N° 1957 - 15 al 21 de Febrero de 2018
N° 1957 - 15 al 21 de Febrero de 2018
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn las elecciones presidenciales francesas de 2017, el candidato conservador François Fillon —ex primer ministro bajo la presidencia de Nicolás Sarkozy, a quien batió en las elecciones internas por la candidatura a la presidencia del partido Los Republicanos— se vio envuelto en un escándalo por acusaciones de nepotismo, cuando se hizo público que durante sus años como legislador había contratado con fondos públicos a su esposa e hijos en cargos de asistentes parlamentarios. La contratación de familiares no es ilegal en Francia, aunque sí impopular. Fillon, quien parecía encaminado a competir con Marie Le Pen por la presidencia de Francia, se desplomó en las encuestas, favoreciendo a Emmanuel Macron.
Conductas de esta naturaleza han llevado a otros países a establecer explícitamente normas que prohíben o limitan fuertemente la contratación de familiares, vigentes a nivel nacional o regional. El ejemplo más notorio es la ley anti nepotismo en Estados Unidos, de 1967. Para muchos, su aprobación fue una respuesta del Congreso a la nominación y posterior designación de Robert Kennedy como fiscal general de los Estados Unidos, cargo que ocupó entre 1961 y 1964. La particularidad del caso proviene de que el proponente no fue otro que su hermano, el presidente John F. Kennedy. La norma estipula que: “Un funcionario público no puede nombrar, emplear, promover, avanzar o abogar por nombramiento, empleo u ascenso en un puesto civil de una persona de la cual es pariente, en la agencia donde él desempeña funciones o sobre la cual ejerce jurisdicción o control”. Una de las consecuencias de la ley —además de evitar la reiteración de una situación como la de los hermanos Kennedy— fue erradicar una práctica relativamente generalizada en el Congreso, que implicaba la contratación de cónyuges u otros parientes de los legisladores para tareas de apoyo parlamentario. Buena parte de la discusión actual sobre la participación del yerno del presidente Donald Trump en las esferas gubernamentales gira sobre la aplicabilidad de esta norma histórica al caso concreto.
En el Estado de Baviera, Alemania, la asiduidad con que funcionarios electos contrataban en cargos de confianza a familiares llevó a declarar ilegal dicha práctica en el año 2000. Pese a ello, en 2013 la Unión Social Cristiana, sostén político de Angela Merkel en dicho Estado, se vio envuelta en un escándalo cuando se comprobó que varios de sus miembros en cargos de gobierno promovieron o contrataron directamente a familiares desde sus puestos en la administración pública. Amparados en una excepción estipulada por la ley, que habilita la contratación indefinida en casos de relaciones laborales establecidas antes de la entrada en vigor de la norma, políticos oficialistas mantuvieron situaciones reñidas con pautas de conductas aceptables. En este contexto, el presidente del grupo parlamentario de la Unión Social Cristiana se vio obligado a renunciar como consecuencia de la contratación directa de su esposa. A diferencia del caso francés, no hubo sospechas de ausencia de dedicación al trabajo, sino un señalamiento de inconveniencia de este tipo de mecanismos de acceso a puestos laborales financiados con fondos públicos. El pecado no fue de origen legal, puesto que la normativa lo habilitaba, sino ético, al ampararse en ese vacío para mantener una situación considerada inapropiada.
Más recientemente en Finlandia, país que figura en los ranking internacionales sobre incidencia de la corrupción en posiciones privilegiadas en cuanto a la calidad de sus instituciones, el fiscal general se vio envuelto en un incidente asociado a un conflicto de intereses, al contratar a una compañía propiedad de su hermano para programas de entrenamiento de la Fiscalía. Luego de un breve período de suspensión en el ejercicio de las funciones del cargo, mientras se sustanciaba un proceso ante la Suprema Corte de Justicia, en diciembre de 2017 ese órgano dictaminó la culpabilidad del Fiscal, imponiéndole una multa ante la comprobación de los hechos. Lo paradójico del caso es que el imputado pretendió y logró retornar a su cargo. “Siento que tengo mucho aún para dar”, declaró a fines del año pasado, cuando reasumió sus funciones. Sin embargo, la respuesta del gobierno finlandés fue inmediata. El 25 de enero de 2018 desvinculó al implicado de sus funciones. En la ocasión, el ministro de Justicia declaró lo que debería ser obvio como explicación del despido: “La credibilidad es una parte esencial el buen funcionamiento de las instituciones”.
