Nº 2153 - 16 al 22 de Diciembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa prueba de que el afán fiscalista es una abominación tallada profundamente en el corazón de los gobernantes de todos los tiempos es que aparece como la expresión mejor formulada en la legislación de todos los países en toda época y lugar. Esquilmar viciosamente al ciudadano es la parte que mejor funciona en cualquier modalidad de gobierno, la que se elabora con más esmero, la que resulta más eficiente. El antiguo Egipto nos da una provechosa lección al respecto.
Había allí un repertorio de estructuras que van a aparecer claras a lo largo de toda la historia. El faraón nombró una suerte de primer ministro, un supervisor o visir a quien se le asignó la misión patriótica de recaudar impuestos. Junto con el visir trabajaban los escribas, que llevaban los meticulosos registros de los actos de gobierno. Estos empleados de alto nivel eran excelentes profesionales que habían depurado el procedimiento y arte de interpretar debidamente la voluntad del faraón y junto con los sacerdotes también se aventuraban en identificar la no menos irresistible y clara voluntad de los dioses; de ahí derivaba parte considerable de su extenso poder. Los sacerdotes tenían la difícil misión de asegurar que los dioses estuvieran contentos, y téngase en cuenta que aquellas deidades eran muy ambiciosas, de modo que atenderlos debidamente era muy oneroso para los contribuyentes.
Un detalle que también podría conectarnos con la actualidad, pero que lamentablemente solo nos queda echarlo de menos y envidiarlo, es que a cambio de la fuerte presión fiscal, que sobre los agricultores representaba el 60% de su cosecha anual, el gobierno ofrecía efectiva protección a sus vidas, a lo que quedaba de sus bienes, a los derechos que tenían reconocidos según el ordenamiento vigente. En este punto el gobierno egipcio fue más eficaz para los súbditos que muchos gobiernos contemporáneos.
El patrón básico del gobierno egipcio se estableció durante la primera dinastía en torno al tercer milenio a. de C. Allí se pusieron en funcionamiento los verdaderos brazos del Estado en el vasto territorio, que eran los llamados nomarcas, delegados reales que oficiaban de gobernadores regionales muy al estilo de las reformas que llevó adelante Richelieu en Francia. Y aquí viene un aspecto tal vez sarcástico pero digno de rendida admiración por su acierto técnico, dado que es el antecedente más lejano que existe de las leyes de intromisión en las cuentas bancarias de las personas que hoy mortifican a las personas que cometen la impudencia de trabajar, de invertir, de ahorrar: bajo el reinado del sucesor del rey Narmer, el guerrero y médico Or A, en el año 3100 a. de C. se implementó el Shem su Horus, los compañeros o seguidores de Horus; uno de los emblemas distintivos de la política de todos los tiempos.
Consiste este dispositivo en que el faraón y su séquito de inspectores viajan por el país haciendo visible su presencia y majestad frente a los súbditos en todas partes, y escuchando junto con las programadas alabanzas algunas quejas y pedidos, principalmente denuncias contra los abusos que con frecuencia perpetraban los nomarcas. Entre el 3100 y el 3050 el rey Or A se hizo transportar decenas de veces por todo el país para que sus súbditos lo aclamaran; su llegada a cada aldea, sus pasos por los caminos eran toda una fiesta largamente esperada y cuidadosamente planificada tanto desde las regiones como desde la metrópoli y representaba un acontecimiento de carácter casi religioso, por el fervor que despertaba. El Shem su Horus sirvió para varios propósitos: permitió que el monarca fuera visible en la vida de sus gobernados, facilitó a sus funcionarios a vigilar de cerca todo lo que ocurría en el país para resolver disputas y administrar justicia y, más que nada —he aquí el rizo perverso de la historia, la parte no inocente, aquello que sobrevivió como maldad heredada por los Estados—, facilitó la evaluación y la recaudación de impuestos, los que alcanzaban a cuanta gente se conseguía presionar.
Antes que los organismos de estadísticas y censos, antes que las odiadas oficinas recaudadoras ya teníamos en el antiguo Egipto una mirada cierta acerca de dónde estaban los centros de producción más importantes del país, cuáles eran los índices de presión que se debían aplicar por región y por persona. Mientras el faraón saludaba y consagraba aromas y plegarias a los dioses, su séquito contaba el ganado y fijaba nuevas tasas e incrementos de los tributos a los condenados de siempre. Poco ha cambiado.