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Pasé mis difíciles años juveniles exigiendo mi derecho a ser considerada una persona y no una minita. Trabajé en Facultad de Humanidades intentando enseñar textos antiguos de escritoras olvidadas por la ancestral misoginia… y me topé con catedráticos que me decían que eso era hacer política y no ciencia. Me encontré con censura y, por supuesto, burlas y comidillas.
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Luego felizmente hallé un anciano sabio y venerable —Homero Alsina Thevenet— que creyó en mis estudios y en mis artículos y que me permitió escribir una gran cantidad de notas sobre escritoras y mujeres artistas durante años.
Pero hoy estoy abocada a otros estudios, también quizás por causas “perdidas”, y reconozco que me cansa hablar de feminismo.
Tanto hablé, tanto luché.
Creo que lo que más me agota es constatar un “feminismo” oficial, una agenda de derechos que se ha institucionalizado, burocratizado. Cargos y sueldos. Siglas. Oficinas.
Anonadada, escucho con asombro el término “Defensoría de la vecina y el vecino”. Los que apoyan tamaño nombre —siete palabras en lugar de tres— dicen que lo hacen para visibilizar la cuestión de las mujeres.
Y entonces imagino una mujer, sola, divorciada, con hijos chiquitos o con hijos fuera del nido, luchando contra: a) un cuidacoches que se le sienta en el zaguán a diario. b) el dueño de un boliche que se ha puesto de moda enfrente a su casa. La calle se llena de ruido ambiente (el vocerío de los clientes que han consumido alcohol, cocaína, anfetaminas o éxtasis) más el tremendo pum-pum de la música hasta la mañana. c) un taxista que la lleva por el camino más largo. d) el verdulero que le ha metido en la bolsa todos los tomates machucados. e) el conductor del ómnibus que se detiene donde a él le da la gana y que hace correr a la mujer cargada de bolsas. f) el conductor que maneja hablando por celular y que por poco la atropella, pero la culpa es de ella por haber cruzado la calle.
Dudo mucho que cualquiera de estos individuos encolerizados recuerden, gracias al término “Defensoría de la vecina y del vecino”, que la mujer que tienen frente a sí es un sujeto de derecho, que dejen de lado siglos de misoginia, que sustituyan el agresivo “¡DOÑAAA!” por vocablos amigables.
Se dice que el lenguaje determina el mundo y no el mundo al lenguaje. Es verdad que a esta altura causa repugnancia decirle a Bachelet presidente y no presidenta y que las arquitectas sean llamadas arquitectos.
Pero en lugar de gastar energías y los recursos públicos en alargar y complicar la lengua, que ya tiene sus propios recursos para ir evolucionando de acuerdo a los tiempos que corren gracias al uso, se podrían visibilizar otros aspectos de la vida uruguaya.
Como la impunidad de los hombres en el maltrato social a las mujeres. La chiquita.
O la impunidad de las mujeres con poder en el destrato a las mujeres subalternas.
O el desprestigio de las carreras que se han feminizado.
Y qué decir del pedestal donde se planta un hombre en un gremio femenino.