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    Dueño del mundo

    Obras maestras: Raíces en el fango (Mr. Arkadin), de Orson Welles

    El centro de la madeja nos lleva al señor Arkadin, un empresario tan poderoso como oscuro y misterioso, ocurrente y seductor, interpretado por Orson Welles. Por alguna extraña razón, Arkadin encarga una absurda tarea a un ignoto contrabandista de cigarros llamado Van Stratten: que averigüe su pasado, porque desde 1927 hacia atrás, Arkadin no recuerda nada de su vida. Solo sabe que ese año apareció en Zurich con un único traje y con 200.000 francos suizos en la billetera, y que con ese dinero construyó su cuantiosa fortuna. Van Stratten (Robert Arden) ahora deberá convertirse en periodista y detective, y la investigación sobre el poderoso empresario la realizará por dos razones básicas: por dinero y porque está enamorado de la hija de Arkadin, la bella Raina (Paola Mori, en aquel entonces novia de Welles y más adelante su esposa).

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    Raíces en el fango (Mr. Arkadin o Confidential Report, 1955) es un thriller escrito y dirigido por Orson Welles, que también se encargó del vestuario y los decorados, y si le hubiese dado el tiempo, la fotografía, el sonido y el menú gourmet para los extras destacados. Fueron siete meses de rodaje en diversos puntos de España, Francia y Alemania, en lo que se llamó “el exilio europeo” de Welles, e incluye momentos antológicos en la pesquisa de Van Stratten como un baile de máscaras goyescas, un extravagante anticuario (Michael Redgrave) con una rejilla en la cabeza que aporta perspicaz información al mismo tiempo que intenta vender un catalejo, un circo de pulgas (¡con proezas en primer plano!), el camarote de un velero en alta mar que no para de balancearse, un tiroteo y un apuñalamiento expresionistas en el puerto de Nápoles, el dinero nazi, la trata de blancas, Mussolini, el consejo de vender pesos mexicanos y comprar pesos chilenos (“recuerde el cobre”, dice Arkadin) y destinos varios: Helsinki, Léopoldville, Bruselas, Belgrado, Beirut, Torino, Trieste, Marsella, Varsovia. Incluso vemos un avión de Aerolíneas Argentinas. Es un maravilloso dislate que comienza y termina con un avión particular vacío en pleno vuelo, sin piloto.

    Todo nació de una serie de programas radiales que Welles hizo para la BBC en 1951 con su personaje Harry Lime, de El tercer hombre (1949), emblemática película de Carol Reed en la que interpretaba a un tránsfuga que trafica con penicilina y es buscado desesperadamente por la Policía. Luego se inspiró en ciertos magnates y vendedores de armas e incluso en la figura de Stalin. Dice el propio Welles: “Arkadin no es un bandido. Comete y ha cometido montones de bajezas. Pero, ¿quién no las ha hecho? Es un aventurero. Así me imagino a Stalin si no hubiese sido comunista. El aspecto simpático del personaje Stalin —no del hecho Stalin— es el ruso sin compasión y a la vez terriblemente sentimental, para algunas cosas, ya saben, ese curioso rasgo de carácter típicamente eslavo”.

    No era fácil lidiar con el genial cineasta. Según cuenta el actor Robert Arden, Welles era capaz de hipnotizar a los pájaros, un hombre con una cultura renacentista, un mago, un sublime contador de historias, un encantador de serpientes y también una patada en el culo como jefe. Fueron varios los encontronazos durante el rodaje. “A veces hay que pegar un par de gritos para dejar en claro quién manda”, dijo Arkadin, perdón, Welles. Y plata que agarraba se la gastaba en el mejor restaurante de la ciudad e invitaba a todos, porque era generoso. Además, los comensales seguirían escuchando sus historias con aquella tremenda voz, como la fábula de la rana y el escorpión, que tiene un lugar en Raíces en el fango.

    —¿Me ayudarías a cruzar el río? —le dice el escorpión a la rana.

    —No, me picarías —responde la rana.

    —Pero si te picase, yo también me ahogaría —aclara el escorpión.

    La rana piensa y toma por bueno el razonamiento del animalito de las pinzas. Carga con el escorpión y cuando llegan a la mitad del trayecto, siente una puntada letal en su espalda. Agonizando por el veneno, le dice al escorpión, que ya se estaba ahogando:

    —¿Por qué lo hiciste?

    —No pude con mi condición.

