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    De la Liebig’s a las pasteras

    Sr. Director:

    Varios años después de la Guerra Grande en Uruguay (1836-1851) se produjo en los campos la llamada plétora ganadera, o sea, la gran producción de vacunos, de los cuales se aprovechaba el cuero y se hacía charque, que era la comida barata para los esclavos de Brasil y Cuba. Acá la carne prácticamente no tenía valor, en cambio en Europa era comida solo de ricos.

    Eso no pasó desapercibido a Irineu Evangelista de Souza, un riograndense descendiente de azorianos, destacado hombre de negocios y más conocido como barón o vizconde de Mauá, quien, entre cosas, fundó el primer banco en Uruguay y fue financista de nuestro gobierno.

    El posible buen negocio era llevar la carne en buenas condiciones a Europa. Con ese propósito en uno de sus viajes al viejo continente publicó un anuncio en el que ofrecía una recompensa para quien inventara un procedimiento a tal efecto. Su propuesta no tuvo respuesta.

    Gieber y Liebig. No obstante, años después, un alemán radicado en Montevideo, el ingeniero hamburgués Georg Christian Giebert, tuvo conocimiento que otro alemán, el químico Justus von Liebig había inventado un remedio fortificante: el extracto de carne.

    Liebig, que tuvo su laboratorio en Giessen, había estudiado en varias universidades alemanas e incluso por influencia de Alejandro von Humboldt trabajó en el laboratorio del francés Joseph-Louis Gay Lussac.

    Giebert, con la habilitación de Liebig, instaló en villa Independencia, hoy Fray Bentos, una empresa denominada Liebig Extract of Meat Company (Lemco) para producir a escala industrial el caro fortificante europeo con el barato ganado uruguayo.

    De nuevo Mauá. El principal capitalista de esa empresa fue precisamente Mauá, propietario del 13% del paquete accionario, aunque nunca ocupó su directorio. Mauá poseía en nuestro país unas 200.000 hectáreas de campo con ganado.

    El éxito de la empresa fue muy grande y luego —ya muerto Giebert— se transformó en el Anglo, un frigorífico que producía diversas comidas enlatadas a base de carne y verduras, siendo uno de sus productos emblemáticos el corned beef, que entre otros destinos tuvo el de alimentar a los soldados en la I Guerra Mundial, en el siglo XX. Fray Bentos fue denominada entonces como “la cocina del mundo”.

    Hoy día los frigoríficos son casi totalmente brasileños y hay alguno chino. Lo único que hacen en Uruguay es enfriar esa mercadería y exportarla en bruto. La industrialización que antes hacían frigoríficos como el Anglo, Swift, etc., ya no existe. Se acabó la época en que se decía que en el frigorífico lo único que se perdía era el balido de la vaca. Ahora se exporta solo materia prima y ese comercio de exportación está mayoritariamente en manos de empresas extranjeras.

    Un problema estructural. De este relato se desprende que Uruguay fue capaz de producir gran cantidad de una determinada materia prima, la carne, pero que no la pudo industrializar ni comercializar, siendo estos dos últimos tramos de la actividad económica los más rentables.

    De modo que la mayor parte de la riqueza producida quedó fuera del país. Fuera de nuestra economía. Capitalizó y enriqueció otras economías. Exactamente esa misma situación se da actualmente en los rubros de la carne, el arroz y la forestación. El grueso de la riqueza que esos productos generan incrementa la economía de otros países.

    El arroz casi en su totalidad se exporta sin elaborar. Y con la madera casi lo mismo. En este último caso si bien hay una primera industrialización con la producción de pasta de celulosa, el valor generado en esa etapa no queda en Uruguay. Como el grueso del capital de esas empresas son de extranjeros, a sus manos van los ingresos que se generan, sin pagar ninguna clase de tributos, salvo los aportes al BPS.

