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    Con los mimbres del Mayo francés

    Pasaron 50 años de aquel 68
    Columnista de Búsqueda

    Hace ya unos cuantos años, en una de esas charlas de bar que se prolongan por horas sobre los vasos de cerveza, una amiga me decía que había algo que le incomodaba en la insistencia de la generación previa con su derrota ideológica. Y es que esa generación, decía, la de nuestros padres y que hoy anda por encima de los 70 años, en realidad había marcado a fuego nuestro presente. A ella le resultaba más bien indignante que reclamaran su derrota, ya que la entendía como una forma de evitar hacerse cargo de que la realidad presente fue propiciada en buena medida por sus gestos políticos juveniles. Y de madurez, ya que de hecho muchos de ellos ocupaban (y ocupan) un montón de cargos y puestos de poder desde los cuales han seguido marcando la agenda vital al resto.

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    El Mayo francés, uno de los momentos ideológicos clave de esa generación, es percibido por muchos de sus actores como una de esas derrotas. El contexto del instante, la descolonización con sus guerras poscoloniales, la explosión de la idea de juventud, el hippismo, la new age y la cultura alternativa son algunas de las fuentes no académicas de esa revuelta. Dado ese conjunto de orígenes, no sorprende el marcado perfil anticapitalista que tuvo la movida. Y en pro de la utopía, esa que parecía estar a la vuelta de la esquina y depender en exclusiva de la voluntad de los revolucionarios.

    Y sin embargo, no hay acuerdo en si se puede llamar “revolución” al Mayo francés. Para autores tan distantes como Hobsbawm, Aron y Derrida, difícilmente califica como tal. Sus valoraciones difieren en casi todo salvo en eso. Para Hobsbawm, “el motivo por el que 1968 (y su prolongación en 1969 y 1970) no fue la revolución, y nunca pareció que pudiera serlo, fue que los estudiantes, por numerosos y movilizables que fueran, no podían hacerla solos”. Aron, por su parte, la calificó de “revolución inencontrable” y Derrida como “un acontecimiento que no sabemos denominar de otra forma que por su fecha, 1968”.

    Al tiempo, muchos de los valores impulsados entonces se han instalado entre nosotros como parte de nuestro sentido común. Otros aún se siguen debatiendo, pero ya están planteados. Pienso en los derechos de los gays y en el derecho a decidir la propia muerte. Es verdad que ninguno de ellos fue reclamado explícitamente en mayo de 1968, pero sería obtuso negar que su actual estatus legal sea ajeno a la oleada que levantó aquel instante. Quizá por eso, tampoco deja de tener sentido la afirmación de Fernand Braudel de que el Mayo del 68 pertenece a las transformaciones sociales de largo plazo, como el Renacimiento y la Reforma.

    En cualquier caso, el enojo de mi amiga se vinculaba justamente a este último aspecto: ¿cómo podían decir que habían sido derrotados cuando culturalmente habían ganado casi todo? Es verdad, en términos sociales el Mayo francés no terminó ni mucho menos con el capitalismo. Pero también es real que muchas de sus ideas culturales son actualmente parte de la paleta de derechos de las democracias occidentales. Se indignaba mi amiga con esa negativa a admitir que de muy distintas formas se estaba ejerciendo el poder, y que se hacía desde instancias que tienen la capacidad de “generar realidad”: Estado, ONG, organismos internacionales, etc. Su afirmación no está muy lejos de uno de los grandes “renegados” del Mayo francés, Daniel Cohn-Bendit, quien considera que la mayor parte de las cosas que se plantearon entonces ya son parte de la realidad: los derechos de las mujeres, de los homosexuales, el cuestionamiento de las jerarquías y la profundización de la democracia.

    No todos los líderes del 68 piensan como Cohn-Bendit. Alain Krivine, por ejemplo, cree que esos “son logros, pero muy limitados… En cambio, en el plano político hay que recomenzar”. Henri Weber, otro de los líderes de entonces y actualmente socialista, apunta en cambio que “no solo vivimos de los logros del 68 sino que hemos añadido”, recordando que, por ejemplo, la jornada laboral de 35 horas se conquistó en 2000, no en 1968. Es interesante que de una manera u otra, todos ellos coinciden en que el Mayo francés terminó ganando la batalla cultural. O al menos sembrando globalmente la semilla de muchos valores que hoy integran nuestra cotidianidad y que ya no recordamos como conquistas.

    Sin embargo, es el propio Weber quien cuestiona una de las características más visibles del Mayo francés: su culto a la violencia y al conflicto, más específicamente, “la valorización de la violencia como método de transformación de la sociedad”. Cohn-Bendit se ha manifestado en varias ocasiones en un sentido parecido al de Weber, lo que lo ha situado en la mira crítica de un montón de fans del Mayo francés. En especial de aquellos que consideran una traición cualquier matiz o eventual aprendizaje respecto a las propias acciones del pasado.

    El historiador inglés Richard Vinen, quien cree necesario ampliar el foco y no pensar solo en el Mayo francés para poder entender el instante, considera al presidente Macron un resumen exacto de esta victoria cultural y derrota social del movimiento: “En términos culturales y morales, es hijo del 68, en el sentido en que se siente cómodo con una sociedad liberal. Al mismo tiempo, representa una visión del mundo liberal desde el punto de vista económico”.

    Ese 68 ampliado que apunta Vinen seguramente deba incluir Praga y los tanques soviéticos, México y su sangrienta plaza de las Tres Culturas, donde fueron asesinados al menos 200 estudiantes (la cifra exacta no se conoce), el 68 uruguayo, el argentino y otros. También es necesario contabilizar las actividades contra la guerra de Vietnam en los campus universitarios de EE.UU. De alguna manera, no parece casual que en aquellos sitios en donde más duro se reprimió estos movimientos estudiantiles y sociales, más se haya tardado en consolidar los valores que impulsara entonces el Mayo francés.

    No es posible obviar el impacto que el Mayo francés tuvo en las categorías sociales estructurales. Fue allí (y con los hippies) que la idea misma de “juventud” se consolidó como herramienta de análisis y corte, como categoría con vida propia, digna de miradas y de políticas específicas. Hasta ese entonces, no existía siquiera una moda propiamente “juvenil”, mucho menos una batería de políticas públicas ad hoc.

    De hecho, ha sido tan profundo su impacto que no es difícil rastrear la trayectoria de las señales que entonces emitía la academia, hasta los mimbres que sostienen teóricamente muchas de las políticas sociales actuales de las democracias. La agenda de nuevos derechos en ese sentido no es tan nueva, en todo caso lo relativamente novedoso es que esas ideas se apliquen en políticas públicas. Al tiempo, es posible encontrar ese hilo que de manera ininterrumpida va desde mayo del 68 hasta el presente, en los valores colectivos más o menos difusos de las democracias. En la clase de convicciones debatibles que de a poco se van convirtiendo en “convicciones aproblemáticas de fondo”.

    Queda por ver si esa victoria cultural supone cambios de alguna clase en la economía o si simplemente se trata de una cada vez más sofisticada política de los símbolos, dedicada en exclusiva a maquillar la “superestructura”, por decirlo en términos del materialismo histórico. Y queda por ver también si a eso se le puede llamar victoria. Mi amiga considera que al menos no puede ser considerada una derrota. Aunque asumir eso implique hacerse cargo también de lo malo que trajo consigo la idea.