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La familia bajó los escalones que dan a la pequeña sala escondida del primer piso. Fue un descubrimiento. Mientras los padres admiraban la obra, la niña de cinco o seis años corrió al encuentro de las hojas desparramadas en el piso del insólito recoveco que funciona para algunas exposiciones. Se baja algunos escalones, está a medio camino del gran corredor central y la planta baja. Hay que dar la vuelta al corredor y encontrarlo. Para la niña fue como descubrir un tesoro, un desván lleno de secretos. Arrastró los pies, pateó y tiró algunas hojas al aire. Parecían de árboles, pero alargadas, más finas y movedizas. Hojas de ficción, de papel, de mentira. No le importó ni cuestionó su procedencia. Quedó fascinada con este hueco encerrado, agobiante, como un apéndice del gigante y luminoso edificio del Museo Nacional de Artes Visuales.
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Una luz natural parece envolver el lugar. Es la luz que surge de ese piso cubierto de hojas blancas, entreveradas, pateadas por otros niños o adultos que apenas se fijan en ellas. Da gusto verlas, por más simple que sea el recurso. Cambian la manera de caminar, obligan a pisar diferente y a mirar con otros ojos. El piso y los grandes y formidables dibujos que cuelgan en la cueva iluminada.
Para la niña fue un respiro, entrar a un bosque encantado, a un escenario donde liberar la imaginación. El impulso del parque en otoño. “Son de esos árboles”, dijo feliz cuando sus padres le mostraron la obra de Martín Vergés Rilla (1975), artista montevideano que nació “un 22 de enero a las 5:25 horas”, como dice en su currículo. La niña ordenó rápidamente los estímulos y lanzó una interpretación. Según el autor, el piso de hojas se titula “La fábrica de hojas” y está hecho de papel Fanapel para impresora.
Delante de los padres, un árbol domina la escena. Es un dibujo minucioso, cargado, detallista pero del detalle descubierto por el artista, oculto y nada evidente para el resto de los mortales. Vale la aclaración porque ese árbol existe fuera del hueco del museo. Se lo puede visitar en otro parque, al lado de la vieja cancha de Miramar Misiones, al costado del Estadio Centenario. Es un timbó de gran porte, el árbol indígena rioplatense también conocido como oreja de negro. El dibujo es de gran tamaño y en tonos oscuros, como si el autor quisiera reconstruir su presencia poderosa, evocada con trazos finos, negros pero en tránsito continuo por tonos agrisados. Un árbol que impone respeto, hasta cierto temor o sugestión. La niña quedó impactada cuando lo miró de verdad, con una hoja blanca en la mano. No le gustó mucho. O no supo qué más decir. Prefirió las hojas. En realidad, el timbó está pelado, con sus gruesas ramas expuestas, elevadas y abiertas hacia el cielo en innumerables brazos que se contorsionan y parecen moverse. Tiene algo fantasmal. El tronco oscuro está firme y surge de la tierra o del pantano, con su peso centenario, impuesto a ese lugar para siempre. Sin embargo, es movedizo, como si estuviera a punto de caminar, de salir como salían los árboles de aquel bosque humanizado de “El señor de los anillos”. Sus ramas son largos brazos inquietos, parecen terminar en finas bocas o pinzas abiertas, amenazantes.
Está rodeado de un paisaje claro, sin referencias al lugar, una pradera imaginaria que lo envuelve como una nube. Es bellísimo, dan ganas de tocarlo, más bien acariciar su superficie y experimentar su rugosidad llena de historias. A lo largo de la muestra, siguen los árboles, los grandes dibujos de árboles, algunos más luminosos y livianos, descubiertos apenas bajo una lluvia de copos blancos, cubiertos en sus propias flores o algodones (“Madera Nacional e Intercontinental” o “Los Tilochets”) o más descarnados y dolorosos, casi un bosque entero, sufriente (“El Atelier de los Quemados”). Hay vida más allá de los árboles muertos o cortados. Hay infinidad de vida dibujada en detalle y con su propia madera, en sus cortezas construidas con pequeñísimos dibujos, en sus ramas finas, organismos vivos que recuerdan otros mundos.
El artista utilizó pequeños pedazos de tilo o eucaliptos o timbó quemados y convertidos en carboncillos para dibujarlos. Son doblemente vibrantes y existenciales. Tienen la potencia del dibujo que explora en su experiencia inicial cuando el autor los descubre, su empatía, su vínculo casi ritual. Y luego, la recreación detalladísima, el dibujo, la técnica y la materia al servicio de un círculo que se cierra en el propio papel de las hojas que la niña convierte en pájaros.
Como un chamán o un viejo oficiante de rituales, Vergés convierte la visión en una nueva realidad, inexplorada, casi una resurrección. Es como pintar con el alma, con la propia sangre. Los rescata además del desinterés, del vacío de la mirada ajena, de la costumbre que deshumaniza y los convierte en figuras de un parque notable, singular, novedoso. Es como si al usar parte de su conformación les devolviera la gracia de vivir, los despertara del letargo. Y lo hace con maestría, con sensibilidad extrema, al punto que dan ganas de ir hasta la calle Suárez a ver los tilos o a Brito del Pino y Dr. Pouey a ver el plátano y acompañarlo un rato, como a un compañero de ruta que hace tiempo no se ve. Al fin de cuentas, frente a esos árboles callejeros pasa buena parte de la vida. Y a lo mejor, también después.
“La nostalgia de los materiales”, de Martín Vergés Rilla. En MNAV (Parque Rodó), de martes a domingos de 14 a 19 h. Hasta el 17 de agosto.