentan establecer conexiones entre ellos”, contó en una entrevista. También ha explicado que desde hace décadas es común enterarse de que padres afganos vendieron a alguno de sus hijos para asegurarle una mejor vida y mantener al resto de los hermanos.
Pero antes que la guerra y las familias, en el origen de este libro hay un poema de William Blake, “Canto de la nodriza”, y también varios versos de Rumi, poeta afgano del siglo XIII, que habla de las raíces, de la tierra y del reencuentro: “Más allá de cualquier idea, de buenas o malas obras se extiende un campo. Nos encontraremos allí”.
Después de leer Y las montañas hablaron, ese país lejano, de mujeres asfixiadas bajo la burka, de talibanes salvajes y de niños refugiados, toma otra dimensión. Y da la sensación de que Kabul nunca había estado tan cerca.
“Y las montañas hablaron”. Salamandra 2013, 382 páginas.