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    Corrupción: entre la política inerte y la banalización mediática

    Nº 2229 - 15 al 21 de Junio de 2023

    En una entrevista reciente, el presidente Alberto Fernández insistió en que su gobierno, a diferencia de otros anteriores, incluso de su mismo partido, no tiene hechos de corrupción.

    Es posible imaginar las sonrisas socarronas que debe haber despertado entre empresarios y funcionarios estatales que cotidianamente se prestan al trapicheo de sobornos, al tráfico de influencias y a la edificación clandestina de enriquecimientos ilícitos.

    No estamos hablando de pequeños escándalos como el del acomodo en la distribución de vacunas sino de hechos mucho más graves que permanecen en la oscuridad que es inherente a este tipo de negocios irregulares y que solo son mencionados en conciliábulos empresarios o eventuales quejas corporativas ante abogados o embajadas.

    La ausencia de graves escándalos no es sinónimo de transparencia, sino de la clandestinidad propia de los hechos de corrupción, la falta de eficacia e independencia de los órganos destinados a detectarlos y perseguirlos y la coyuntura política, absorbida por otros conflictos y que navega entre la banalización de las denuncias de corrupción auspiciada por centenares de denuncias irrelevantes o superficiales formuladas por opositores de diversa laya y por la demonización de las causas de corrupción por parte del oficialismo, que las considera estratégicamente como maniobras de lawfare o de abuso del “partido judicial” con independencia total de la realidad de los hechos que allí se investigan, que de tal modo se ocultan, minimizan o disimulan.

    Mientras tanto, el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional de 2022 ubica a la Argentina, con 38 puntos sobre 100, en el puesto 94 entre 180 países. Es decir, una performance pobre frente a sus países vecinos Chile y Uruguay que la organización responsable del índice considera un estancamiento debido a la ausencia de políticas públicas innovadoras en materia de lucha contra la corrupción y de vacancias de vieja data: la largamente prometida reforma de la Ley de Ética en el Ejercicio de la Función Pública y una reforma integral de la normativa de compras públicas.

    Cuando se avecinan elecciones que definirán quiénes dirigirán las políticas públicas durante los próximos cuatro años, no se advierten grandes novedades en los discursos o promesas respecto del fenómeno de la corrupción. Los políticos argentinos no van más allá de la estigmatización de los adversarios y los discursos siguen girando en torno a respuestas punitivas que son claramente ineficaces, que llegan tarde, que no previenen, que no resuelven el problema de la dificultad de la detección y que no se hacen cargo del pantano politizado que continúa siendo la Justicia federal en esta materia.

    Algunos avances, como la ley de acceso a la información pública o la ley de responsabilidad de las personas jurídicas por hechos de corrupción, no bastan para transformar un panorama en el que los incentivos de transformación son escasos. Los empresarios suelen temer por represalias que los hagan perder negocios y muchas veces medran en un panorama en el que disponen de contactos aceitados. Los políticos reciben dinero para sus campañas y algo más y tampoco tienen incentivos para someterse a una Justicia independiente o para dotar de real autonomía a organismos de control de la corrupción que podrían poner en crisis recurrentes a sus gestiones de gobierno. El servilismo o la intrascendencia de esos órganos constituye una solución que los tranquiliza sin costos políticos de alguna relevancia.

    Esquemas legales pensados para incentivar la revelación de hechos de corrupción no son suficientes en un contexto de impunidad y en el que reina la incertidumbre sobre las respuestas que brindará la agencia judicial, los que producen el efecto contrario al declamado, ya que nadie está dispuesto a correr riesgos si “quedarse en el molde” no acarreará ninguna consecuencia negativa.

    Esquemas de gestión económica y administrativa que se desenvuelven en un marco de restricciones y excepciones permanentes o bien de concesión de beneficios eventuales hacen que muchos negocios, contrataciones públicas y subsidios dependan de la voluntad discrecional de determinados funcionarios y, por lo tanto, constituyan factores adicionales que claramente favorecen la corrupción.

    La posibilidad de acudir a la Justicia frente a abusos o pedidos de sobornos por lo general implica costos mayores derivados de la demora infinita de la Justicia en dar respuestas y, por tanto, no constituye una opción real.

    A la vez, desregulaciones y privatizaciones veloces como anuncian opositores que aspiran a llegar al gobierno ya han sido campo fértil en el pasado reciente para graves hechos de corrupción.

    No está claro si aprenderemos de nuestros propios fracasos o si la corrupción forma parte del cálculo que están realizando algunos aventureros de la política en la antesala del poder.

    La falta de ideas y compromiso de la política se ve favorecida por el abordaje sensacionalista y superficial que realizan los medios de comunicación o bien por el sesgo que le imprimen a este abordaje medios que han dejado de privilegiar la investigación y se inclinan por enfoques que favorecen las conveniencias políticas de sus financiadores o dueños.