Los ejemplos alemán y finlandés son pertinentes para razonar el problema de la designación de familiares en cargos de confianza en los gobiernos municipales que ha sacudido el tórrido verano uruguayo, por la constatación de que es una práctica relativamente común y que en algún caso muestra una amplitud tal que hace pensar en una forma de ejercer el gobierno municipal cercana a una lógica de clan familiar. La primera línea de defensa esgrimida, una y otra vez, ha sido la ausencia de ilegalidad. Como si legalidad y ética fueran sinónimos, o como si la ausencia de ilegalidad de cualquier conducta la eximiera de cuestionamientos válidos. Ubicar la discusión en este plano es preocupante; implicaría que el único límite cierto para políticos que esgrimen tal defensa es el marco normativo explícito. Ni en Finlandia ni en Alemania las conductas señaladas —contratación usando excepciones estipuladas por la norma de familiares, pretensión de retornar a una función una vez culminado un proceso judicial— eran ilegales. No eran aceptables.
Las valoraciones éticas difieren entre personas y grupos. En una sociedad democrática, mal se puede imponer una estructura o métrica de evaluación de la pertinencia de las conductas en la gestión pública como absolutamente válida. Parte de las diferencias ideológicas provienen de perspectivas éticas diferentes. En ese sentido, discutir en el plano de la aceptabilidad y pertinencia de formas de ejercer la función pública enriquece el debate nacional y permite construir, con base en criterios de democracia deliberativa, un conjunto de criterios comunes que asienten las bases de lo socialmente aceptable. Es un ejercicio clave para la construcción de instituciones y políticas públicas sanas y robustas. Pero, en la misma dirección, empobrece profundamente el debate público el ejercicio de reduccionismo de la esfera de la ética a la esfera de la legalidad que ha emergido en los últimos días.
Organizaciones públicas y privadas reconocen en distinto grado la necesidad de contar con criterios explícitos que trasciendan la legalidad como guía para las acciones de sus miembros que ocupan distintos roles en la organización o actúan en su representación. Existen códigos de ética que regulan la forma en que se relacionan las personas que integran espacios institucionalizados, comisiones de ética que funcionan como referencias a las que se recurre para emitir juicios sobre el accionar puntual de quienes pertenecen a la organización, normas internas que imponen pautas de conductas. Estos instrumentos demarcan espacios de las acciones y conductas aceptables, sin que medien necesariamente vínculos con la legalidad.
En muchas ocasiones, estos dispositivos funcionan y constituyen antídotos contra el deterioro de la probidad en la gestión pública. En Alemania, el presidente de la Unión Social Cristiana no solo llamó a todos los miembros del partido a desterrar las prácticas de nepotismo, sino que solicitó que se devolvieran al Estado los sueldos percibidos por los familiares. En Finlandia, el gobierno reaccionó rápidamente y desvinculó de su cargo a quien pretendía retornar a funciones que no eran éticamente compatibles con la credibilidad institucional. En Uruguay, la comisión de ética del partido de gobierno emitió un contundente juicio sobre el accionar del ex vicepresidente, que brindó un respiro de tranquilidad a muchos ciudadanos, frenteamplistas y no frenteamplistas.
Sin embargo, a veces los dispositivos no legales no muestran la misma capacidad de reacción. La ausencia de una postura clara sobre la contratación de familiares, los vaivenes que buscan justificar la contratación en la idoneidad o confiabilidad del familiar directo y la remisión de la discusión a un problema exclusivo de legalidad llevan a un deterioro de la calidad democrática, al reducir el grado de exigencia que define el espacio de las prácticas aceptables para aquellos que participan en el gobierno público. En este contexto, una respuesta legal, que limite prácticas no deseables, parece adecuada para discutir sobre criterios éticos como guía de la gestión pública y no sobre justificaciones ad hoc que pueden conducir a reducir el control de la sociedad sobre los gobernantes.