Nº 2264 - 15 al 21 de Febrero de 2024
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEntre el año uno de la era cristiana y el comienzo del siglo XIX la población mundial se multiplicó por cinco. En 2024 los seres humanos somos ocho veces más que en 1800. Esto quiere decir que mientras a la humanidad le tomó dieciocho siglos pasar de unos 200 millones a 1.000 millones de personas, en apenas algo más de dos siglos aumentó hasta alcanzar los 8.000 millones. Como si fuera poco, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estima que al finalizar el siglo XXI la tierra tendrá alrededor de 10.500 millones de habitantes.
Seguir alimentando, brindando salud y confort, protegiendo, educando y moviendo a toda esa gente es un desafío cada vez mayor. Porque además de alcanzar la producción y organizar la distribución de los bienes y servicios que son necesarios, debemos hacerlo sin destruir el planeta.
Como en cualquier momento de la historia, las decisiones que tomamos quienes habitamos el planeta hoy influirán decisivamente en las condiciones de vida de quienes nos sucederán. Sin embargo, muchos tenemos la sensación de que la perdurabilidad de nuestra civilización está amenazada como pocas veces antes.
La depredación del medio ambiente que el modelo y el nivel de consumo vigente requieren, la existencia de armas de destrucción masiva relativamente fáciles y baratas de desarrollar (algunas de la cuales ni siquiera requieren decisiones humanas para ser activadas) y la creciente tensión geopolítica global asociada al desafío de China al liderazgo de Estados Unidos, son solo tres dimensiones que sugieren que el tiempo que nos toca vivir está cargado de riesgos elevados y de mucha incertidumbre.
Para un pequeño, pacífico y democrático país como Uruguay, un escenario como el descrito debe ser un foco de atención. Especialmente porque estamos insertos en una región económica y políticamente inestable que carece de una estrategia internacional común clara. Además, nuestra dotación de recursos naturales y nuestra ubicación geográfica estratégica nos exponen a riesgos geopolíticos, especialmente en un mundo en el que habrá cada vez más tensiones por el acceso a materias primas y alimentos. Por eso, reflexionar sobre las tendencias globales y los desafíos que le plantean a nuestro país es relevante. Esta columna pretende contribuir a este debate.
La globalización de la posguerra, pero especialmente la que ha tenido lugar en el último medio siglo, ha estado basada en una idea: la libre movilidad de bienes personas y capitales contribuye a aumentar la prosperidad, disminuir los conflictos armados y consolidar sociedades más integradas. Liderados por Estados Unidos, y especialmente luego del desmoronamiento del bloque socialista, Occidente ha adherido a la creencia de que las economías de mercado, las democracias de partidos y la globalización, terminarían por imponerse como un modelo de convivencia universal.
Sin embargo, al menos en los últimos quince años una serie de eventos sugieren que ello no estaría ocurriendo. Incluso en Occidente han tenido lugar retrocesos. La deslocalización industrial que la libre movilidad de bienes estimula, los fenómenos migratorios que las diferencias de ingreso entre regiones alientan, así como la rápida propagación de las crisis financieras favorecidas por la mayor movilidad de capitales, han provocado un desencanto creciente de muchos ciudadanos occidentales con la globalización basada en el libre mercado. A raíz de ello se suceden en el mundo reacciones políticas que alientan el retorno de prácticas proteccionistas, así como el avance de movimientos y partidos ultranacionalistas y xenófobos.
El malestar con la globalización se ve reforzado con la renovada percepción de riesgo e incertidumbre al que se enfrentan las clases medias de Occidente debido a la vertiginosidad del cambio tecnológico y sus consecuencias sobre los empleos. Los desafíos que plantea el avance de la inteligencia artificial son elocuentes en ese sentido.
Debido a ello, y a otro conjunto de factores, las demandas ciudadanas se muestran mucho más fragmentadas y se vuelven cada vez más difíciles de articular en acciones de gobierno coherentes. En ese marco, a los partidos políticos históricos les cuesta cada vez más interpretar y representar a los votantes.
Como si fuera poco, se han producido cambios importantes entre los políticos que aspiran a ocupar cargos electivos. Por un lado, las crecientes diferencias de ingreso entre la actividad privada y pública alientan la selección adversa entre los cargos de mayor responsabilidad estratégica en el Estado. Por el otro, los políticos parecen contar con una formación tecnocrática más sólida que en el pasado, pero menos profunda en disciplinas humanísticas. Así, la capacidad del liderazgo para enfrentar desafíos de largo plazo se ha visto erosionada.
Desencanto (a veces acompañado de indignación) y temores ciudadanos, partidos políticos deslegitimados y líderes menos potentes, han dado lugar a la emergencia de liderazgos mesiánicos, autocráticos y supremacistas que prometen soluciones sencillas, fáciles de comunicar y con aparentes resultados mágicos en períodos cortos de tiempo. En este contexto, el deterioro de la democracia de partidos políticos no podía faltar a la cita. Todo eso provoca que Occidente se sienta amenazado.
Los niveles de prosperidad y cohesión social alcanzados por las democracias occidentales en las últimas siete décadas son extraordinarios. Debido a ello, las condiciones de vida de los habitantes de esos países son muy superiores a las de sus padres y abuelos. Además, ello ha tenido lugar bajo democracias sólidas que han garantizado la plena vigencia de las libertades de los ciudadanos. Las tendencias y desafíos descritos brevemente en esta columna sugieren que muchos de los equilibrios alcanzados en el pasado reciente están tensionados.
El modelo de consumo que está detrás de la prosperidad alcanzada no parece ser sostenible desde el punto de vista medioambiental. La cohesión social lograda está amenazada por las reacciones que despiertan entre parte de la población la inmigración, el avance de los derechos de diversos colectivos y la mayor diversidad étnica y cultural de las sociedades. Debido a ello, los partidos políticos (principales exponentes de los sistemas democráticos) se debilitan, lo que hace que los gobiernos estén más expuestos a radicalismos nacionalistas y xenófobos. A su vez, el liderazgo global de Estados Unidos está realmente amenazado por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Las cartas que nos ayudaban a navegar las aguas internacionales hasta hace bien poco son cada vez menos útiles. La integración al mundo, clave para un país como Uruguay, debe pensarse desde otra perspectiva y con otro enfoque. Como acabamos de experimentar con el nuevo fracaso del acuerdo Unión Europea-Mercosur, la pertenencia a un bloque no nos garantiza una conexión más intensa con el mundo. Pero también como aprendimos recientemente, el camino unilateral no conduce a Uruguay a ninguna parte. Reconcebir nuestra inserción externa en un escenario de mucha incertidumbre y tensión geopolítica es un desafío del que deberemos ocuparnos. El próximo gobierno deberá priorizar y construir una verdadera política de Estado en torno a este tema. Nos jugamos mucho en ello.
* El autor es economista, doctor en Historia Económica e integrante del centro de análisis Ágora