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    Dos palabras

    N° 1890 - 27 de Octubre al 02 de Noviembre de 2016

    En  La balada de la cárcel de Reading, Oscar Wilde admite que descubrió demasiado tarde que se podía matar con las palabras tanto como con la espada. Los que estamos alineados en el bando de la libertad debemos admitir que no nos dimos cuenta de esa terrible verdad y dejamos que los enemigos históricos de los derechos individuales triunfaran en nuestras realidades. Es cierto que hubo muchos factores que explican la extraordinaria y no menos fastidiosa expansión de los populismos regresivos que hieren a América Latina y también a  algunos países de Europa, pero uno de ellos, a no dudarlo, es la batalla retórica. Si el bando de la libertad quedó arrinconado, parte de las causas hay que buscarla en el miedo a las palabras.

    La corrección política del lenguaje, producto de la excesiva exposición a las pulsiones demagógicas de los juegos de poder en los sistemas contemporáneos, nos llevó primero a disimular y luego directamente a soterrar conceptos fundamentales del sistema liberal; uno de ellos es el de seguridad y el otro, menos habitual y poco tratado por nuestros pensadores más ilustres, es el de enemistad. Una prédica deliberada y tenaz  en contra de estas centrales nociones del orden político ha conseguido que despareciera de nuestro repertorio la necesidad de consagrar su vigencia y de reconocerles la jerarquía que tienen en la pirámide del ordenamiento al que aspiramos.

    Me adelanto a las objeciones; ambos conceptos vienen precedidos de una reprobable imagen y resulta muy difícil asumir públicamente su defensa sin satisfacer la calumnia a la que están asociados en los manejos innobles de la propaganda que se ventila a la izquierda del espectro político. Pero por ser así, por tratarse de especies que nadie se atreve a defender sin temor a llenar los requisitos de la descalificación, es que tenemos el deber heroico de volver a pensarlas en el encuadre crítico de nuestros principios. Pues el amor a la libertad no es solamente amor en un sentido platónico, amor a una idea, a una meta que nos aguarda en el fondo del futuro, sino terrenal afán por implementar situaciones que contribuyan a la libre expansión de las capacidades y derechos de los individuos; no es solamente una emocionada declaración ética, sino una moral práctica, y como tal implica forzosamente la necesidad de facilitar realidades en que las personas puedan vivir  y crecer a su aire sin lesionar ese derecho en sus semejantes.

    Por lo que respecta al concepto de seguridad, lo tenemos asociado generalmente a acciones condenables de los derechos personales y hábilmente demonizado por organizaciones delictivas de toda índole y medios  serviles a esos intereses; hasta tal punto es así, que llegó a convertirse en un elemento confuso y problemático de la vida social y en un detestado foco de perturbación en los discursos políticos. Resultado: hoy tenemos menos libertades reales que antes y ello se debe a la simple y notoria ausencia de seguridad efectiva y a la falta de convicción para reclamarla.

    Fue Jeremy Bentham quien  fijó para siempre  la relevante gravitación de este tema en su libro Principios del Derecho Civil; lo hizo en tiempos en que arreciaba el despotismo retórico que justificó todas las exuberancias de la Revolución francesa. Allí dijo, retándonos a una interrogación fecunda, que el significado de la palabra libertad “tiene una contextura tan vaga que a mí, debo confesarlo, no me gusta utilizarla ni verla utilizada en disertaciones sobre temas políticos; seguridad es una palabra en la que veo, en la mayor parte de los casos, un ventajoso sustituto de aquella; seguridad frente a los delitos de los individuos en general; seguridad frente a los delitos de los funcionarios públicos; seguridad frente a los adversarios extranjeros, si se da el caso…”.  

    No cuesta mucho sentir en esta apelación el eco de las advertencias de Hobbes, que un siglo y medio antes postuló la necesidad de ordenar la convivencia mediante un libre pacto de los actores sociales para evitar que la fuerza de unos se impusiera arbitrariamente sobre otros; ese acuerdo implicaría nombrar una autoridad  que garantizara a todos por igual la básica protección de sus derechos; porque, decía, en el estado de naturaleza todos son libres, solo que los más fuertes terminan siendo más libres que otros y se quedan con sus bienes y sus derechos. El poder estatal,  en su versión esencial, tiene por finalidad asegurar que nadie avasalle y retenga para sí los derechos de otros.