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    Culpa de mujeres (I)

    —Y, sí, viejo… La actitud de ciertas pacientes me hizo cerrar el consultorio.

    Alberto Salvador de Luca fue un distinguido ginecólogo y un cantor de tango que pasó a la mejor historia de esta música. Nació en Villa Luro, Buenos Aires, el 7 de diciembre de 1914 y murió en la misma ciudad el 23 de julio de 2002, hijo de un matrimonio de inmigrantes italianos.

    Siempre gustó de la música popular y, siendo niño, lo estimularon a estudiar violín —que jamás tocó— y canto. Aún adolescente, cantaba sobre todo tangos en cuanto lugar se lo permitían. Y un día de 1930, a sus quince años, lo oyó el guitarrista Armando Neira, quien lo incluyó en su conjunto: fue el debut profesional y debió usar diversos seudónimos: Alberto Riobal, Carlos Duval, Alberto Dual. ¿El motivo? Evitar el control del padre, a quien no molestaban las inquietudes artísticas de su hijo, pero, como ocurría en aquella época, ya había imaginado para él un destino de mayor jerarquía social: médico.

    Y Alberto Salvador de Luca inició los estudios y avanzó con el objetivo de recibirse, pero, mientras tanto, siguió cantando y cambiando de acompañamiento: Julio de Caro (1934), Augusto Berto (1935) y Mariano Rodas (1937). Una tarde, mientras su padre escuchaba radio, oyó a un cantor que le llamó la atención, ignorando que era su hijo:

    —Canta bien este muchacho, tiene la voz parecida a Albertito.

    Apenas un año después, el cantor de los seudónimos abandonó al tango, dio los últimos exámenes y se recibió de ginecólogo, instalando su consultorio en la casa natal. La vida parecía haberse confabulado para frustrar al artista.

    Sin embargo, siempre estuvo.

    Se ha dicho que “el tango pudo más”. La verdad es otra. Alberto tenía un porte varonil, atractivo para las mujeres, que pronto se enteraron de que, además, “cantaba en sus ratos libres”.

    El consultorio estaba siempre repleto.

    —Lo tuve que cerrar. Y el viejo entendió. Las mujeres se pasaban de rosca. Un día, había una poniéndose la bata detrás del biombo. Le pregunté: “¿Está pronta, señora?”. Y ella me contestó, a las risas: “Yo sí, ¡con todo! ¿Y usted, doctor?”. No me gustaban esas situaciones equívocas y paré.

    El tango, agradecido. A fines de 1939 lo había ido a buscar Ricardo Tanturi, pianista y director de la orquesta Los Indios. A partir de ahí, matizando al inicio con consultas que finalizaron en 1941, se produjo un éxito explosivo que duró hasta la separación, en 1943, y él fue, para siempre, Alberto Castillo, más tarde llamado “El cantor de los cien barrios porteños”. Su primera grabación con Tanturi se debió a la creatividad de Alfredo Pelaia: el vals Recuerdo.

    “Su voz no se parece a ninguna otra”, dijo Julián Centeya. Horacio Salas ha dejado escrito: “Tuvo una gran afinación y un tono cachador, un arrastre en el fraseo y una gestualidad y una tendencia a la vestimenta, primero de caballero pintón y más tarde de ‘tipo piola’ —corbata de nudo grande y flojo, trajes de colores brillantes y amplios, el pañuelo cayendo del bolsillo superior— que despertaron la simpatía y la admiración popular”. Y Roberto Salles: “Cadencia rea, sí, pero no solo eso. En los temas profundos sacaba matices y una ternura impactantes, sin dejar de ser arrabalero por cómo se movía en el escenario, su modo de inclinar el micrófono a un lado u otro, su mano derecha junto a la boca como un voceador callejero. Todo era diferente”.

    —Vi que la gente bailaba de acuerdo a mis movimientos y a las inflexiones de mi voz. Y me dije: ¡Acá está la papa!

    En 1944, al desvincularse de Tanturi, formó varias orquestas: con Emilio Balcarce, con Enrique Alessio y con Ángel Condercuri; ya lo había convocado el cine y devino paradigma: acentuó, hasta casi disfrazarse, su modo de vestir, imitando la imagen que había creado el dibujante Divito en la revista Rico Tipo, convirtiéndose, junto al boxeador José María Gatica, en el prototipo del habitante de Buenos Aires que surgió a partir del 17 de octubre de 1945; es decir, a partir de Perón y Evita. A despecho de su formación universitaria, prefirió —al decir de Salas— “ser el ídolo, el representante de una clase que hasta entonces había estado marginada y comenzaba a emerger”.

    Cortó el tránsito de la calle Corrientes —fenómeno que no ocurría desde una actuación de Paquita Bernardo—, imitó el saludo del general desde los balcones de la Casa Rosada y batió récords de recaudación con sus películas.

    La historia de Alberto Castillo es singular, casi inabarcable. Queda tela por cortar. Solo hay que esperar hasta la semana que viene.