    Las noticias sobre hechos de corrupción se difunden según el lado de la grieta en que se encuentren los involucrados y solo apuntan a la noticia judicial, privilegiando por su sensacionalismo la visualización del fenómeno de la corrupción como algo de resorte de los tribunales, silenciando por tanto su neta vinculación con la esfera de las políticas públicas.

    No es frecuente tampoco la generación de debates sobre el tema que prescindan de la acusación entre unos y otros contendientes políticos, sin permitir que se aprecien las dimensiones estructurales del problema. Todos al final pueden estar satisfechos consigo mismos al ver el problema en el otro, en el adversario o en la corporación judicial o empresarial sin plantearse la necesidad de reformas que requieren consensos y una voluntad política distinta a aquella que vemos frecuentemente manifestada a través de la promoción del encarcelamiento del adversario estigmatizado.

    Así como los argentinos decidimos a partir de 1983 construir un consenso en torno a la consolidación de un sistema democrático y de respeto a los derechos humanos, cabe preguntarse si no es posible construir un consenso similar en torno a las políticas contra la corrupción.

    Esto no sería otra cosa que la evolución de ese consenso, ya que, como lo han puesto de manifiesto los expertos y también la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la corrupción obstaculiza el goce y el disfrute de los derechos humanos y afecta de manera más grave a los grupos vulnerables. A la vez, va minando poco a poco la confianza en el sistema democrático.

    Al mismo tiempo, debe prestarse atención a posibles abusos en la persecución de dirigentes políticos a los que se excluye de la competencia política mediante denuncias penales y encarcelamientos abusivos, lo que también constituye una práctica antidemocrática. Tan delicado equilibrio es un desafío permanente, sobre todo cuando existen intereses para minimizar los abusos de quienes los cometen y a la vez para alegarlos por parte de quienes son sancionados.

    En este sentido, la independencia de órganos anticorrupción y del sistema judicial es un presupuesto indispensable de cualquier política pública que apunte a la sanción de hechos graves de corrupción.

    La disputa existente en torno al papel de los tribunales y a quienes ejercen la función judicial hace que hoy no exista un consenso sobre la legitimidad y el respeto a la función de árbitro que debe desempeñar la Justicia y que es fundamental para determinar quiénes han sido víctimas de persecuciones indebidas y quiénes, en cambio, han cometido hechos de corrupción. Esta distinción elemental es imposible sin ese consenso, puesto que no existen otras fuentes legítimas ni pueden existir, por cierto, para ese esclarecimiento necesario para la continuidad elemental de la vida política, que se base en criterios objetivos de depuración y que permita que la actividad política siga siendo atractiva para personas comprometidas con el bien público y no solo para aventureros, negociantes o delincuentes.

    A la vez, existe una amplia agenda de medidas preventivas que son esenciales y que se hallan pendientes, tales como la reforma del régimen de contrataciones públicas, mecanismos más claros de selección de funcionarios públicos, eliminación de normas que favorecen espacios de decisiones arbitrarias e incontroladas, regulación del lobby, mejores normas sobre conflictos de interés, rediseño de órganos de control y designación de aquellos que están vacantes como la Defensoría del Pueblo de la Nación, políticas públicas anticorrupción en todas las provincias y en los municipios, que por lo general carecen de normas, órganos y controles fuertes, entre muchas otras.

    No debemos olvidar el papel deslegitimador y generador de escepticismo sobre el sistema democrático que desempeña la corrupción.

    En tiempos de discursos autoritarios que van ocupando cada vez más espacio, la falta de respuestas eficaces contra la corrupción alimenta esas usinas de acción política.

    Un problema no menor es la falta de relevancia de las políticas anticorrupción en el sentido del voto, en general centrado en cuestiones más cercanas y acuciantes como el destino de la economía, los niveles de pobreza o desigualdad. La ausencia de otras herramientas eficaces de participación política termina contribuyendo al surgimiento de figuras claramente antidemocráticas cuyo abordaje del problema no promete soluciones sino en todo caso respuestas más violentas, discriminatorias y en gran medida aparentes.

    Lo vemos claramente en el anuncio reciente del gobernante autoritario de El Salvador, Nayib Bukele, quien luego de encarcelar a mansalva en verdaderos campos de concentración a decenas de miles de personas sin control judicial promete crear nuevas cárceles para encerrar corruptos, que sin dudas pertenecerán a fuerzas políticas opositoras.

    Esconder la basura debajo de la alfombra y denunciar la corrupción ajena son imágenes recurrentes de esta calesita decadente que se hunde cada vez más.

    *Abogado, profesor universitario, director ejecutivo de Innocence Project Argentina, una ONG que busca liberar a inocentes condenados por error o por corrupción, exdiputado nacional, exfiscal nacional de Investigaciones Administrativas y exjefe de la Oficina Anticorrupción, desde donde denunció e investigó al menemismo, a la alianza liderada por Mauricio Macri y al kirchnerismo.