    “Tu película es sobre ranas y escorpiones”, le dijo Peter Bogdanovich. “No, también hay otros animales”, replicó sabiamente Welles.

    Al parecer, la escena inicial de Arkadin —que se ha perdido o nunca existió— mostraba a una mujer bañándose en el océano. Hay quien sostiene que la película debe ser apreciada como Rayuela de Cortázar, sin importar el orden de las escenas, la confusión de un argumento demasiado intrincado (y que por lo visto Welles quería volver aún más caleidoscópico), los flashbacks que remiten a otros flashbacks, las desprolijidades en la sincronización sonora. Es una historia sobre la memoria, sobre los laberintos, sobre los hombres poderosos que intentan digitar la realidad, torcer y alterar los acontecimientos y esconder la verdad. En definitiva, lo que menos importa es la verdad o desentrañar con claridad el argumento, y sí el clima de serie negra, la magia onírica de varias secuencias, la ambientación, el delirio y el humor desbordado en todo momento.

    —La pregunta es: ¿quién soy yo y qué pasó antes del 27? —dice Arkadin.

    —Amnesia —responde Van Stratten.

    —Tonterías —acota Arkadin.

    —¿Y cómo sabe que se llama Arkadin? Podría ser Arkadeen, o Arkadene, o Arkapopolus, o Smith. Incluso podría ser el nombre de una medicina para la tos.

    En palabras de Welles, la película fue “destrozada” en la mesa de montaje hasta volverla irreconocible, incluso más que a Soberbia. Es que el director de El ciudadano se pasaba tanto tiempo con la moviola, que el productor francés Louis Dolivet le encargó el corte definitivo al montajista italiano Renzo Lucidi. Ya nadie sabe cómo hubiese sido la verdadera película, cuál su versión definitiva. Y en estos casos, lo que surge siempre es la especulación, el mito, fenómeno que siempre alimentó la leyenda de Orson Welles, el niño indomable de Hollywood, el gordo terrible que enervaba a los productores, el mejor cineasta del mundo y también el menos confiable. Algunas de sus películas terminaron muy alejadas del proyecto inicial, otras no salieron del guion o de hojas garabateadas, otras se perdieron en latas de celuloide arrumbadas en algún rincón kafkiano que bien podría ser el de la oficina de Welles en El proceso.

    Lo que es indudable es que Arkadin rebosa genialidad. La revista Cahiers du cinema declaró en 1958 que se trataba de una de las 12 mejores películas de todos los tiempos.

    ¿Quién era Welles? Un cineasta monumental que revolucionó el cine en 1941 con El ciudadano. Y tenía… 25 años.

    Un tremendo director, locutor y actor teatral, capaz de hacer un Macbeth únicamente con intérprertes negros; capaz de estremecer a los escuchas radiales con una vívida locución de La guerra de los mundos, de H.G. Wells; un visionario capaz de improvisar sobre la marcha con lo que fuese. Mientras representaba El rey Lear, se quebró un tobillo. No canceló nada. En la siguiente función, el trono de Lear era una silla de ruedas de la cual sobresalía una pierna enyesada.

    “Un actor nunca interpreta otra cosa más que a sí mismo”, dijo una vez. “Simplemente prescinde de todo lo que no sea él. Y de ese modo, naturalmente, en todos esos personajes que he interpretado hay algo de Orson Welles. No puedo hacer nada por evitarlo… Cuando interpreto a alguien a quien odio, trato de ser noble con el enemigo… Odio todos los dogmas que niegan a la humanidad el último de sus privilegios; si alguna creencia exige denunciar algo humano, yo la detesto.”

    Y también fue un ciudadano del mundo que conoció a los personajes más disímiles e increíbles: artistas de toda talla, millonarios de cuerpo grande y pequeño, nobleza y bajeza por partes iguales, deportistas, aventureros, presidentes y primeros ministros. Por ejemplo, hizo unas filmaciones de guerra para un documental británico. Exhibieron las imágenes sin sonido en una sala privada donde estaba Churchill, que tenía como hobby recitar desde la primera fila del teatro los parlamentos de Hamlet al mismo tiempo que los declamaba el actor principal (Welles aclara que cuando fue a verlo a él, tuvo la deferencia de cerrar la boca). De pronto se siente un ruido difuso en la oscuridad, del tipo chiiiibuuum plashhh. Era Churchill haciendo la banda sonora de las bombas.