    En Uruguay quedan exclusivamente los jornales de los trabajadores uruguayos, los fletes para acarrear la madera y lo pagado a los dueños de los árboles, cuando estos no son de las mismas pasteras. Además, hay que descontar de esos ingresos a la economía de Uruguay las maquinarias, los camiones, los combustibles y otros insumos que deben importarse para producir los árboles y hacer esa primaria industrialización.

    El Estado desarrollador. Para este problema estructural de la economía uruguaya, que viene desde el fondo de nuestra historia —producir materia prima pero no tener los particulares uruguayos, llámense capitalistas o empresarios, capacidad para industrializarla y comercializarla—, la generación de uruguayos que gobernó nuestro país a fines del siglo XIX y principios del XX encontró una solución. Ella fue la utilización del Estado para que nuestra economía entrara en las etapas de industrializar, comerciar y financiar. El Estado se transformó en desarrollador de la economía, para hacerla crecer.

    Esta receta ya había sido aplicada desde fines del siglo XVIII por Hamilton, el primer secretario del Tesoro de EE.UU., a raíz de lo cual es considerado como el padre del capitalismo americano. Las trece pequeñas colonias inglesas de Norte América en el transcurso de algunos decenios se transformaron en una potencia mundial. Receta que luego aplicaron los alemanes y últimamente China. En todos esos casos con pleno éxito en cuanto a lograr el crecimiento económico.

    La generación de gobernantes uruguayos de fines del siglo XIX y principios del XX tuvo una visión similar. A esos efectos fundaron las empresas públicas Banco República, Banco Hipotecario, Banco de Seguros, UTE (luego desdoblada en Antel), Ancap. Y otras que sin ser públicas tuvieron el apuntalamiento del Estado, como Conaprole. Todas ellas han producido cuantiosas riquezas y beneficios para el país a través de los años.

    Necesidad de un buen gobierno de las empresas públicas. No obstante, hoy día el gestionamiento de las empresas públicas se ha distorsionado gravemente, por cuanto se lo ha dejado, en numerosos casos, en manos de políticos ineptos para gestionar esas empresas y cuyo interés primordial no es hacer crecer la economía sino usarlas como instrumentos para juntar votos y ganar elecciones. O pagar favores políticos. Lo que, obviamente, ha acarreado enormes perjuicios.

    El trabajo honesto queda relegado, los déficits se suman, el acomodo reina, la disciplina se resquebraja, los males se incrementan, la desconformidad campea. Nuestra economía no se capitaliza y no crece. El país se atrasa. De esto todos somos testigos. Es necesario cambiar la pisada.

    Hay que establecer un buen sistema de gobernanza en las empresas públicas. Ello es clave para que la economía del país crezca y produzca otros múltiples beneficios. Así, por ejemplo, ese buen gobierno puede generar oportunidades para que el ahorro nacional se invierta dentro del país y no se fugue a engordar otras economías. La oportunidad creada por la administración pasada de UTE para que el ahorro privado nacional se volcara en algunos de sus parques eólicos es un ejemplo de ello. Posibilitaría también que esas empresas salieran al mercado exterior y participaran en el comercio internacional. Tema trascendente en una economía globalizada como existe hoy en el mundo.

    Además, las empresas públicas bien gobernadas pueden generar trabajo productivo, que es lo que vertebra la sociedad. La energía humana se vuelca en acciones positivas. Da sentido a la enseñanza porque el estudiante sabe que tendrá una salida laboral. Estabiliza a las personas, las dignifica y las hace libres, ya que tendrán un medio de vida propio. Junto con ello, la remuneración adecuada posibilita que no haya grandes desigualdades sociales, lo que es garantía de paz y libertad. La economía y el país todo entran en un círculo virtuoso de desarrollo humano.

    Este es uno de los desafíos más importantes que tiene nuestro país: hacer crecer su economía y generar prosperidad para toda la población.

    Carlos Texeira

    Abogado jubilado