Nº 2251 - 16 al 22 de Noviembre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáClaudia Fernández es una destacada modelo, actriz y conductora. Durante varios años ha utilizado la red social X (exTwitter) pero, a diferencia de la mayoría de sus colegas, evita los comentarios banales del mundo del espectáculo. Prefiere los temas de fondo.
Hace dos semanas una noticia judicial en canal 10 sacudió sus entrañas. Un hombre fue condenado por la Justicia a 12 años de prisión luego de un acuerdo abreviado con la fiscalía. Fue enviado a la cárcel por abusar sexualmente y en forma reiterada de una hija y una hijastra. Ese pacto con la fiscalía es otra muestra de que algunos acuerdos abreviados —por más argumentos que los especialistas desarrollen sobre su beneficio para la celeridad y el desarrollo de los procesos—, solo benefician a los criminales.
“¡Pena de muerte! Y vengan de a uno con los derechos...”, escribió dolorida Fernández. Por su experiencia seguramente sabe que mediante la ley 3238 de 1907 Uruguay abolió la pena de muerte. Pero su expresión parece centrarse en la escasa entidad de la condena y en su deseo de borrar de la faz de la tierra a esos criminales.
Hoy la pena máxima es de 30 años de prisión, que puede extenderse 15 años con medidas de seguridad en casos de delitos muy graves. Sin embargo para encontrar la aplicación de esa pena habría que recorrer un laberinto de excusas legales reiteradas que han ido facilitando la liberación de los depredadores.
Fernández desafía: “vengan de a uno con los derechos...”. Refiere a la prédica de organizaciones locales e internacionales contra la pena de muerte, que la consideran “cruel, inhumana y degradante, que causa daños directos a la sociedad en la que se ejecuta... y viola los derechos fundamentales”.
Esta cuestión forma parte de un debate universal porque muchos países aplican hoy la pena de muerte. Pero esa no es la cuestión.
Debo aclarar que no conozco a Fernández pero apuesto a que al igual que expresa su dolor por lo ocurrido a esas niñas también lo haría poco después, al enterarse del asesinato de la joven Mariana Rivero y el desmembramiento de su cadáver por parte de quien fue su pareja. Con todo derecho y sin limitaciones legales seguramente sentiría alegría si se produjeran las muertes de esos dos psicópatas. Hay quienes argumentan que expresar esa alegría es inmoral. Pero la alegría es un sentimiento de bienestar o placer que aflora espontáneamente a diferencia de la moral.
Probablemente a algunos les cause estupor que alguien sienta alegría por una muerte, especialmente si lo expresa públicamente. Un rechazo de quienes están atrapados por principios religiosos o filosóficos, o porque consideran que expresar públicamente esa alegría es políticamente incorrecto, aunque se sienta.
Hace algunos meses escuché la diatriba de un arzobispo español exhortando a la mesura. Fue una reacción religiosa a diversas expresiones públicas de satisfacción por la muerte de tres asaltantes, delincuentes habituales, abatidos por la policía.
El religioso rechazó que la sociedad utilice términos vejatorios para cuestionar a los muertos y remarcó que entre los usos sociales de una sociedad civilizada se encuentra como exigencia mínima de humanidad, el respeto al dolor de los familiares ante la muerte de un ser querido. ¿Y el dolor de las víctimas y sus familiares?
Por ambas razones y algunas más quienes sienten esa alegría no la expresan. También porque temen ser cuestionados por familiares o amigos. Pero la verdad es una sola: ¿alguien puede negar que además de alegría se produjeron festejos en el mundo cuando murieron Adolf Hitler, Augusto Pinochet, Jorge Rafael Videla o Francisco Franco? ¿Acaso en Uruguay no se festejaron en silencio las muertes de secuestradores, torturadores y asesinos de la dictadura como Gregorio Álvarez, Néstor Boletini, Gilberto Vázquez, José Nino Gavazzo o Pedro Barneix?
Lo mismo ocurre cuando ocurrió la muerte del psicópata, homicida y narcotraficante Marcelo “El Pelado” Roldán, que en 2018 fue decapitado por otro recluso, o cuando en 2022 en el Comcar se ahorcó Williams Pintos, violador y homicida de la niña de 12 años Brisa González.
Que en Uruguay alguien exprese públicamente esa alegría es casi una utopía. En cambio en otros países se manifiesta abiertamente. Guardo en mi archivo una encuesta callejera realizada por un canal de televisión de Estados Unidos al día siguiente de la muerte de Charles Manson, el psicópata asesino de siete personas. “Desde ayer no paro de llorar… de alegría”, respondió con ironía una mujer mirando directamente a la cámara. Un hombre fue más elocuente: admitió haber comprado una botella de champagne para festejar la muerte del criminal.